María Rivera
29/09/2021 - 12:00 am
Septiembre patrio y verde olivo
La presencia de las fuerzas armadas se ha expandido a todos los campos posibles de lo que otrora era la vida civil.
Gasear mujeres feministas en marchas se ha vuelto común y reiterado bajo la actual administración en la CDMX, ya es su firma, digamos. El escenario: el zócalo, con Palacio Nacional de fondo, sumergido en una nube densa. No es la primera vez que la señora Jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, decide disolver marchas de mujeres de manera violenta, a través del uso de extintores y gases lacrimógenos, tácticas como el encapsulamiento, e intimidación. No es tampoco la primera vez que borra, desaparece, las pintas de mujeres de cuanto muro aparezcan, en un claro mensaje de desprecio a la causa feminista, como hizo en la Glorieta de Colón.
El escenario, sin embargo, apenas unas horas antes, la noche previa, lucía fastuoso y sin rastro de disidencia alguna, para la conmemoración de los 200 años de la consumación de la independencia, en una fiesta que el gobierno organizó y que no deja de resultar un acontecimiento que subraya, con crudeza, la gravedad de la militarización que el presidente López Obrador ha llevado a cabo en el país, el cambio de paradigmas incluso en las festividades patrias.
El festejo solemne, lleno de oropel, con representaciones de hombres a caballo, actores y proyecciones de episodios de la historia, convirtió al zócalo de la Ciudad de México en un teatro exclusivo, con múltiples funcionarios invitados, entre secretarios de estado, jefes militares, y personalidades de otros países. Nada más lejos de una fiesta popular, el magno evento de conmemoración: un zócalo ocupado solo por actores, abierto solo a invitados, un show para unos cuantos. Como en la fiesta del 15 de septiembre, no hubo tampoco gente. Parece que, en efecto, al presidente la pandemia le vino como anillo al dedo y ya le gustó tener el zócalo como su patio privado para representaciones en el que festeja, sin la necesidad de los ciudadanos, las fiestas patrias; como si los funcionarios fueran ya México, esa entelequia que no necesita ya del “pueblo”, sino de mera retórica y espectáculo. Un teatro, un show de luz y sonido, que no ofrece asientos salvo para la élite gobernante, un escenario solemne y edificante, donde solo festejan los poderosos, miran los fuegos artificiales desde los sillones que sacaron de Palacio Nacional. Una fiesta del gobierno para, literalmente, el gobierno. Un gobierno que decidió entregarle el festejo del Bicentenario de la Independencia, a las fuerzas armadas, increíblemente. Parecería muy normal, pero no lo es, o no lo era hasta antes de este sexenio.
No es difícil de comprender que esta fiesta les haya resultado muy significativa a los miembros del gobierno y que el presidente la tuiteé, emocionado: la foto es precisa y grotesca: él y su esposa sentados en primera fila, como reyes, satisfechos de la representación que los militares han montado para ellos, y sus invitados, cómo no. Digo, es extraño, mucho, mirar el zócalo convertido en escenario de una fiesta donde los únicos que festejan son los miembros del propio gobierno, es decir, la élite gobernante y las fuerzas armadas, fuera del desfile militar del 16 de septiembre. Fiestas fastuosas para unos cuantos y transmitidas por televisión. Qué satisfacción, qué sublime se despliega la historia patria para satisfacer el discurso del gobierno, su representación heroica. Heroica y solitaria, hay que decirlo. Una representación donde no hay público, que no es abierta a cualquiera. Fastuosa, decía, con hombres a caballo, guerreros indígenas, cañones, banda de guerra, orquesta sinfónica, carretas, todo menos austero. Imposible no ver el fondo despótico, el tono exaltado, la suplantación del pueblo por actores militares, en una representación dramática y conveniente; la idea de lo mexicano deseable, e ideal, que representa el pasado. Un relato que no precisa del presente, ni del pueblo, se basta a sí mismo con su heroicidad sublime y ramplona. No es difícil imaginar, por ello, a los funcionarios conmovidos hasta las lágrimas, o disfrutando del espectáculo como un espejo de sí mismos y de la gesta que creen estar construyendo, bajo la narrativa lopezobradorista, arrobados por un patriotismo exaltado creado por las fuerzas armadas.
Más que el relato nacionalista, lo auténticamente escandaloso y grotesco, es el papel central de los militares: el gobierno no echó mano de los cuerpos culturales, propiamente, salvo por un coro de niños, sino del ejército y la marina: como actores para la representación, como músicos para la orquesta, el coro, y el mariachi; y hasta para el número de baile folclórico, también integrado por militares. Pero no solamente, las fuerzas armadas también fueron erigidas en autoras mismas de la historia nacional, como escritores e intelectuales, de manera literal: se les encomendó a miembros de la defensa que escribieran el libro conmemorativo del festejo “2021 Quinientos años de la caída de México Tenochtitlán y doscientos años de la consumación de la Independencia de México”, que actores reconvertidos en soldados, entregaron en solemne momento a los invitados.
Tras ver la representación, no queda duda ninguna de la gravedad de la militarización. Si los invitados extranjeros no supieran que nuestro país es libre y democrático, les llamaría mucho la atención la preeminencia de las fuerzas armadas tanto en el discurso, como en las formas, al grado de haberse presentado ya, oficialmente, como actores artísticos y culturales, despareciendo la naturaleza civil del estado mexicano.
Como sabemos, la presencia de las fuerzas armadas se ha expandido a todos los campos posibles de lo que otrora era la vida civil. Lo grotesco y aberrante, es que, incluso, han tomado ya una presencia decisiva hasta en los relatos culturales. El festejo patrio es, pues, una metáfora muy inquietante por ominosa, querido lector: una representación, para una élite gubernamental, en un zócalo desierto, comandada y escenificada por militares.
Tal vez, el sexenio de López Obrador termine resumiéndose en el grito atroz y exaltado, de un mariachi esa noche, en la fastuosa fiesta nacional: “puro mariachi sedena”.
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