Jorge Alberto Gudiño Hernández
25/09/2021 - 12:05 am
Sobre el autor liminar
Sin entrar a pormenores ontológicos, lo cierto es que el yo que escribe no siempre es igual al yo que soy.
La idea me resultó atractiva desde que la leí en Umberto Eco. El autor liminar es aquél que está en el límite de la conciencia. Desde entonces, no he dejado de darle vueltas a la idea. Sin entrar a pormenores ontológicos, lo cierto es que el yo que escribe no siempre es igual al yo que soy. Eso pasa en casi todas nuestras actividades. Acaso el que soy es la suma de éstas pero no cada una de ellas, por separado, no configura la identidad. Más allá de estos recovecos argumentativos, la idea me gusta porque permite entender parte de los procesos de la creatividad.
Escribo mis novelas a mano, como parte de un ritual que me funciona. Aunque procuro escribir a diario, no siempre puedo. Sin embargo, cuando he avanzado algunas cuartillas, las transcribo. Es una forma de no salirme del tono de la novela, de su ritmo, de los elementos que debo tener presentes. Entonces, escribo a mano un poco, transcribo otro poco. A veces la diferencia es de días o sólo de unas cuantas horas. Tal vez por eso no ha pasado el tiempo necesario para interponer distancia entre las modalidades de mi conciencia. Sirve el método, en cambio, para limpiar el texto, para hacer una primera revisión aunque ésta es muy superficial. De hecho, me gusta pensar que esa escritura a mano y su primera transcripción son parte de un mismo proceso.
Es hasta que acabo el manuscrito que suspiro aliviado, quizá porque, casi de inmediato, transcribo esa última parte que estaba pendiente. Así, ya puedo hablar de un final. Sin embargo, eso está lejos de suceder. Es lugar común sostener que el trabajo de corrección es más arduo que el de la escritura. De entrada, porque la novela que imaginé siempre es mejor que la que escribí. Entonces debo enfrentarme a esa diferencia. Lo he hablado con muchos colegas y, en su mayoría, coinciden. La explicación es simple: la imaginación tiene límites mucho más distantes que nuestras capacidades. Cualquiera de nosotros puede imaginarse completando una jugada épica en un partido de futbol o venciendo a sus enemigos de forma gloriosa. Es claro que no cualquiera puede ejecutarlo como se lo imaginó.
Así pues, ha pasado el tiempo. Ese reposo tan necesario para alejarse del texto, para desprenderse. Uno termina volviendo porque debe corregir, porque quiere publicar, porque le ilusiona dar, ahora sí, por terminada esa novela con la que uno estuvo obsesionado tantos meses. Y es entonces cuando se topa con esa prosa que no es como uno la recordaba. Al menos, no del todo. El autor liminar, visto a la distancia, parece agazaparse entre las líneas. A todos nos ha pasado que, al leer algo escrito hace tiempo, soltamos la pregunta: “¿a poco yo escribí eso?”.
Más allá de la respuesta afirmativa es una parte que disfruto mucho del proceso de escritura. Es trabajo duro, sin duda, pero también es la posibilidad de encontrarme de frente con esa conciencia agazapada de mí mismo. A la que me gusta adjudicarle la autoría casi completa de lo escrito: ese yo que estaba dedicado de lleno a la novela mientras el otro yo que habita este mundo se ocupaba del súper, los niños y el trabajo. Los diálogos con uno mismo, con dos instancias de uno mismo, no suelen ser frecuentes, de ahí que valore tanto éstos. Sonrío cuando me encuentro con una frase que me gusta o con una solución venturosa para un problema de la trama. Sonrío, también, con cierta indulgencia, cuando me topo con vicios que he acarreado a lo largo de mi obra. Ni hablar, uno nunca termina por acostumbrarse a sí mismo.
Procuro, entonces, ese encuentro entre dos de mis yos. Me viene bien y lo disfruto. Evito, empero, a toda costa que este rencuentro se dé cuando los libros ya están publicados. No vaya a ser que los reproches pendientes terminen convertidos en rencor.
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