Libros

El ascenso de un espía

FRAGMENTO | La historia de cómo Putin ingresó a la KGB y trazó su camino al poder

05/03/2022 - 10:20 pm

Vladimir Putin tenía un sueño de niño. Uno que sería determinante para su ascenso al poder que ha mantenido desde 1999. El sueño de ser un espía. El relato de esa historia lo hace el periodista Steven Lee Myers en su libro El nuevo zar.

Ciudad de México, 5 de marzo (SinEmbargo).– Vladimir Putin nació el 7 de octubre de 1952 en Leningrado (actual San Petersburgo), una ciudad marcada por el sitio nazi al que fue sometida entre 1941 y 1944, en el seno de una familia humilde que había perdido a sus dos primeros hijos durante la Segunda Guerra Mundial, relata Steven Lee Myers en su libro El nuevo zar (Ariel) publicado en 2018.

“​​El padre de Vladimir era taciturno y severo, atemorizante incluso para las personas que lo conocían bien”, un excombatiente ruso que resultó herido en batalla y que pasó al retiro en una fábrica de trenes, refiere el periodista que trabajó durante más de 20 años en el New York Times. En tanto que su madre, María, lo trató desde niño “como el milagro que parecía ser”, optando por “varios empleos menores” que le dejaban más tiempo para ocuparse de él.

“Sus padres se desvivían por él y, cuando era chico, rehusaban dejarlo salir del patio sin permiso. Creció dentro del abrazo sobreprotector, si no abiertamente cariñoso, de sus padres, que habían sobrevivido por milagro y que harían todo por asegurarse de que su hijo también sobreviviera”, escribe Myers en su libro sobre aquel niño menudo que poco a poco iría desarrollando una actitud rebelde y que como estudiante fue descrito como “indiferente, petulante e impulsivo, probablemente un poco malcriado”.

Su actitud, precisa el excorresponsal en Moscú, lo llevó a distanciarse “de los Pioneros, la organización infantil del Partido Comunista cuyo ingreso suponía un rito de iniciación” y a despertar alarmas en su padre, un delegado del Partido en su trabajo en la fábrica. Todo cambió a partir de la disciplina que aprendió del judo, un deporte que lo marcó desde niño y que le permitió ingresar ya tarde en los Pioneros, en donde se convirtió en el líder de su escuela.

No obstante, Vladimir Putin tuvo otro sueño de niño. Uno que sería determinante para su ascenso al poder que ha mantenido desde 1999. El sueño de ser un espía inspirado en la novela El escudo y la espada de Vadim Kozhevnikov, publicada en 1965, la cual fue adaptada tres años después a la pantalla grande, en ​​una película de más de cinco horas, con guion acreditado a Kozhevnikov.

“Fue la película más vista en la Unión Soviética en 1968, un homenaje en blanco y negro al servicio secreto, aquello que era ahora el KGB. Vladimir Putin, entonces de casi 16 años, quedó hechizado. Él y sus amigos vieron la película varias veces. Más de cuarenta años después, aún podía recordar la letra de la sentimental canción principal de la película, ‘Donde comienza la patria’, fragante a pájaros y abedules del corazón de Rusia. Vladimir pronto abandonó sus sueños infantiles de ser navegante, como había sido su padre, o incluso piloto. Se convertiría en espía”, escribe Steven Lee Myers.

El Presidente ruso, Vladimir Putin (izquierda), encabeza una reunión del Consejo de Seguridad en el Kremlin el lunes 21 de febrero de 2022 en Moscú. Foto: Pool del Kremlin vía AP.

Ese sueño no sería fácil de alcanzar, como recuerda el periodista. Influenciado por la propaganda de la película, Putin “le dijo a un compañero de escuela que iba a ser espía, y al poco tiempo, según su propio relato, hizo algo ingenuo y audaz. Ingresó sin previo aviso al cuartel general del KGB en Liteiny Prospekt, no muy lejos de su departamento, y se ofreció como voluntario”. Sin embargo, de acuerdo con lo relatado en el libro, el oficial que lo atendió le dijo sin rodeos que la KGB no aceptaba voluntarios, “en cambio, buscaba a los que consideraba dignos, aquellos que ya estaban en el ejército o en la universidad” y le sugirió, para deshacerse de él, la Facultad de Derecho.

De esta manera, Vladimir Putin se volcó de manera disciplinada a sus estudios y asistió a la Escuela nº 281, una academia para preparar estudiantes para la universidad. Myers señala que Putin “no era un estudiante muy popular, sino más bien intrépido, obsesionado con los deportes y estudioso al extremo”.

Pese a las pocas oportunidades que tenía para entrar a la Estatal de Leningrado, Putin fue admitido en la Facultad de Derecho de la universidad en el otoño de 1970. “Ha habido especulaciones respecto de si fue admitido debido a sus raíces obreras o incluso, improbablemente, por la mano silenciosa del KGB, que acaso guiaba con sigilo su carrera sin que él lo supiera.” Myers menciona que como universitario, “continuó estudiando con rigor y dedicaba gran parte de su tiempo a las competencias de judo, con lo cual renunció al cigarrillo y el alcohol a fin de mantenerse en forma”.

Cuatro años después de haber ingresado en la universidad se le acercó un hombre, quien, como supo después, prestaba servicios en la división del KGB que supervisaba las universidades. Esa fue su puerta de entrada a la policía secreta rusa a la cual ingresó en forma en el verano de 1975, en la cual llegó a ser teniente coronel cuando prestaba sus servicios en la República Democrática Alemana, donde ​​pasará 15 años trabajando en los órganos de seguridad del país y desde donde vería la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética (URSS) en la que nació y creció.

