Jaime García Chávez
22/11/2021 - 12:03 am
Susan Sontag
"La vida de Sontag que percibo en la obra de Benjamin Moser es tan vasta y tan fecunda que hace difícil una reseña breve, más cuando lo que se pretende –confieso que fracasé en el intento– es un texto ágil y sencillo para recomendar no sólo una biografía, sino la lectura de una gran obra, viva y fuerte como el torrente de un manantial que no admite dique alguno".
Para Nacho Guerrero,
con el deseo que me tome una foto con los ojos abiertos.
“Los intelectuales modernos se reconocen por su empeño en permanecer al margen, por su renuencia a ser moralmente útiles a la comunidad, por su inclinación a presentarse no como críticos sociales sino como profetas, aventureros espirituales y parias de la sociedad”.
—Susan Sontag, de su trabajo sobre Antonin Artaud, el francés que vino a Chihuahua para hablarnos de los rarámuri.
En estos días cargados de tedio he leído algunas biografías. Son tres las que han llamado mi atención. Unas son –las recientes– de Carlos Marx, y la otra de Susan Sontag. A cada una dedicaré una modesta reseña, principiando por esta última, que es tan documentada e intensa que me ha dejado una profunda huella, no sólo intelectual e informativa, sino espiritual, por estar presente esa vida prácticamente en el ciclo de las últimas seis o siete décadas –mi tiempo– de la sociedad contemporánea en la que vivió y sufrió a profundidad en varias partes del mundo, centralmente en Estados Unidos. Aludo a Sontag, de Benjamin Moser, escritor tejano galardonado de manera óptima, sobre todo por la recepción que ha tenido la obra entre varios notables de la crítica.
Por muchas causas, y más allá de las discrepancias que se tengan con ella, por las diversas afinidades electivas presentes en la Postguerra, gravitamos sobre las realidades e ideas presentes en la mente y la obra de la gran intelectual pública de Norteamérica.
La obra de la Sontag, que da la miga esencial a su biógrafo Moser, abarca un cúmulo de temas verdaderamente enorme, referido a problemas de la sociedad actual, que van expuestos desde muy diversos balcones: la estética, la metáfora, la revolución sexual, las patologías como el cáncer y el SIDA, la fotografía, el cuestionamiento a Sigmund Freud, la novela, el teatro, la intervención en conflictos bélicos como el de Vietnam, por el cual la arrestó la policía, la descomposición de la exYugoslavia comunista y la cruenta tragedia que se sintetiza en la ciudad de Sarajevo.
Son sólo una parte de un todo que se enhebra en una vida envuelta en la discrepancia sin diplomacias, el feminismo, la revitalización de la crítica, la sexualidad personal, los fuertes conflictos familiares, el consumo de drogas y alcohol, y el golpe que significa el padecimiento de un cáncer que remitió una vez para regresar y cegar su vida. En eso y mucho más está Susan Sontag.
Su nombre real fue Susan Rosenblatt, de familia judía norteamericana. Dejó el apellido de su padre y adoptó el de su padrastro. Contando con escasos diez años de edad mostró que le esperaba un futuro promisorio en el campo de las ideas y la cultura. Nacida en 1933, en buena parte de la segunda mitad del siglo XX y los primeros de esta centuria (murió en 2004) ocupó un lugar de primera fila en cuanta actividad tomaba entre sus manos; casi fue una coleccionista de patentes que le dieron enorme brillo, con obra traducida a otros idiomas, presente en las principales, influyentes y emblemáticas publicaciones que marcaban rumbos y abrían caminos que luego se ensayaban en otros países.
Fue de recia voluntad y talante muy fuerte –hasta insolente– mostrado con todo lo que no aceptaba, expresado en argumentos sólidamente armados y construidos. Contra un estilo muy arraigado, renunció a ser una outsider, lo que le abrió caminos para llegar al corazón mismo donde se hacían, en materia de ideas, las cosas más influyentes, las que marcaron hitos en una multiplicidad de disciplinas. Lejos de una vida bohemia, demostró que hay que trabajar un día sí y otro también, lejos de la gesticulación pedante de una intelectualidad engreída y alimentada de la fama efímera, que invita a dormir.
