Jorge Alberto Gudiño Hernández
16/10/2021 - 12:00 am
Las trampas de la elocuencia
A todos nos ha tocado discutir con elocuentes.
Uno de los problemas menos evidentes de las discusiones es que hacen parecer al ganador de las mismas como quien tiene razón. Puede sonar absurdo pero no es así. Muchos hemos asistido a discusiones donde el que gana no era quien llevaba la razón. Esto puede suceder por diferentes circunstancias.
Quizá la más común sea la que se relaciona con el poder. De poco vale tener los argumentos si el adversario es quien decide desde un nivel de autoridad superior al nuestro. Desde el niño que discute con la maestra y se ve sometido por toda la estructura escolar hasta el cliente que discute con el banco y debe resignarse pues, pese a tener razón, quien debe picar el botón adecuado en la computadora se niega a hacerlo.
La elocuencia suele ser otra de las causas por las que se gana o se pierde una discusión al margen de la posible existencia de una verdad dura. En “La séptima función del lenguaje”, Laurent Binet plantea la existencia de un club de “discutidores”. Cuando dos de ellos se enfrentan, se les asigna un tema aleatorio. Después, se definen las dos posturas contrarias y se sortean. No se busca, claramente, ver quién tiene razón sino quién es capaz de argumentar mejor. Por cierto, al perdedor se le amputa un dedo. Sin ir más lejos, algo similar sucede en muchos juicios. Los abogados intentan convencer con argumentos de la inocencia de su cliente o la culpabilidad del contrario (aunque, claro, en ese campo particular existen las pruebas que suelen tener tanto o más peso que los argumentos).
A todos nos ha tocado discutir con elocuentes. Bien vistos, también ejercen alguna forma de poder: seducen, intimidan, hacen trampas argumentativas o verbales, le dan la vuelta a los asuntos espinosos, se desvían de lo importante o utilizan su arsenal retórico para confundir. Son muchos los recursos que se pueden utilizar. Desde romper con la lógica a partir de falacias hasta dar un golpe en la mesa y hablar con mayor seguridad.
Cuando no se trata de una partida novelesca ni de un juicio donde las pruebas pueden apabullar a los engaños, estos embaucadores profesionales pueden provocar mucho daño aunque también, sobra decirlo, hay casos en que resultan inofensivos (recuerdo un niño pequeño que soltaba extensas argumentaciones para cambiar las reglas del futbol a su conveniencia). Traigo esto a colación porque me resulta casi inverosímil que López-Gatell siga insistiendo en lo cuestionable que resulta el uso del cubrebocas cuando en el país se acumulan casi 600,000 muertos por la pandemia (me refiero a la cifra que corresponde al exceso de mortalidad).
El señor es elocuente, sin duda, y se puede hacer un catálogo de todas las trampas retóricas y argumentativas que ha utilizado desde que asumió la vocería para informar sobre la pandemia. Hacer un listado resultaría demasiado extenso. La pregunta es por qué lo sigue haciendo. La respuesta es sencilla: por poder y por elocuencia. El problema es que se le olvida que, como en un juicio, las pruebas existen y, en este caso, abundan. Lo malo es que sigue habiendo quien le aplaude y eso, en términos crueles, termina convirtiéndose en algún muerto más. Aquél que, convencido por la elocuencia, el carisma y el puesto del señor, decide no ponerse cubrebocas.
Ignoro las razones de la estrategia y de sus decires en contra del uso de los barbijos. No quiero suponer porque eso me aproximaría a perversiones demasiado oscuras. Sé que no siempre se discute para ganar sino para aprender. A veces lo uno, en ocasiones lo otro. En este caso seguimos escuchando a un embaucador elocuente que, sin duda, nos ha hecho perder a todos. De nuevo, no hay forma de saber por qué.
Baste entonces una reflexión: en el caso de enfermarse de Covid y tener los recursos suficientes para elegir, asumo que serían muy pocos quienes prefirieran tratarse con López-Gatell en lugar de con uno de los muchos médicos que, desde sus consultas particulares, han analizado la pandemia y recomendado el uso de cubrebocas. Yo prefiero a un doctor congruente que uno en el que la elocuencia sea su mayor virtud.
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