En esta imagen de archivo, tomada el 27 de enero de 2022, el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, durante un acto de recuerdo en el cementerio Piskaryovskoye, donde están enterradas la mayoría de las víctimas del sitio de Leningrado de la Segunda Guerra Mundial, en San Petersburgo, Rusia. Foto: Alexei Nikolsky, Sputnik, Kremlin Pool Foto vía AP, archivo.

En agosto de 1991 dejaría la KGB para ser nombrado presidente del Comité de Relaciones Exteriores de San Petersburgo, su ciudad natal, en donde trabajaría con su mentor político, Anatoli Sobchak, señalado posteriormente de corrupción. Tres años después sería nombrado vicealcalde de esta ciudad

En 1996 viajaría a Moscú para trabajar con el Presidente Borís Yeltsin. Ahí, en la capital rusa, ejerció durante un tiempo como jefe de Intendencia del Kremlin, y en 1997 ya era subdirector del Gabinete presidencial; un año después, en julio de 1998, fue nombrado director del Servicio Federal de Seguridad, heredero del KGB.

A partir de este nombramiento se abrió paso hasta la cima del poder. Tras ocupar unos meses el cargo de Secretario del Consejo de Seguridad del Kremlin, en agosto de 1999 el entonces Presidente ruso, Boris Yeltsin, lo nombró Jefe del Gobierno para poner orden en Chechenia. El 31 de diciembre de 1999, relevó a Yeltsin tras su dimisión y el 26 de marzo de 2000 fue refrendado en las urnas con el 52.9 por ciento votos, asumiendo la Presidencia el 7 de mayo en la cual se reeligió en 2004 en un segundo mandato tras el cual escogió a su sucesor, el tecnócrata Dmitri Medvedev.

El 4 de marzo de 2012, volvió a aspirar a la Presidencia en unas elecciones, a partir de las cuales los mandatos son ya de seis años, según una Reforma Constitucional. En marzo de 2018 volvió a contender por la Presidencia y a ganar las elecciones. En aras de asegurar su continuidad, el 1 de julio de 2020 impulsó una una Reforma Constitucional que le permitirá estar en el Kremlin más allá de 2024.

No obstante, sería su ingreso a la KGB lo que catapultó la carrera política del líder ruso, ahora condenado internacionalmente por la invasión a Ucrania.

SinEmbargo comparte en exclusiva con sus lectores un fragmente de El nuevo zar (Ariel), © 2018, de Steven Lee Myers, © 2015. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

El nuevo Zar (Ariel), libro del periodista Steven Lee Myers publicado en 2018.

***

Capítulo 2

CORAZÓN TIBIO, CABEZA FRÍA Y MANOS LIMPIAS

Vladimir Putin realizó su sueño de unirse al KGB en el verano de 1975, pero nunca se convirtió en el agente secreto que imaginaba en su infancia. Su ingreso fue el de rutina, salvo por un gracioso error de comunicación que ocurrió cuando se presentó esa primavera ante la comisión de empleo de la universidad que asignaba carreras a los graduados en el sistema soviético. Un funcionario del Departamento de Derecho de la universidad anunció que Vladimir finalmente se incorporaría al cuerpo de abogados litigantes de Leningrado. Entonces un oficial del KGB que supervisaba las asignaciones intervino desde un rincón del salón. “Ah, no –dijo el oficial–. Esa cuestión ya está decidida”. Vladimir ni siquiera conocía su asignación, pero estaba encantado. “Vamos”, le dijo a su amigo de la infancia, Viktor Borisenko, después de recogerlo en su auto. Era evidente para Borisenko que algo importante había sucedido, pero Vladimir no iba a dar siquiera una pista acerca de qué se trataba. Fueron a un restaurante georgiano cerca de la catedral de Kazán, el edificio insignia de columnatas en Nevsky Prospekt, y comieron pollo en salsa de nuez y, para sorpresa de Borisenko, puesto que su amigo nunca había incurrido en esa indulgencia, bebieron una medida de licor dulce. No fue sino más adelante cuando supo que habían estado celebrando la admisión de su amigo en el KGB.

Para cuando Vladimir ingresó, el KGB era una vasta burocracia que supervisaba no solo cuestiones de inteligencia interna y exterior, sino también la contrainteligencia en el país y en el exterior, la inteligencia militar, la vigilancia de fronteras y aduanas, y la protección física de la dirigencia política y las instalaciones gubernamentales, como los emplazamientos nucleares del país. Había directorios que supervisaban las comunicaciones y la criptografía, y que monitoreaban las llamadas telefónicas. El Sexto Directorio monitoreaba la “seguridad económica” vigilando la especulación, las operaciones cambiarias y otros signos de actividades desviadas propias del libre mercado. El Quinto Directorio Principal, creado en 1969 para “proteger” la Constitución, hacía cumplir la lealtad partidaria y asediaba a los disidentes de todo origen. El KGB era más que una agencia de seguridad: era un Estado dentro del Estado, siempre en busca de enemigos internos o externos. Servía ostensiblemente a los intereses del Partido Comunista –y actuaba conforme a sus órdenes–, pero sus vastas potestades también servían como un control del poder del Partido.

Vladimir fue a trabajar a la Secretaría del Directorio, la oficina de personal del cuartel general del KGB en Leningrado, alojado en el mismo edificio en Liteiny Prospekt que había visitado cuando era adolescente. Solo que ahora no era un Johann Weiss infiltrando las filas de una potencia extranjera. Era una época de relativa paz y en esos tiempos la Unión Soviética estaba en guerra solo consigo misma. Vladimir era un burócrata principiante, de 23 años, que despachaba papeles en el trabajo y que aún vivía en casa de sus padres sin una habitación propia. La suya era una oficina apagada, poblada de veteranos casi calvos de la época de Stalin, con suficiente edad para recordar el Gulag, si no el Terror de 1937. El joven agente alegó cuestionar los métodos del pasado, pero nunca se rebeló contra el KGB, ciertamente no de una manera que socavara su incipiente carrera por “asomar las orejas”, como reza el dicho.

