Jaime García Chávez
08/01/2022 - 12:03 am
Aunque evangélico, es idólatra
López Obrador suele decir una cosa y hacer otra cuando se refiere a su persona.
La instalación de una estatua de cuerpo completo de López Obrador en Atlacomulco, derribada horas después, es un suceso que no puede pasar inadvertido.
Más allá del gusto estético por estas expresiones, que suelen ser para destacar una vida, lo usual cuando se apega a un sentido democrático es que se erijan postmortem. Hacerlo en vida y más tratándose de un político suele ser, por decir lo mínimo, una desfachatez cuando es un alcalde el que la levanta para congraciarse con el poder autoritario.
No desconozco que la plaza que se escogió se le tiene como uno de los lugares icónicos del priismo desde que Isidro Favela (un grande artificial) creara un grupo del que avanzados los años tuvo un peso específico, relevante, por su poder político y la corrupción señera de Hank Gonzalez y Enrique Peña Nieto. De alguna manera quisieron plantar bandera en territorio apache, por decirlo coloquialmente.
En el fondo el suceso exhibe el talante autoritario de López Obrador y el culto a su personalidad, expresado por uno de los idólatras de esa alcaldía mexiquense. Se podrá pensar que López Obrador nada tiene que ver en el asunto, sólo por descartar hipótesis. En realidad es él el que prodiga todo esto, no se comporta, en lo más mínimo, como un demócrata que le ha tocado jugar un papel esencial en esta etapa, sino que alimenta la idea de que es un profeta que trascenderá los tiempos con su transformación, que hoy hace agua.
Es de gobiernos totalitarios poblar los territorios de los Estados con enormes estatuas diseminadas por todo las direcciones de la rosa de los vientos. Lo hizo Lenin y Stalin, del primero se calcula que llegó haber hasta 6 mil en toda la Unión Soviética y un busto en recóndita zona antártica. Esta última nadie la iba a ver, pero a las religiones políticas nada las detiene en su denodada actividad de instalar ídolos, a través de los cuales se enajena a la propia sociedad para que tengan en ellos una especie de “detente”, detente de todos sus males. A esto se le llama fanatismo.
López Obrador suele decir una cosa y hacer otra cuando se refiere a su persona. Se sabe de su gusto por los símbolos para gobernar. Abandonó Los Pinos, pero vive en el palacio de los virreyes convertido en Palacio Nacional, que para nada significa modestia ni sencillez.
Dice que no es vanidoso pero le gustan los aplausos a granel, la tribuna en solitario, la pasarela imperial para que la plebe alcance lo frenético, que lo vean de abajo para arriba, practica una humildad de actor, pero no es capaz de recomendar ni media palabra para que sus seguidores se contengan en sus denuestos constantes y, mucho menos, para ponerles freno en la práctica de la idolatría de la que se beneficia. Insisto, a contrapelo, de su evangelismo.
Un repaso de la historia del siglo XX, nos dice que esas estatuas sirvieron, luego de su instalación que pudo tardar años incólume, para ser derribadas. Recuerden la que se alzaba con el “prócer” Miguel Alemán Valdés en la UNAM.
En lo personal, pienso que torres más altas se han caído del cielo y no tengo menos que recordar una “Rayuela” que apareció al calor del derrumbe del Muro de Berlín, en La Jornada, con esta leyenda: “Mi querido Vladimir: Nunca pensé que, cagada por las palomas y meada por los perros, tu estatua yacería en el herrumbre del olvido”.
Y sí, por altas que estén, se caen.
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