De ahí ese mantra que acuñó y que lo tomó por divisa: “Solamente me interesa la gente que se ha embarcado en un proyecto de transformación personal”. Muy joven conoció a Thomas Mann durante el exilio californiano de éste, que había huido del nazismo y de la guerra. El autor de La montaña mágica expresó entonces que esta “novela de iniciación trata de formular preguntas, no de ofrecer soluciones; eso sería una impertinencia”, lo cual la llevó a hablar a menudo de su capacidad de admirar y a percatarse de algo que siempre estuvo en sus afanes, “la brecha de credibilidad: (…) la distancia que separaba el lenguaje de la realidad” (p. 309), y lo más importante, el cómo se abrió ese reconocimiento expuesto en la obra Peregrinación, que la obligó a ser mejor en sus trabajos, quedándose siempre con la sensación de cortedad, que asuela a los grandes creadores del pensamiento.
Como puede advertirse, son muy pocos a los que se les presenta una oportunidad de ese calibre que la catapultó de por vida, sin encontrar barrera alguna en las dictaduras familiares, ya que vivió en conflicto permanente con su madre, que padeció los estragos de su alcoholismo. Se casó con David Rieff, padre de su único hijo, David, que con el tiempo se convirtió en su editor y con el que no llevó una vida sin conflicto. Con su marido, en la biografía de Moser, se narran notables peripecias. Por ejemplo, escribió la obra Freud, la muerte de un moralista, que apareció con la firma autoral de Rieff, aunque hay elementos que permiten atribuirla a Susan Sontag.
Toda una polémica al respecto ocupó a la crítica en este tema, al lado de los fuertes reclamos a Sigmund Freud, al que se le acusa de misoginia, cuya crítica nunca se ha quitado de encima. En Sontag se hace presente el tronco central de la cultura patriarcal en la contradicción sexo vs intelecto, que supone invívita en la “naturaleza humana”, concepto polémico con muchas raíces en el pensamiento occidental.
Pero ella ve esto y avanza en cuestionamientos: mientras que para los pacientes del psicoanálisis masculino se busca desarrollar sus capacidades sexuales y de otra índole, en las féminas la meta es la resignación a “aceptar su sexualidad”. Me inclino a pensar, a la luz de la biografía, que Sontag, al menos, hizo la parte fundamental de la obra que luego ostentó como propia su esposo. Y es así porque Rieff, después, se negó a dirigir tesis de mujeres por el simple hecho de ser mujeres, y su consideración de los homosexuales como “repugnantes”. Es inevitable esta cita del consorte: “La bisexualidad es una perversión y una rebelión tan poderosa contra la realidad y las verdades que la sostienen como la homosexualidad, pues el amor en el ámbito sexual debe darse entre sexos opuestos por ser verdaderos” (p. 135).
Desde la etapa temprana de su matrimonio, Sontag tuvo conciencia no sólo del problema profundo señalado, sino que también afectó su vida personal, como expone Moser, pues fracasó en todas sus relaciones al no abandonar la visión de Freud respecto de la “concepción sádica del coito”, como inalcanzable le resultó un “amor purgado de la influencia parental” (p. 136).
A final de cuentas entendió las relaciones como las que se establecen entre el amo y el esclavo. Ella dijo: “He obtenido más satisfacción como esclava; me he sentido más arropada. Pero, seamos amos o esclavos, nunca somos libres” (p. 137). Ya podemos imaginar de esa premisa las conclusiones que derivaron de sus relaciones sentimentales con la dramaturga cubana Maria Irene Fernés, o la fotógrafa Annie Leibovitz, que la acompañó hasta su muerte.
Evidentemente que estas palabras de 1964 son absolutamente polémicas, pero expresan una especie de colofón de cuando era esposa y madre de un hijo con el cual tenía una tensa e inseparable relación, al mismo tiempo que otras de corte lésbico.