Luego de su iniciación en una oficina, realizó el entrenamiento de oficial en la Escuela nº 401 en Leningrado, una de las academias regionales de entrenamiento del KGB. Ubicada en un edificio de seis pisos muy vigilado, cerca de la confluencia del río Okhta con el Nevá, la escuela era “una especie de submarino”, donde los cadetes se sumergían en cursos de estudio y capacitaciones físicas, desconectados del resto de la sociedad. Durante seis meses aprendió tácticas elementales de inteligencia, incluidas técnicas de interrogación. Las filas del KGB se habían abultado bajo Yuri Andropov, que fue su director desde 1967 hasta 1982, cuando se convirtió en el líder supremo de la Unión Soviética. Andropov pasó a ser uno de los héroes de Vladimir, un líder distante pero venerado. Andropov entendía los límites del sistema soviético y buscaba modernizarlo para alcanzar a Occidente, especialmente en asuntos económicos. El KGB buscaba reclutas que entendieran de macroeconomía, comercio y relaciones internacionales. Vladimir parece haberlo previsto, dados sus estudios en la Universidad Estatal de Leningrado, donde escribió una tesis sobre el principio de la nación más favorecida en comercio internacional. Andropov quería convertir el KGB en un cuadro de élite y Vladimir era un creyente. Representaba una nueva generación en el KGB, la generación de reclutas postStalin, de sesgo menos ideológico según se pensaba, demasiado jóvenes para recordar los horrores del régimen estalinista.

En el contexto soviético, Andropov era visto como un reformista, pese a su involucramiento en la represión en el país y en el exterior. Había sido embajador soviético en Budapest durante la Revolución húngara de 1956 y el resto de su vida lo obsesionó la violencia repentina que podía estallar y desafiar a un régimen unipartidista. “Desde la ventana de su embajada, contempló cómo colgaban de los postes de luz a los oficiales del detestado servicio de seguridad húngaro”. Este “complejo húngaro” dio forma a la convicción de Andropov de que solo la fuerza, sabiamente administrada, podía asegurar la supervivencia del Estado e imperio soviéticos. Por lo tanto, aunque Andropov tal vez hubiese deseado modernizar el sistema soviético, castigaba sin compasión la disidencia. Fue él quien creó el infame Quinto Directorio Principal para combatir la oposición ideológica, lo cual llevó a la persecución del físico Andrei Sakharov y del escritor Aleksandr Solzhenitsyn. Fue él quien, en 1969, creó una red de hospitales psiquiátricos para perseguir a los disidentes y clasificó la oposición al Estado como evidencia de enfermedad mental.

Ya sea por la propaganda oficial o por la indiferencia, Vladimir racionalizó y romantizó el trabajo del KGB. Creía que el oficial de inteligencia era el defensor de la ley y el orden. En el verano de 1976, emergió de la academia del KGB como teniente primero. No regresó al departamento de personal, sino al de contrainteligencia, el Segundo Directorio Principal del KGB. Participó en operaciones que no combatían al enemigo exterior, sino al enemigo interno. Devino en un burócrata comunista que buscaba, sobre todas las cosas, mantener el orden social y el control político, aunque muy poco se sabía de sus actividades en ese entonces. Ni sus amigos ni incluso sus colegas podían estar seguros alguna vez de qué hacía exactamente y durante muchos años hizo un gran esfuerzo por mantener en secreto los detalles de su trabajo. Un oficial que trabajó con él más adelante declaró, como si se tratara de un hecho, que Vladimir trabajaba para el Quinto Directorio Principal, pero nadie lo sabía con certeza. Aunque Vladimir lo negaría, su colega creía que estaba íntimamente familiarizado con las tácticas que el KGB empleaba contra los críticos del poder soviético, incluido Solzhenitsyn y, después, Sakharov. Ciertamente, uno de sus amigos más cercanos en Leningrado, Viktor Cherkesov, se hizo tristemente conocido por su trabajo en el Quinto Directorio Principal combatiendo disidentes e incluso creyentes religiosos. Tampoco sentía remordimiento o reserva de que el KGB utilizara comúnmente informantes o colaboradores. Aunque eso sembró desconfianza en toda la sociedad soviética, creía que la colusión con un temido Estado policial no solo no estaba mal, sino que era esencial para mantener el orden. Según aseguró una vez, el 90% de la inteligencia del KGB se obtenía de ciudadanos soviéticos corrientes que informaban voluntariamente o de otro modo respecto de otros, sus compañeros de trabajo, sus amigos, sus familiares. “No se puede hacer nada sin agentes secretos”, dijo.

Es obvio que Vladimir reclutó y controló agentes durante su período en contrainteligencia en Leningrado, especialmente empresarios, periodistas y atletas que habían viajado al exterior o se habían reunido con visitantes extranjeros. Si bien sus actividades de entonces siguen veladas aún hoy, había pasado a ser algo parecido al “policía” en que iba a convertirse según su entrenador si cursaba estudios en la Facultad de Derecho. Vivía una doble vida, pero era mucho menos espectacular y peligrosa que la de El escudo y la espada. Fue en este cuadro donde forjó amistad con hombres que trabajaban con él en las sombras y seguirían haciéndolo por muchos años más: Viktor Cherkesov, Aleksandr Bortnikov, Viktor Ivanov, Sergei Ivanov y Nikolay Patrushev. En este estrecho, cerrado, círculo de amigos –todos hombres– halló camaradería entre oficiales de pensamiento afín que reforzaron la que sería una cosmovisión radical, en blanco y negro.

