Melvin Cantarell Gamboa
23/11/2021 - 12:05 am
Una vida soberana
Alejandro rey de hombres, rey político se presenta con su corte, su ejército, generales, oficiales, funcionarios, guardaespaldas y aliados; usa una armadura, trae un escudo y porta una espada.
Una vida soberana sólo puede alcanzarse cuando optamos por la libertad; se logra cuando se es capaz de desterrar el conformismo y decir no a la gloria mundana y al reino de las dependencias; cuando el individuo se inclina por una vida sencilla, simple, sobrepuesta a las pasiones, donde no hay alabanzas, reproches o entusiasmos entonces se crea la posibilidad de autoconstruirse como ser autónomo e independiente.
El saber que nos acerca a este modo de vida, al margen de los discursos teóricos, sistemáticos o críticos de la filosofía y las morales en curso es, sin lugar a duda, el antiguo cinismo griego, que hizo del cuerpo la medida de lo real, fundamento de la razón y el lugar de la necesidad lógica; representa el único recurso del que podemos echar mano si deseamos encontrar una respuesta atingente a la frivolidad y superficialidad del sujeto de la hipermodernidad.
No aprendemos a vivir cuando meditamos sobre los grandes conceptos del “alma” y las ideas puras, como creyeron Sócrates y Platón; lo hacemos cuando ejercitamos de manera conjunta subjetividad y cuerpo. El cuerpo puede desarrollar recursos que den soltura para acciones valerosas que resultarían imperfectas sin la presencia de una voluntad que afirme fortaleza del alma; es decir, en el terreno material de las confluencias corporales, existenciales e históricas de las que Diógenes de Sinope fue un héroe, pueden conseguirse logros interiores que rompan y destruyan las tablas de valores y los mitos de la actual civilización.
Pero ¿qué define al cinismo antiguo (Peter Sloterdijk lo llama quinismo para distinguirlo del cinismo burgués contemporáneo)? Escribe Epicteto en sus Máximas (De la filosofía y los filósofos, 22) “Un discípulo mío se sentía inclinado hacia la filosofía cínica, me preguntó qué hacer para llegar a serlo. Le contesté: cualquier hombre que emprenda una cosa tan superior…será tan loco como aquel que entrase a una casa sin consentimiento de sus amos… Sabe que el filósofo cínico es un hombre lleno de pudor y que su vida está expuesta de continuo a la vista de los demás, pues nada hace que no sea decente; que los verdaderos cínicos son enviados de los dioses para que reformen a los hombres y para que les enseñen con su ejemplo como desnudos, sin bienes, sin otro techo que el cielo ni más cama que la tierra, se puede vivir feliz; elegidos que tratan a los viciosos, por encumbrados que sean, como esclavos; hombres que maltratados y apaleados, aman y bendicen a quienes los apalean; que miran a los demás hombres como si fueran hijos suyos, que los soportan, juegan con ellos, los amonestan con bondad y ternura, como hacen los padres, como hacen los hermanos y como hacen los ministros de los dioses; hombres, en fin, a quienes, y a pesar de su humildísima condición, príncipes y reyes no pueden menos que tratar con respeto. Así y tal como te describo es como Alejandro Magno vio a Diógenes”. Refiere Diógenes Laercio en su Vida de los filósofos más ilustres (hay varias ediciones), que cuando ambos se encontraron por primera vez en Corinto, Alejandro dijo, “si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes”. El gran rey sabía que el sabio cínico no era libre a medias, era emancipado, independiente y dichoso porque su soberanía no necesita ni depende de nadie; se basta a sí mismo, de ahí que su soberanía fuese inerradicable e imposible de derribar; al no tener defectos ni vicios ya ha triunfado sobre sus enemigos más peligrosos (los vicios) y al ejercer sobre su persona un reinado de abnegación es capaz de disfrutar de un máximo de placer con un mínimo de medios.
Dión Crisóstomo (Dión de Prusa) en su texto “Los cínicos griegos”, (citado por Michel Foucault. El coraje de la verdad. FCE. 2010), narra un mítico encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes de Sinope. Alejandro, un rey todopoderoso, decide ir a ver a Diógenes, quien a su juicio es el único capaz de rivalizar con él; la desigualdad entre ambos es absoluta pues Alejandro se encuentra en toda su gloria y Diógenes vive en un miserable tonel. La confrontación se desplegará con el fin de demostrar quién es el verdadero rey, quién lleva una vida soberana, emancipada y libre.
Alejandro rey de hombres, rey político se presenta con su corte, su ejército, generales, oficiales, funcionarios, guardaespaldas y aliados; usa una armadura, trae un escudo y porta una espada. Diógenes, en cambio, carece de abrigo, duerme en el suelo, sin casa, sin patria, ni mujer e hijos; tiene como únicas posesiones la tierra entera (es el primero que se dijo ser ciudadano del mundo), el cielo y un viejo manto. Este hombre quien, criticó la pequeña mediocridad de Sócrates por poseer una casa, mujer e hijos y hasta unas “coquetas pantuflas”, asume su pobreza de manera voluntaria e invita al dominio radical de uno mismo, cuando le preguntaron, ¿qué cosa es miserable en esta vida?, respondió: “ser viejo y pobre” (Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos más ilustres. Hay varias ediciones); no era, pues, indiferente a la pobreza, invitaba a vivirla con sabiduría, ausente de pena, serenamente, con imperturbabilidad y paz para poder disfrutar con alegría de los placeres sutiles a los que se accede a través de emociones autoconstruidas y que son parte de la existencia misma. Hay placeres que alienan y otros que liberan, estos últimos suponen, de acuerdo con el sabio, un trabajo sobre sí mismo, una conducta efectiva derivada de la cotidianidad y el ejercicio de un arte de vivir de manera diferente, centrado en el cuidado de sí, la construcción de sí y una vida emancipada, independiente, libre y soberana.