Veamos para otros lados. Lectora desde sus primeros años de vida, espigó a Víctor Hugo de Los Miserables y la estremeció el capítulo donde se narra que Fantine, la prostituta y madre santa, tiene que vender su pelo, lo que lleva a Sontag a una conversión socialista, aunque no por supuesto de corte totalitario y policíaco, del tipo que estaban en boga en el siglo XX. Así, trabó relación con los oprimidos, y en su condición de judía sabía lo que se jugaba en la guerra. Pero no me detendré más en este aspecto.
La reflexión sobre la metáfora es fundamental. En esto, Thomas Mann tiene un influencia indiscutible para entender y polemizar sobre “la distancia entre el mundo de las sombras de las imágenes y la realidad más imperfecta” (p. 79). Un tema en el que se escuchan los pertinaces ecos de Platón. Sontag se convierte con su libro Sobre la fotografía en una autora esencial. A decir de Moser, dicho texto “busca iniciar una conversación, no zanjarla”. Por eso es una gran obra, en la que la crítica de Sontag como tal brilla con luz propia y crea escuela. Dotó a los fotógrafos de preguntas pertinentes: “Por qué hacen lo que hacen, y para quién lo hacen, y qué más da que lo hagan o no”. Si alguien les proporcionó el léxico para este interrogatorio personal, fue Susan Sontag, como lo afirma Noal Asherson, citado por el biógrafo.
Es aquí donde se da una colisión expresada en desconfianza “hacia las inevitables distorsiones de la metáfora y la representación (p. 359). Hay recelo hacia los fotógrafos (…), meras representaciones de la verdad”. Son problemas que la fotografía arrastra desde las primeras críticas, como las de Baudelaire, por ejemplo, que la vio como “empobrecimiento del gremio artístico” (Obras, Ed. Aguilar. p. 553). Pienso que al final son las primicias de una crítica que causaba extrañeza con el manejo y la utilización de las imágenes. Por eso no está de más señalar que a la cámara, aun ahora, se le considera un instrumento de agresión. Al final, las preguntas tienen como destinataria la representación del cuerpo humano, y ahí, “la imagen, ha triunfado sobre la realidad” (p. 700).
Lo que está en el fondo, y el biógrafo Moser no duda en decirlo, es una especie de misterio cabalístico, porque la lente, a un mismo tiempo, altera la realidad a la vez que la crea. Aquí se llega a la ecuación fotografía=metáfora.
Esta obra de Sontag despertó sentimientos y reacciones encontradas, y eso le inyectó vigor, casi fundacional, en la materia. Más cuando entronca con el complejo problema de la metáfora que altera, pero revela, tal y como se observó en la obra de la fotógrafa Diane Arbust bajo la mirada de un Hegel siempre influyente, siempre complejo. Hay una dialéctica entre las fotografías que son imágenes “espantosas” (las del Holocausto, por ejemplo) que abruman y adormecen, pero también despiertan, y ambos polos quedan bajo la mirada de Sontag.
La obra escindió, trazó deslindes y repercute hasta ahora, como lo demuestra la biografía que comento, distinguida con el Premio Pulitzer. En este tema de la fotografía fue vital la relación amorosa que Sontag trabó con Annie Leibovitz, una artista y profesional de rotundo éxito. Veinte años después de publicada Sobre la fotografía y en el viaje crucial a la Bosnia asediada, Sontag ya no tuvo a la fotografía como una simple no intervención. Concluyó que podría ser un “acto de amor y sacrificio personal, una intervención política directa, una sacudida en vez de una anestesia” (p. 370).
Aquí otro salto. En la comprensión de la homosexualidad que siempre acompañó la vida de Sontag, influyó la lectura y crítica de una novelista fundamental del siglo XX: Djuna Barnes y su El bosque de la noche, que la biografía le asoció a Sade en lugar del decadentimso de fines del siglo XIX, que permite observar cómo se ve a los judíos: impostores, asexuales, inauténticos. Además, es plenamente consciente, en Chicago, de la revolución sexual, tema que al final rehuyó por considerarla una cuestión eminentemente estética (p. 203). Las descripciones que ahora hace de la homosexualidad tienen con la desmesura y lo camp toda un trama de la intelectualidad a la hora de despuntar la segunda mitad del siglo XX.