Luego de seis meses en contrainteligencia, Vladimir se cambió al Primer Directorio Principal del KGB, responsable de las operaciones de inteligencia más allá de las fronteras de la Unión Soviética. Se la consideraba la rama de élite del KGB. De casi trescientos mil empleados del aparato de seguridad, menos de cinco mil prestaban servicios en el departamento. Sin duda, sus estudios de alemán lo ayudaron a conseguir el puesto y el KGB le permitió seguir estudiando dos horas al día, tres veces a la semana. Aun así, no se convirtió en espía y no fue al exterior. Permaneció en la Gran Casa en Liteiny Prospekt, responsable de seguir a diplomáticos y visitantes extranjeros establecidos en los consulados de la ciudad. Gran parte del trabajo era analítico y muy poco exigente. Como segunda ciudad de la Unión Soviética, Leningrado no era exactamente un remanso, pero carecía de las tramas de intriga y misterio que circulaban por la capital, Moscú. El KGB en sí había comenzado a sucumbir al entumecimiento y la esclerosis, con filas tan abultadas que afectaban la eficiencia. Para muchos agentes, el entusiasmo juvenil por el mundo del espionaje sucumbía inevitablemente al tedio y la inercia burocrática. “Únicamente en la ficción un hombre solo puede con el mundo entero”, escribió sobre la época Yuri Shvets, un contemporáneo.

Vladimir parecía conforme esforzándose en las filas inferiores. Aun cuando uno de sus superiores lo describiera como meticuloso en su trabajo, no demostraba una ambición que lo impulsara a escalar en la organización. En 1977, su padre pasó a retiro en la fábrica de trenes y, en su carácter de veterano de guerra discapacitado, recibió un departamento pequeño de dos dormitorios –de apenas 28 m2– en Stachek Prospekt, Avtovo, un distrito recientemente reconstruido al sur del distrito histórico de Leningrado. La crisis habitacional de posguerra en la ciudad era tal que muchas familias todavía habitaban viviendas comunitarias –ni siquiera los oficiales del KGB calificaban automáticamente para un departamento– y sin embargo ahora, a los 25 años, por primera vez en su vida, Vladimir tuvo un dormitorio propio, su “rinconcito” propio, como lo llamó Vera Gurevich.

Con abundante tiempo libre, conducía por la ciudad a toda velocidad en el auto que su madre le había regalado y, según sus amigos, siguió involucrándose en peleas callejeras, pese a los riesgos que dichas indiscreciones podían implicar para su carrera. Era indiferente al riesgo y el peligro –con orgullo, contaba acerca de una evaluación que obtuvo por bajo desempeño y que decía justamente eso–, en parte porque su servicio en el KGB le proporcionaba cierta protección respecto de la policía común. Forzaba las reglas porque podía. Una Pascua llevó a Sergei Roldugin, un músico clásico que se convirtió en un amigo cercano, a una procesión religiosa en la que tenía asignado vigilar y controlar a los fieles, personas como su propia madre. Logró impresionar a su amigo al llevarlo a ver el altar de la iglesia, acceso vedado a los seglares, lo cual sugiere que Putin veneraba poco la santidad de la iglesia. “Nadie puede ir allí, pero nosotros sí”, le dijo a su amigo. Era temerario y temperamental. De camino a casa tras el recorrido por la iglesia, según recordó Roldugin, un grupo de estudiantes ebrios junto a una parada de autobús se les arrimó por un cigarrillo. Vladimir, claramente de una presencia poco intimidante, los rechazó de tan mala manera que uno lo empujó. Putin lo lanzó por encima de su hombro como habría hecho en una competencia en el club de judo.

Decía a sus amigos que era oficial de policía en el Ministerio del Interior y, al parecer, muchos le creían. Sin embargo, pronto se hizo más difícil disfrazar su verdadera condición. Roldugin, que lo conoció en 1977, pronto supo la verdad. Se volvió cauto. Como músico, había viajado al exterior en visitas vigiladas por agentes del KGB, apenas disimulados como funcionarios del Ministerio de Cultura. A Roldugin le desagradaba esa escolta ideológica y aprendió a no hablar libremente en su compañía. Pero, después de todo, ahora era amigo de uno de ellos. Vladimir finalmente lo desarmó admitiendo su verdadera profesión, aunque incluso entonces Roldugin no logró sonsacarle más. “Yo toco el chelo –le dijo una vez a su amigo–. Nunca podría ser cirujano, pero soy buen chelista. Pero ¿cuál es tu profesión? Sé que eres oficial de inteligencia. Pero no sé qué significa eso”. Vladimir le siguió la corriente, pero solo un poco. “Soy especialista en relaciones humanas”, dijo crípticamente, y luego rehusó seguir hablando del asunto.

Para 1979, Vladimir alcanzó el rango de capitán y, al fin, fue enviado a Moscú para asistir a la Escuela Superior del KGB, que llevaba el nombre de Félix Dzerzhinsky, el fundador de la policía secreta soviética. Dzerzhinsky seguía siendo una figura de culto venerada en el KGB, cuyos manuales de entrenamiento citaban su descripción de las características esenciales del oficial de inteligencia: “un corazón tibio, una cabeza fría y las manos limpias”. Al fin, el Primer Directorio Principal parecía estar preparándolo para cumplir servicio en el exterior. Y, sin embargo, al cabo de un curso corto, volvió otra vez a Leningrado y reanudó la tarea de vigilar extranjeros, con éxito incierto. Un supervisor describió su tarea como “extremadamente productiva”, pero el oficial superior del KGB en Leningrado durante su carrera, Oleg Kalugin, dijo que la agencia no logró descubrir un solo espía extranjero suelto en la ciudad.