La condición humana de ambos contendientes, pues, marcaba su abismal diferencia. Alejandro debía la monarquía a sus padres, las armas, soldados y oficiales y la mantenía gracias a la colaboración de todos los que le rodeaban; sin embargo, su situación era precaria, pues sus seguidores, en el fondo de sus corazones, desean ocupar su lugar; de ahí la fragilidad de su persona y de su posición ante las desventuras y vuelcos de la fortuna.
Alejandro dice a Diógenes, según Dión Crisóstomo: “Cuando yo sea no sólo el rey de los griegos, puesto que ya lo soy, sino también rey de los medos y los persas, a quienes haya derrotado en los hechos, ¿no seré en ese momento plena y completamente rey? Diógenes responde: ¡Qué dices¡, habrás vencido a los griegos, habrás vencido a los medos, habrás vencido a los persas, pero ¿habrás vencido a los verdaderos enemigos que se te oponen? Y esos enemigos son los enemigos interiores, tus defectos y tus vicios” (ibid.). Efectivamente, el sabio no tiene ni defectos ni vicios. El rey de la Tierra, el rey de los hombres, bien puede combatir a todos sus enemigos, bien puede vencerlos uno tras otro, pero siempre le restará librar ese combate, el primero y el último, el fundamental, el que permite la plena soberanía: la batalla emancipadora que se libra contra uno mismo.
La superioridad del quínico sobre el monarca (y sobre cualquier político) se pone de manifiesto en las formas del discurso; el discurso político en general tiene por objeto consolidar el poder del gobernante, así como delimitar las relaciones entre el Gobierno y los otros con la finalidad de imponer una autoridad a los impotentes, los sometidos, a las masas, a quienes se considera incapaces de pensar por sí mismas; se trata de una prédica de dominación carente de franqueza y veracidad; lo que se dice se acomoda a un discurso de carácter persuasivo, retórico que se identifica con una técnica y un arte en el que se confunde lo verdadero con lo falso. Una práctica política que no guarda relación entre quien habla y lo que dice; el retórico es capaz de decir otra cosa de lo que piensa y decirlo de tal manera que lo que dice no es lo que cree ni lo que sabe; el monarca no acepta ni puede aceptar la verdad, pues sólo hace y quiere hacer lo que plazca a sus intereses.
La verdad del cínico griego es, en contrario, una virtud que debe construirse si se desea una relación armoniosa consigo mismo y con los otros, ya que no es posible ocuparse de sí sin cuidar la relación con otro, pues siempre tenemos que dirigirnos y hablar con él; en consecuencia, lo deseable es hacerlo de forma franca. De esta manera, el cínico está obligado a hacer coincidir su ser y su hacer, a practicar un modo vigoroso de decir la verdad articulado a su estilo de vida sin mediación doctrinal ninguna, sin vergüenza y con osadía, hasta ser insolente.
Esto es posible porque la vida cínica no esconde nada, es solar, abierta, sin secretos ni segundas intenciones y se vive sin simulaciones y, en lo que respecta a su supervivencia, no necesita nada que no fuera necesario; tiene la cualidad de permitir distinguir entre el bien y el mal, entre los amigos y los enemigos, los amos y los otros porque lo que encarna su comportamiento vital está protegido de la demagogia, la retórica política y de la hipocresía.
El cínico vive en la virtud sin el terror de los idealismos abstractos que ofrecen una felicidad en el más allá, en la trascendencia, cuyo ejemplo paradigmático es la filosofía esquizoide de Platón, un pensador que encontró su lugar en una cultura estúpida como la Occidental dominada por ideales que han convertido las mentiras y las medias verdades en formas de vida, al grado que Alfred North White llegó a afirmar que la filosofía europea consiste en una serie de notas a pie de página de la obra de Platón.
De ahí, que el cinismo de Diógenes produzca escándalo entre el señorío de los filósofos idealistas porque es un rotundo ¡no! a la conducta moral propuesta por Platón, Epicteto, Seneca, Kant, el cristianismo y todos los trascendentalismos, porque invita a vivir sin culpa, sin pecado, no se ruboriza ni oculta nada, por el contrario, propone una vida completamente visible expuesta a la mirada de los otros. El académico diálogo de los filósofos idealistas, en cambio, siempre podrá entrar en componendas con políticos, sofistas y retóricos y chocará con el invicto Diógenes, como gran maestro que es en la argumentación inmanente, materialista y dialéctica. En su momento Platón intentó difamar al quínico por serle incómodo y testarudo, lo calificó de “Sócrates enfurecido”, pero su intento de aniquilarlo es hoy el reconocimiento más grande que Diógenes de Sinope ha recibido.
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