Óscar de la Borbolla
01/11/2021 - 12:04 am
La inagotable muerte
"La muerte pone de manifiesto la reverenda ridiculez de la fama, del renombre y no solo, sino también, la insignificancia absoluta de las cosas que poseemos, de las que hemos hecho, de lo que hemos alcanzado".
El tema de la muerte ha ocupado mi vida. Por querer entenderla estudié filosofía, en todos mis libros aparece acometida desde algún ángulo y hasta en esta columna la he pensado y repensado incontables veces. Hoy quisiera, no obstante —dado que es Día de Muertos— desovillar un hilo más de la madeja de lo que se relaciona con la muerte: el aprecio que tenemos por las cosas, la estima que les tributamos o, en suma, con lo que se llama "valor", pues estoy convencido de que por olvidarnos de la muerte vivimos en un mundo sobrevalorado.
Sobrevaloramos nuestros odios y nuestros amores; sobreestimamos nuestras pertenencias, lo mismo las materiales que aquellas a las que rimbombantemente llamamos "nuestra obra", y no se diga a nuestros hijos. Nuestros seres queridos ocupan el primerísimo plano en nuestra jerarquía de valores: son lo más importante, y puede ser que no esté mal, pues al fin y al cabo, son los nuestros.
Sin embargo, también hay cosas a las que damos una importancia inmerecida y, en ocasiones, las colocamos incluso por encima de lo nuestro y, peor aún, primero que nosotros mismos. Me refiero, por ejemplo, al celo que ponemos por mantener en alto la imagen que los demás tienen de nosotros, eso que suele llamarse renombre o prestigio: honestamente, ¿qué importancia puede tener lo que un montón de desconocidos piensen de nosotros? Si observamos de uno en uno a los demás, descubrimos con harta frecuencia que ninguno vale la pena o que valen a lo más lo que nosotros y, sin embargo, hay ocasiones en que se vive pendiente del "qué dirán", y no me importa si el "qué dirán" es lo que dicen los vecinos o esa masa informe y anónima que conforma "al público" o, como lo llaman: "el respetable". Sí uno por uno no merece la pena, ¿por qué habrían de merecerla todos juntos?
Mantener el prestigio, esforzarse por lograr una determinada posición en la estima de los demás, arranca de un supuesto que, encima de todo, es infundado: que los demás viven atentos a nuestra existencia, cuando, la verdad, ni siquiera se percatan de que estamos. Esta vanidad se ha hace trizas cuando la muerte cae cerca de nosotros, cuando fallece alguien a quien queremos. La muerte pone de manifiesto la reverenda ridiculez de la fama, del renombre y no solo, sino también, la insignificancia absoluta de las cosas que poseemos, de las que hemos hecho, de lo que hemos alcanzado. Nada vale nada ante la lección de finitud que nos da la muerte.
Porque la muerte es la gran maestra que enseña el verdadero valor de cada cosa, pues por mucho que apreciemos lo nuestro, sea material o intangible, sean objetos costosos o personas entrañables, nos hace comprender que quien realmente no posee ningún valor es uno mismo: uno es tan frágil, tan mortal como el que acaba de partir. Solo cuando se está de duelo uno sabe lo que realmente vale todo lo que existe. En la desazón del duelo uno pone en su lugar a cada objeto, a cada persona, a cada ilusión, a cada ideal, a cada culpa, a cada logro y ese lugar es el lugar más ínfimo.
Se trata, obviamente de una experiencia límite, pues esa claridad —afortunadamente— dura muy poco. Son escasos los instantes de lucidez extrema que todos tenemos a lo largo de sus vidas. Son instantes que no se pueden prolongar, pues, casi en seguida regresa la locura de la que hablaba Erasmo en su Elogio y se reinstalan las jerarquías, las cosas recobran su antigua importancia y uno se pone su mejor atuendo para volver al mundo, para seguir adelante. Recuperamos la tranquilidad cuando la muerte la convertimos en cosa, la cosificamos: la extrema conciencia se trueca en una calaverita de azúcar, en un globo inflable, en un altar con ofrendas, en una disfraz de halloween o en un desfile de carros alegóricos y muñecos gigantes donde la muerte no está, pues ha sido reemplazada por algo mucho más digerible: un ritual donde podemos competir viendo quien adorna mejor su rostro, su casa o su mesa. La desaparición de la conciencia hace reaparecer la dimensión banal del "qué dirán".
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