Su carrera parecía estancarse justo cuando el relativo período de paz y distensión de la Unión Soviética comenzaba a enfrentar mayores conflictos en el país y del otro lado de la frontera: en retrospectiva, los primeros signos del declive y colapso final de la Unión Soviética. En diciembre de 1979, la Unión Soviética invadió Afganistán luego de un golpe sangriento orquestado por el KGB de Andropov y llevado a cabo por los comandos de élite del ejército en uniforme afgano. La invasión dio inicio a una operación inútil por respaldar al gobierno comunista en Kabul, que les costaría la vida a miles de soldados, cuyos cuerpos fueron repatriados en cajas de zinc con el nombre en código CARGO 200 y mantenidos en secreto.

La elección de Ronald Reagan como presidente de Estados Unidos en noviembre de 1980 contribuyó a exacerbar las tensiones de la Guerra Fría y empujó a las dos superpotencias a quedar aún más cerca de una confrontación. El Kremlin y el KGB pronto se obsesionaron con los planes que, según la dirigencia soviética, tenía Reagan de lanzar un ataque nuclear preventivo contra la Unión Soviética. En una conferencia en mayo de 1981, un Leonid Brézhnev ya enfermo denunció a Reagan como una amenaza a la paz mundial, mientras que Andropov anunció que, en adelante, la prioridad última de los servicios de seguridad era descubrir pruebas del plan de Reagan para destruir el país. Esta vasta operación –con el nombre en código RYAN, del ruso raketno-yadernoye napadenie, ‘ataque de misiles nucleares’– se convirtió en el principal esfuerzo de inteligencia de las oficinas del KGB en todo el mundo y siguió siendo una obsesión paranoica durante el resto de la década. Pronto Vladimir Putin cumpliría un papel en ello.

En 1980, luego de regresar a Leningrado, la vida personal de Vladimir –y su carrera– dio un giro importante. Algo poco habitual para la sociedad soviética, seguía soltero a los 28 años. Su soltería era inadecuada para el conservador KGB. De hecho, el Primer Directorio Principal rehusaba enviar solteros al exterior, por temor a que las aventuras sexuales fuera del matrimonio pudiesen dejarlos vulnerables a denuncias o extorsiones. Vladimir no era poco atractivo, con esos profundos ojos azules. Estaba en forma y era listo, de un modo sarcástico. No obstante, cuando se trataba de mujeres, parecía reticente emocionalmente, incluso impedido: se sentía mucho más cómodo con el círculo de amigos varones de su juventud y el KGB. “Con frecuencia le decía que era terrible para la conversación”, dijo Roldugin.

En sus últimos años de universidad, Vladimir había tenido su primera relación seria con una estudiante de Medicina. Su nombre era Lyudmila Khmarina; su hermano, Viktor Khmarin, también era un amigo cercano. Roldugin la describió como bonita y obstinada, menos inclinada a preguntarle a Vladimir cómo se sentía que a indicarle que estaba enfermo. Se conocieron en la dacha de la familia de él en Tosno y siguieron saliendo juntos pasada la graduación y el inicio de su carrera. En 1979 se comprometieron. Solicitaron una licencia matrimonial y sus padres compraron las alianzas, un traje y un vestido. Y luego, de súbito, él puso fin a la relación. Decidió que “era mejor sufrir en ese momento que dejar que sufrieran ambos más adelante”, pero nunca explicó lo que sucedió, ni siquiera a Roldugin. Solo insinuaría “cierta maniobra”, aunque no parecía que hubiese sido especialmente amarga, puesto que siguió siendo amigo del hermano de ella, Viktor, durante años. Vladimir se había acostumbrado a la vida de soltero: quizás la prefería, como un hijo mimado que aún vive en casa de sus padres. Supuso que quizás nunca se casaría.

No obstante, en marzo de 1980, conoció a otra Lyudmila: Lyudmila Shkrebneva, una azafata de Aeroflot de ojos azules que vivía en Kaliningrado, la antigua provincia prusiana tomada por la Unión Soviética tras la derrota nazi. Ella tenía 22 años y una cabellera rubia que le caía en ondas hasta los hombros. Ella y otra azafata, Galina, visitaron Leningrado durante tres días. En su primera noche en la ciudad, ansiosas de ver todo lo posible, fueron con el novio de Galina, Andrei, al teatro Lensovet para ver una función de Arkady Raikin, un actor y escritor de sátiras entrado en años. Galina había invitado a Lyudmila y entonces Andrei llevó a su amigo, Vladimir. Lyudmila quedó muy poco impresionada al principio, con la ropa gastada que vestía él y su comportamiento discreto. Si lo hubiera conocido en la calle, recordó en una oportunidad, “no le habría prestado atención”. Sin embargo, durante el intervalo, le pidió con bastante audacia si podía ayudarlos a conseguir entradas para el musical de la noche siguiente. Vladimir lo hizo y, al final de la segunda velada, le dio a ella su número de teléfono. Andrei estaba impactado. “¿Estás loco?”, le preguntó a su amigo más tarde. Nunca lo había visto darle su número a alguien a quien no conociera bien. Volvieron a encontrarse la tercera noche y, cuando ella regresó a Kaliningrado, lo llamó.