Sontag, abordó también el tema del Sida (“la enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara” (p. 473)), que la tomó en la contemporaneidad de esta terrible enfermedad que tanto impactó a la vida social, creando estereotipos que fueron plataforma para la discriminación de índole sexual, racista y al final también por la condición económica en la que se ubicaban los pacientes. Ella lo dijo así: “Actitudes sociales sobre la enfermedad que suelen ser más dañinas que la enfermedad”. Antes del SIDA, ella vio este fenómeno asociado al cáncer, que se le consideró como una enfermedad que ponía bajo sospecha y desprecio a quienes la padecían, algo parecido a la lepra de la que muchas escenas bíblicas dan cuenta.
Al calor de esto y tras un credo quizás personal, pero no por ello ajeno a millones de personas que siguen su huella, afirmó que “no hay Dios personal, o vida después de la muerte”, que “lo deseable es la libertad y la honradez y la única diferencia entre los humanos la marcaría la inteligencia, y los criterios de acción vistos como la felicidad o la infelicidad”, lo que nos habla de una épica de fines asociada al eudemonismo, quizás enraizado en la tradición de la filosofía clásica griega, pero con todos los agregados que llegaron hasta su momento, pasando por Hume y Kant. En este credo también se incluye una idea del Estado, y aunque a mi juicio no aborda el tema de la democracia norteamericana en la que vivió gran parte de su vida, los reproches a la misma de todas formas están más que a la vista, como se aprecia en las obras En América o Ante el dolor de los demás, su última obra publicada en vida.
Durante la juventud de mi generación –hablo de los 60 y 70 del siglo pasado– era común escuchar muchas veces como simple moda que existía lo camp. En lo personal, me movía en otro medio intelectual ligado al marxismo, desligado de los manuales soviéticos, pero no dejaba de advertir que detrás del concepto había una propuesta estética para una nueva sensibilidad y lo camp era eso, una sensibilidad, como bien lo plantea el autor de la biografía para disociarlo de una simple idea, camino por el cual se llega a un esteticismo, no tanto en la belleza sino en el artificio y la estilización, el happening, “espectáculos efímeros, por tanto, no comerciales” (p.190); la pornografía como estetización de una “vida real” (p. 305); el amor a lo exagerado, la extravagancia, la desmesura, el privilegio del estilo sobre el contenido.
Atrás quedaban los tiempos solemnes y ahora se proponía lo lúdico, subrayando que nadie tiene sobre la sensibilidad por la cultura monopolio alguno. Así se cuestionó el buen gusto del mal gusto, como patrón para definir un refinamiento hipócrita, simulador e ignorante. Ahora se hablaba de arribar a un eudonismo audaz que además ayudaba a la buena digestión.
No cabe duda que a partir de Sontag se dejó en el pasado un viejo papel paradigmático jugado por los intelectuales del tipo de Émile Zolá para valorar la importancia del intelectual público que tanto contribuyó a la revitalización del rol de la crítica, particularmente en el campo de las artes.
Ese intelectual en el que se convirtió ella misma, giró para el ejercicio de la crítica y llevó a muchos a una oposición a la guerra de Vietnam, a ver a Cuba como una promesa y nada más, valorar al comunismo real con no pocas precariedades, abordar el feminismo (para ella “ser conocida como feminista, no digamos ya como lesbiana, la habría empujado a un rincón” (p. 408)) como un compromiso, borrar la discriminación por patología y ver la guerra de los Balcanes como una agresión de grandes dimensiones, emblematizadas en la biblioteca de Sarajevo y su gran acervo convertido en cenizas, o “mariposas negras”, que así volaban por el aire las que fueron páginas de importantes códices, pergaminos, papiros, algunos irrecuperables ahora. El teatro que llevó a Sarajevo fue “el mundo de apestados que Artaud invoca como verdadero tema de la dramaturgia moderna” (pp. 583-584).
