Susan Crowley
17/12/2021 - 12:03 am
Jimmy Durham, al diablo el refrigerador
El artista moderno acometió su gran responsabilidad apuntalando una estructura convincente, en la que las siguientes generaciones podrían encontrar un sentido.
El péndulo oscilante de la historia no deja ajeno al arte. Contrario a la obsesión que exaltó la belleza y lo sublime en el siglo XIX, el ir y venir del siglo XX consistió en economizar las ideas y encauzarlas en una práctica sustentada en valores de progreso. Ver al arte como una ciencia. Dejar atrás la desmesura, la sensualidad, los sentimientos, las idealizaciones y emociones del Romanticismo. El artista moderno acometió su gran responsabilidad apuntalando una estructura convincente, en la que las siguientes generaciones podrían encontrar un sentido. La modernidad, racional y con categorías estéticas demostrables, sustentó un nuevo paradigma.
Los artistas dejaban de sentirse genios iluminados y se veían a sí mismos como ingenieros de sistemas comprobables. El arte se mostró delante del mundo como una herramienta de pensamiento y parte de la enorme construcción en evolución que exigían los tiempos. Gracias a su sólida estructura formal, el gremio artístico logró lidiar y sobrevivir a los totalitarismos, a las guerras, a los genocidios, a las hegemonías económicas e incluso al mercado en ciernes, consecuencia de la globalización. Pero si bien todo estaba marcado por la flecha del avance, la estructura se volvió rígida y cerrada y olvidó colocar en la mesa de discusión las otras agendas que para mediados del siglo XX ya eran urgentes.
En los años setenta el mundo del arte parecía exhausto de su pretensión intelectual excluyente y su voracidad consumista. Pero el asunto apenas iniciaba. Fueron los años ochenta los verdaderos impulsores del materialismo. Sin mesura, al mejor postor, con una ética basada en el poder adquisitivo, los precios y los nombres de ciertos artistas rompieron récords hasta hoy inexplicables. El mundo del arte, esa especie de cadena alimenticia, con contados nombres, había dejado fuera a la mayoría de los artistas que, por muchas razones (desigualdad, economía, geografía, estatus social, etc.), deambulaban en la periferia sin acceso a los grandes centros artísticos. A todos ellos se les consideró minoría, pero conforme el mercado del arte ascendió a unos cuantos al Olimpo, el discurso de esas minorías se volvió la incontable voz que reclamaba justicia. Esta postura imprimió, al menos momentáneamente, aire fresco al mundo del arte. Cuestionar y someter las jerarquías establecidas se convirtió en la cuota pendiente a pagar. Uno de los casos emblemáticos de esta nueva ola artística fue el inclasificable Jimmy Durham.
Nacido dentro de una comunidad cherokee, nómada eterno, ciudadano del mundo, aunque él mismo se presentaba como un vagabundo diletante, Durham entendió el arte no sólo como una pasión por los pueblos originarios, sino como la suma de todo aquello olvidado y no considerado por el mercado. Su lenguaje, lleno de belleza, ironía y consciencia constituye un rescate. No sólo de los materiales (piedras, vidrios, papel, fierros, artesanías), ajenos a los acostumbrados y que él contribuyó en mucho a exponer como parte de una nueva lectura, también a la cualidad que se teje de tiempo y poesía. Sus piezas son un canto a la fragilidad de los símbolos, al mismo tiempo que una crítica dirigida a los círculos de dominio, mestizaje, racismo, desigualdad y clasismo. Para Durham, el verdadero poder del artista es rescatar aquellos iconos que, sin pertenecer a Occidente, lograron imponer una forma de ver el arte. Llevar el no-arte a un espacio expositivo. Por eso su obra es punto de partida en el mainstream que llegaría a rendirse ante su propuesta. Representado por galerías de gran prestigio como Kurimanzutto, que considera su obra “fuera del lenguaje, la incertidumbre y la paradoja”, expuso en sitios emblemáticos como documenta 13 y la Bienal de Venecia.
Un rasgo significativo de Jimmy era su sentido del humor, espontáneo, impredecible, sarcástico con lo que denotaba una inteligencia sagaz. Pero su mayor virtud fue nunca tomarse en serio a pesar de que su trabajo era muy serio. Más allá de las premisas y de los mercados, se convirtió en un referente de pensamiento inagotable. Una honestidad y entrañable lectura de las diferentes capas de realidades exploradas, muchas de ellas memoria de sus incansables viajes, de su reclamo eterno por la falta de inclusión y de reconocimiento de los derechos de los nativos. Fueron muchas las disciplinas en las que incursionó (pintura, escultura, video performance); a pesar de que por mucho tiempo se le consideró artista “indígena”, su forma espontánea de crear lo volvió inclasificable. Durham es un referente para las nuevas generaciones artísticas, que se mantiene más allá de los quince minutos de fama, como diría Warhol, justo porque nunca ha estado en ese juego.
Las obras de Durham consisten en una especie de mecanismos con alma, máquinas y engranajes ajenos a cualquier tipo de moda, hechos con materiales ancestrales igual que precarios. Los rostros tallados que revelan una mirada humana como su Autorretrato, que es a la vez presencia sagrada, un amuleto y el diario íntimo que nos acerca a la tierra, a los rituales consagrados por el artista.
La Malinche, especie de guiñol, hecho de materiales de desperdicio (madera, algodón, piel de serpiente, acuarela, poliéster, metal), que la convierten en una imagen ambigua, burla a los estereotipos, al mismo tiempo que nos obliga a cuestionarnos sobre nuestro origen como nación. Esa especie de Monalisa o Pocahontas prehispánica pero muy posmoderna, que se compone de todo eso que la sociedad de consumo considera desecho. Ver a esa figura emblemática de nuestra historia sentada en un museo, impasible y enigmática nos deja con todo que pensar. La misma expresión del artista capaz de dejar caer una piedra gigante sobre un auto o abollar un refrigerador como acto de libertad pura.
Para su exposición Objets Works and Tourism en la Fundación Querini de Venecia, Durham se relacionó con los diferentes gremios, casi todos migrantes, que habitan y forman el comercio informal de Venecia. Carpinteros, vidrieros, talladores, camareros, le contaron sus historias que conformaron una especie de instalación, en la que una enorme multiplicidad de objetos formaba esculturas espontáneas llenas de belleza y al mismo tiempo inexplicables por sus componentes.
Una de sus críticas a la sociedad actual era su obsesión por el progreso. Y en sus exhibiciones hizo siempre una tabla rasa de los temas pendientes y con los que tenemos una deuda inaplazable. Por ello, la delgada línea entre activismo y arte, lo vuelve un confrontador permanente para las buenas y malas conciencias. Un artista a contrapelo del discurso contemporáneo, ese de lo políticamente correcto, pero que termina por ser tibio. Durham se mantuvo siempre con ese carácter afable y lejano a los egos acostumbrados al mismo tiempo que fue capaz de burlarse y ser sarcástico. Su sonrisa aguda y su mirada profunda, escudriñadora, lo llevaron a ser el autor de su propio movimiento artístico. Una dinámica indistinta que permitió reivindicar el pasado con poesía, colocar lo verdaderamente importante como tema actual y abrir nuevas puertas hacia el futuro. Durham nos dejó un sistema amplio, lleno de capas de belleza, sublime pero inteligente y sólido, una polifonía que resonará por siempre en la mente de todos los que pudimos escuchar sus ideas, admirar y aprender de sus obras.
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