Cuando volvió a volar a Leningrado en julio, comenzaron una relación. Ella bromeaba con que otras chicas tomaban el autobús o el trole para llegar a sus citas, mientras que ella tomaba un avión. Pronto resolvió mudarse a Leningrado. Vladimir la instó a retomar los estudios –había abandonado estudios técnicos para convertirse en azafata– y se inscribió en la Facultad de Filología del alma máter de Vladimir, la Universidad Estatal de Leningrado. El estrés de la mudanza y los estudios rasgó la relación al principio y ella la interrumpió hasta que él voló a Kaliningrado y la convenció de regresar. Para octubre se había instalado en un departamento comunitario que compartía con una mujer cuyo hijo se había marchado al ejército. Vladimir resultó ser un novio absorbente y celoso: ella sentía que siempre la estaba observando, poniendo a prueba, juzgando. Él le declaraba sus intenciones –esquiar, por decir algo, o que ella tomara un curso de mecanografía– y no le daba lugar para discutirlo. A diferencia de la primera Lyudmila, ella era más dócil. Cuando la madre de Vladimir la conoció, quedó poco impresionada y, peor, se lo dijo. Su hijo ya tenía otra Lyudmila, resopló Maria, “una buena chica”.

Lyudmila no sabía que él trabajaba para el KGB. A ella también le había dicho que trabajaba para la rama de investigaciones criminales del Ministerio del Interior. Era una fachada común para los agentes de inteligencia e incluso le habían expedido una tarjeta de identificación falsa. Cada vez que ella preguntaba qué hacía durante el día, él eludía sus preguntas con bromas. “Antes de almorzar, capturamos –le dijo una vez, como si él y sus colegas hubiesen pasado el día pescando–. Después de almorzar, soltamos”. Hasta 1981, luego de haber salido durante un año y medio, ella conoció su verdadero empleo, e incluso entonces fue debido a la esposa de un amigo. Sintió un escalofrío de excitación y orgullo. A diferencia de Roldugin, ella no tenía razón para temer al KGB o a este joven. Su manera taciturna ahora parecía comprensible y explicaba lo que había parecido evasivo en él. Cuando su amiga le contó, fue una revelación, bastante inquietante también. Estar con él implicaba aceptar que una parte de él permanecería siempre fuera de su alcance. Incluso se le ocurría que la mujer que había revelado el secreto quizás hubiese recibido la instrucción de hacerlo. Nunca estuvo segura al respecto. Solo entonces recordó un extraño encuentro de hacía algunos meses.

Había acordado llamar a Putin una tarde a las siete en punto, como hacía con frecuencia. Debido a que su departamento comunitario no tenía teléfono, fue hasta un teléfono público en un patio cercano. Oscurecía cuando marcó el número, pero él no contestaba. Dejó de intentar, conociendo su afición a trabajar hasta tarde. Cuando se iba, un joven se le acercó en el espacio silencioso y vacío. Ella se dio vuelta para regresar a su departamento a través del arco de entrada al patio y él la siguió aún. El hombre apuró el paso y ella también.

—Señorita, por favor, no hago nada malo. Solo quiero hablar con usted.

Solo dos segundos. —Parecía sincero, hablando desde el corazón. Ella se detuvo—. Señorita, es el destino. ¡El destino! Cuánto quería conocerla.
—¿De qué habla? —se limitó a responder—. No es el destino.

—Por favor, se lo ruego. Deme su número de teléfono.

—No tengo teléfono.

—Entonces anote el mío —dijo él. Estaba ofreciéndole su número igual que Putin en su segunda cita.

—De ningún modo —contestó ella antes de que al fin él la dejara ir.

El episodio casi olvidado regresó a su memoria en un rapto desconcertante. ¿Había sido el KGB –había sido Vladimir– que la había puesto a prueba en esa calle oscura? Si ella fuera el tipo de mujer que podía trabar relación con cualquier hombre en la calle, eso podía despertar los celos de un marido y exponerla a ella o a él al contraespionaje o la extorsión. O quizás solo era un joven atrevido que deseaba conocerla. Se sentía bastante nerviosa, pero ahora podía entender el tipo de vida en la que se involucraría con Vladimir. Algunos se atemorizarían con semejante prueba, se aseguraba a sí misma, pero sería tonto dejar que eso la perturbara. Ella no tenía nada que esconder, después de todo. No le molestaba el trabajo de él –“El trabajo es el trabajo”, se dijo encogiéndose de hombros–, pero cuando le preguntó sobre ese encuentro, más de una vez, él se negó a responderle, lo cual sí le molestó. Sabía que él nunca le contaría nada acerca del otro mundo que ocupaba, nunca la tranquilizaría para explicarle por qué llegaba a casa a medianoche en vez de hacerlo a las nueve, por ejemplo. Ella se preocuparía, luego se enojaría, pero siempre debería esperar, sola y en ascuas. Su trabajo en el KGB dejaría marca en ella. No podría jamás hablar del trabajo de él o ser abierta con otra gente acerca de su vida o de la vida de ellos juntos. Casarse con Putin sería una “proscripción privada” impuesta a su propia vida, lo sabía. Se enamoró del hombre, lentamente, pero la sensación era de opresión.

Vladimir podía ser audaz e impetuoso, pero en el cortejo se demoraba. Sí usó su posición –y su salario– para viajar con ella. Dos veces fueron al mar Negro, que él adoraba desde su viaje allí como joven estudiante absorto en las estrellas. Una vez fueron en auto con amigos a Sochi, la ciudad balnearia ubicada a más de 1600 km al sur. Se quedaron en un departamento de dos ambientes reservado para los guardias de Bocharov Ruchei, la mansión junto al mar construida conforme a las órdenes de Nikita Khrushchev en la década de 1950 para la élite soviética y que un día en el futuro indeterminado se convertiría en lugar de retiro para los presidentes de una nueva Rusia. Leonid Brézhnev convaleció allí en los lánguidos años finales de su gobierno. Desde el balcón de su habitación, podían ver la playa, pero el acceso a ella estaba prohibido. En 1981 regresaron al mar Negro y esta vez se quedaron dos semanas en Sudak, Crimea, su primer viaje solos. De todas formas, no era un romance tempestuoso. Cuando finalmente él le propuso casamiento, ya era abril de 1983, y ella pensó que él estaba poniendo fin a la relación.