Cuando Sontag se trasladó a Sarajevo, la capital de Bosnia, llevó al tablado las obras de Milan Kundera y de Samuel Beckett y su teatro del absurdo. Montó Esperando a Godot y contribuyó a darle notoriedad a las demenciales e injustas políticas de agresión que se llevaron a la región de los Balcanes al momento en que el comunismo soviético fenecía. Pero no por eso dejaba de ser la fuente generadora de un intervencionismo que ya no distinguía ninguna guerra convencional, destruía y mataba por igual a militares y población civil. Los Balcanes demostraron que muchas de las prácticas del comunismo y el nazismo seguían vivas, que ese mal tan acendrado tenía raíces que fácilmente podrían reverdecer. Y la Sontag, con su presencia y el despliegue de sus iniciativas culturales, en el escenario mismo de la guerra, las puso de relieve para un gran conocimiento mundial.
La vida de Sontag que percibo en la obra de Benjamin Moser es tan vasta y tan fecunda que hace difícil una reseña breve, más cuando lo que se pretende –confieso que fracasé en el intento– es un texto ágil y sencillo para recomendar no sólo una biografía, sino la lectura de una gran obra, viva y fuerte como el torrente de un manantial que no admite dique alguno.
Moser ya logró que se reflexione sobre esta autora fundamental, aparentemente abandonada en lo que va del Siglo XXI; pero sería omiso si no reseñara, insistiendo, al menos, en lo que escribió en torno a la fotografía, los intelectuales y esa “revolución de la forma de sentir y de ver la metáfora”.
Su libro sobre la fotografía fue precedido por un artículo anunciador de lo que se veía a principios de los años 70 del siglo pasado sobre las revoluciones en las formas de sentir y ver, que en el ámbito de la filosofía venían germinando y desarrollando como cambios de época. Sobre la fotografía, no cabe duda, como lo demuestra el biógrafo, creó e hizo escuela; fue un gran libro, a mi juicio, por lo que apunta el mismo Moser, por ser una especie de experiencia decisiva, y “buscaba iniciar una conversación, no zanjarla”. O para decirlo con mayor contundencia, libro iniciático y además sin la carga religiosa que se asocia a esta palabra.
Se le consideró un libro de naturaleza casi bíblica y se refiere a los temas que problematizan a la metáfora y a la representación misma. De inmediato se le catalogó de “paciente de la enfermedad de la iconofobia” por no dudar en considerar a las cámaras como “armas depredadoras” y calificar a los fotógrafos de “mirones”, “voyeurs” y hasta “psicópatas”, pues la premisa era clara: “hay una agresión implícita en todos los usos de la cámara”.
Gran precisión encontramos en el capítulo que Moser dedica a ese tema, tanto por las influencias que recibió como por las conexiones que trabó, en particular con una destacada en este ámbito como lo fue Annie Leibovitz. Un aspecto extraordinario de esta obra tan influyente es la ausencia de una conclusión final. Termina, en cambio, con un apéndice de citas y con el distintivo de que más que una hermenéutica necesitamos una erótica, como afirmó en Contra la interpretación (p. 274), cosas que si bien fueron dichas de un libro sobre Leibovitz, en realidad también le atañen a la Sontag.
Los restos de Susan Sontag descansan en el cementerio parisino de Montparnasse “con su familia ideal”: Cioran, Barthes y Beckett. Su funeral no fue un happening y tuvo poca asistencia, lluvia y desanimo. Así cerró el ciclo de vida “no una mujer, sino la mujer” (p.609).
Tengo para mí que harta razón tuvo en esa circunstancia el que dijo: “Si de Susan Sontag dependiera, una multitud habría arrojado flores a su paso”. Años pasan y está tan viva como lo demuestra Moser, aunque -por algo será- Obama no la mencione ni una sola vez en las mil páginas de Una tierra prometida.
Lean a Sontag, asómense a esta gran biografía. Descubran por sí mismos, si acaso es cierto, verdad, que la traba principal de todo es la vulgaridad del corazón humano. ¿Será?
19 noviembre de 2021
Moser, Benjamin. Sontag, vida y obra. Traducción del inglés, Rita Da Costa. Editorial Anagrama, primera edición, 2020, Barcelona.
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