—En tres años y medio probablemente ya lo tendrás decidido —le dijo en su departamento.

—Sí —dijo ella, titubeando, temiendo el final—. Lo tengo decidido.

Él parecía dudoso.

—¿Sí? —respondió él, y luego agregó—: Bien, si es así, te quiero, y propongo que nos casemos.

Ya había establecido una fecha: 28 de julio, en apenas tres meses. Tuvieron una ceremonia civil, no una religiosa, que hubiese estado prohibida para un oficial del KGB, y luego dos celebraciones de boda. Veinte amigos y familiares asistieron a la primera a bordo de un restaurante flotante amarrado al dique junto a la Universidad Estatal de Leningrado. Una noche más tarde, realizaron una reunión diferente en un espacio más privado, un salón de fiestas en el hotel Moscú. Para Lyudmila, la primera fue acogedora y alegre; la segunda fue más ceremoniosa, bastante agradable, pero “un poco diferente”.

Los asistentes eran los colegas del KGB de Vladimir que no podían poner en riesgo su secreto, ni siquiera con los familiares y los amigos más cercanos de uno de sus camaradas.

Pasaron la luna de miel en Ucrania; primero condujeron hasta Kyiv, donde se encontraron con amigos que viajaron con ellos y con quienes con frecuencia compartieron la habitación. Recorrieron Moldavia, luego Leópolis en Ucrania occidental, Mykolaiv y, finalmente, Crimea, y allí se quedaron en Yalta, todos sitios de vacaciones emblemáticos del vasto imperio soviético. En Yalta, los recién casados tuvieron un dormitorio propio y se quedaron allí por 12 días, nadando y tomando sol en la orilla rocosa. Para él, Crimea era un lugar mágico y sagrado. Regresaron vía Moscú, para que él pudiera pasar por los cuarteles generales del KGB –el Centro, como se lo conocía–, y luego se mudaron al departamento de dos dormitorios de los padres de él en Stachek Lane. Él tenía 30 años, ella 25, y juntos se acomodaron en un matrimonio feliz, aunque restringido.

​​Un colega, Igor Antonov, creía que Vladimir se había casado para avanzar en su carrera, pues sabía que la soltería lo frenaría. Ciertamente parecía haberlo pensado todo con mucho cuidado. El salto en su carrera llegó un año más tarde. El KGB lo ascendió al grado de mayor luego de nueve años de servicio, y lo envió a estudiar a Moscú a la escuela de élite de inteligencia exterior, el Instituto Bandera Roja. Fundado en 1938, era un campo de entrenamiento básico para los espías exteriores de la Unión Soviética. El instituto no solo era ideológicamente exclusivo: también discriminaba sobre líneas raciales o étnicas. No se aceptaban judíos, como tampoco tártaros de Crimea, chechenos y calmucos. Estaba prohibida la práctica religiosa de cualquier tipo. La admisión de Putin puede haberse debido muy bien a la versión KGB de la acción afirmativa. Para la década de 1980, el Primer Directorio Principal comenzó a quejarse de que demasiados de sus cadetes “eran niños malcriados de padres privilegiados” que utilizaban su influencia y conexiones en Moscú para obtener su admisión. En cambio, quería candidatos robustos con aptitud para los idiomas y devoción absoluta a la causa soviética. El directorio procuraba ampliar las bases de reclutamiento aumentando la proporción de cadetes de las provincias y solicitó a los cuarteles centrales regionales nominar oficiales jóvenes. Leningrado envió a Vladimir Putin.

El instituto ahora llevaba el nombre de Andropov. Luego de su largo dominio a la cabeza del KGB, asumió como secretario general del Partido Comunista tras la muerte de Brézhnev en 1982, lo cual aumentó la esperanza de aquellos que deseaban modernizar el Estado bajo la mano firme de los servicios de seguridad. Pero Andropov prestó servicios solo durante 15 meses, hasta que murió de repente en febrero de 1984, lo cual dio inicio a un convulso reemplazo de los líderes soviéticos de edad avanzada. Konstantin Chernenko reemplazó a Andropov solo unos meses antes de que Vladimir comenzara a asistir al Instituto Bandera Roja y apenas sobrevivió un año, pues murió en marzo de 1985. La gran nación soviética de pronto parecía incapaz de generar líderes nuevos y se movía pesadamente a través de un período de estancamiento económico y político que la dejó aún más rezagada respecto de Occidente y el “principal adversario”, Estados Unidos. La guerra en Afganistán había descendido a un lodazal y en los círculos de inteligencia de Vladimir se podían discutir en confianza verdades al respecto que jamás podían pronunciarse en público. Estaba pasmado por las revelaciones, pues había creído instintivamente en el buen tino de la intervención.

El instituto era una instalación secreta situada en un bosque en las afueras de Moscú, donde aún permanece hoy con un nombre nuevo, “Academia de Inteligencia Exterior”. Ofrecía cursos que duraban de uno a tres años, según la educación, experiencia y asignación esperada del cadete. Lyudmila, ahora embarazada, se quedó en Leningrado viviendo con los padres de él. Fue en este sitio donde Vladimir aprendió el oficio de espía: cómo reclutar agentes, comunicarse en código, realizar custodias, deshacerse de una sombra, hacer y utilizar buzones falsos. Sobre todo, estaba aprendiendo el arte del alto encubrimiento. Durante todo el entrenamiento, los cadetes adoptaron nombres en código, derivados de la primera letra de sus nombres. Putin pasó a ser camarada Platov, con lo cual protegía su identidad real incluso de los otros estudiantes. Vestían ropa de civil, no uniformes, para prepararse para su futuro como periodistas, diplomáticos o delegados de comercio en países que se esperaba conocieran íntimamente antes de haberlos visitado. Vladimir se presentó en septiembre de 1984, en un traje nuevo de tres piezas, buscando impresionar, aun cuando era un tibio día de otoño. “¡Miren al camarada Platov!”, dijo al resto de los cadetes un instructor, el coronel Mijaíl Frolov, citando como modelo a ese joven delgado.

Finalmente, tras casi una década de tedioso monitoreo de extranjeros y disidentes en Leningrado, estaba aprendiendo el oficio que había imaginado de chico. Los tres departamentos principales del instituto estaban encabezados en ese tiempo por veteranos de la “época dorada” del espionaje del KGB, es decir, los años previos, simultáneos y posteriores a la Segunda Guerra Mundial: Yuri Modin en inteligencia política, Iván Shishkin en contrainteligencia y Vladimir Barkovsky en inteligencia científica y tecnológica. Todos ellos forjaron sus reputaciones como espías en Londres y Modin fue el último regulador del grupo que pasó a conocerse como “los cinco magníficos”: los jóvenes graduados de Cambridge, incluido Kim Philby, que fueron reclutados durante la década de 1930 como agentes de la Unión Soviética y finalmente penetraron los niveles más altos del poder británico. Aunque había pasado mucho tiempo desde que la operación fuese expuesta y desmantelada, seguía siendo “un modelo para los jóvenes oficiales de inteligencia” en el instituto. El camarada Platov estaba aprendiendo de las estrellas del KGB.

El 28 de abril de 1985, cuando aún estaba completando su educación de grado, Lyudmila dio a luz a una hija. Quiso ponerle el nombre Natasha, pero Vladimir ya lo tenía decidido. Se llamaría Maria –o Masha–, como su madre. No estuvo para el nacimiento de su hija, pero, una vez que la madre y el bebé dejaron el hospital, recibió un pase de visita y celebró su nueva familia con Sergei Roldugin, que fue el padrino de Maria, en la dacha del padre de Roldugin cerca de Vyborg, junto a la frontera con Finlandia. Sin saberlo ni ella siquiera, Lyudmila atravesaba un control exhaustivo de salud y temperamento; lo supo solo cuando la citó la oficina de administración de la universidad y le dijo que había quedado libre de toda sospecha.

Vladimir era ahora un hombre de familia establecido, ante la coyuntura más crucial de su vida hasta el momento. Sus esperanzas de ir al exterior –de ascender al trabajo de élite de la inteligencia exterior– dependían de su éxito en el Instituto Bandera Roja y decididamente era un asunto complicado. Era obvio por su inmersión lingüística que prestaría servicios en un país de habla germana. El único interrogante era si sería asignado al Occidente capitalista –es decir, Alemania Occidental, Austria o Suiza– o al satélite soviético del Este, la República Democrática Alemana. Prestar servicios encubiertos en Occidente le hubiera exigido otro año o dos en el instituto, con capacitaciones cada vez más especializadas respecto de las costumbres locales, que con frecuencia podían delatar el origen extranjero: aspectos básicos de la vida capitalista, como las hipotecas, podían sacar de juego y dejar al descubierto a un agente soviético. Más adelante, Vladimir diría que él prefería prestar servicios en Alemania Oriental, pero no fue suya la decisión.

La comisión evaluadora del instituto decidía las asignaciones sobre la base del desempeño y el comportamiento personal. Y, en contra de las apuestas, el comportamiento de Vladimir lo hizo peligrar todo. Tenía permitido regresar a Leningrado por recesos cortos y, durante uno de ellos, nuevamente se involucró en una pelea en el metro con un grupo de pandilleros, según relató a Sergei Roldugin. Esta vez sufrió tanto como aquellos a los que enfrentó, pues se quebró un brazo en la pelea. Le dijo a Roldugin que habría consecuencias y, ciertamente, fue reprendido, aunque nunca explicó a su amigo cuál fue el castigo. “Tiene un defecto que es objetivamente negativo para los servicios especiales: corre riesgos –dijo Roldugin–. Conviene ser más cauteloso y él no lo es”.

La evaluación de fin de año de su desempeño fue mediocre. No padecía de ambición excesiva –la palabra “trepador” era prácticamente un insulto en el sistema soviético–, pero el coronel Frolov notó varias características negativas. Era “reservado y poco comunicativo” y, si bien era “listo”, también poseía “cierta tendencia academicista”, una forma cortés de describir su pedantería. No contaba con las conexiones o trasfondo familiar que pudieran allanarle el camino a un puesto prestigioso. La pelea en el metro de Leningrado casi con certeza contribuyó al abrupto fin de sus estudios en el Instituto Bandera Roja. En lugar de realizar durante otros dos años la formación para integrar las filas de élite del espionaje, dejó los estudios al final del primer año. Y cuando recibió su asignación, no fue para Alemania Occidental, sino para la del Este. Ni siquiera para Berlín, un gran centro de espionaje de la Guerra Fría desde la derrota de los nazis, sino para Dresde, la capital provincial de Sajonia, cerca de la frontera con Checoslovaquia. Por primera vez recibió un pasaporte internacional. Tenía casi 33 años y nunca había salido de la Unión Soviética.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video