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Fiscal de los presidentes

ADELANTO | “Ahora soy Presidente de México”, le dijo Salinas. “La Quina” estaba preso

23/09/2021 - 10:00 pm

Javier Coello Trejo da cuenta en su libro El Fiscal de hierro (Planeta) de cómo en el Gobierno de Carlos Salinas encabezó la investigación que resultó en la detención de Joaquín Hernández Galicia, el otrora poderoso líder petrolero. 

Ciudad de México, 23 de septiembre (SinEmbargo).– “La Quina era uno de los hombres más poderosos del país y se había engallado desde el sexenio de Miguel de la Madrid, en cierto modo se le había subido a las barbas al Presidente. Era el cacique sindical con más poder; tenía comprados a diputados, senadores, presidentes municipales, autoridades locales, jueces, ministerios públicos, periodistas”, escribe Javier Coello Trejo en su libro El Fiscal de hierro (Planeta).

El exfiscal antinarco reseña en el capítulo “La Cruzada contra el narcotráfico” cómo en los primeros días de diciembre de 1988 fue convocado por el Presidente Carlos Salinas de Gortari, quien acababa de asumir el poder, en la residencia oficial de Los Pinos para tratar un asunto de suma relevancia: “Conversamos de distintos temas, más bien familiares, durante algunos minutos, y de pronto se detuvo, volteó a verme y me preguntó si conocía a Joaquín Hernández Galicia, el líder del sindicato petrolero, mejor conocido como La Quina”.

Coello Trejo describe cómo le relató al Presidente Salinas que hacía unos meses, estaba con su esposa en Cuernavaca y ambos vieron una entrevista que le hizo el periodista Guillermo Ochoa a La Quina. “Con todo respeto, señor Presidente, me cayó en los güevos ese cabrón; quién se cree que es con eso de ‘yo puedo pagar la deuda externa’”.

Luego de escuchar eso, relata Javier Coello Trejo, el Presidente sonrió y le dijo: “¡Investíguelo! Pero no puede decir ni una palabra, Coello, usted solo me da cuentas a mí”.

A partir de ese momento, el exfiscal describe cómo se integró un equipo especial para seguirle las pistas a la Quina, de quien refiere se “sentía que era intocable y llegó a creer que su poder, incluso estaba por encima del poder presidencial”.

“Desde que Miguel de la Madrid destapó a Salinas de Gortari como candidato a la presidencia de la República, La Quina lo criticó con dureza. Los políticos de la vieja guardia no vieron con buenos ojos a Salinas ni al grupo con el que llegaba: Camacho Solís, Aspe, Serra Puche; era una generación nueva que apenas cruzaba los cuarenta años de edad; muchos se habían educado en el extranjero, defendían el libre comercio y la globalización y ya desde entonces se les llamaba ‘neoliberales’”, escribe.

Y añade: “Durante la campaña electoral corrió el rumor de que La Quina había patrocinado un libro titulado: ¿Un asesino en Palacio?, donde se narraba que el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, siendo niño, había matado accidentalmente a una empleada doméstica con un rifle calibre 22, en la casa de su papá, el político Raúl Salinas Lozano”. 

No obstante, todo cambió una vez que Carlos Salinas de Gortari llegó a la Presidencia de México en diciembre de 1988, cuando luego de una investigación que encabezó Coello Trejo se determinó “que los hombres de La Quina estaban introduciendo armas a México y las llevaban a la casa del líder petrolero”.

“Seguimos la ruta, tomamos fotografías, reunimos suficiente información . De cada detalle le informé al presidente y le garanticé que teníamos todas las pruebas sobre el tráfico de armas”, describe en el texto en el cual se puntualizan cada una de las decesiones que se tomaron previo a que el líder petrolero fuera detenido en enero de 1989.

SinEmbargo reproduce a continuación un fragmento de El fiscal de hierro (Planeta) de Javier Coello Trejo, una cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México, en el cual se da cuenta de cómo el Gobierno de Salinas llevó a cabo una investigación que resultó en la detención de Joaquín Hernández Galicia.

Fotografía de portada: Cortesía Milenio Diario Edición Nacional, pag. 14. 26 de junio 2019. Fotógrafo Javier Ríos.

***

CONTRA EL SINDICATO MÁS PODEROSO 

El 3 de diciembre de 1988 tomé posesión como director de Servicios Criminalísticos de la Procuraduría General de la República; era un cargo interino en tanto se reformaba la ley para crear la subprocuraduría que me había ofrecido el presidente, pues dicha área no existía en el organigrama de la institución. Literalmente estaba comenzando el sexenio y hacia el día 5 o 6 de diciembre recibí una llamada de Los Pinos. El presidente quería verme una vez más.

Pensé que sería una reunión de trabajo para organizar la futura subprocuraduría, detallar los fines, plantear las estrategias, señalar las prioridades. Sin embargo, a partir de ese día, toda esa planeación pasó a segundo plano. El asunto que me planteó era muy delicado.

El presidente no quiso que habláramos en su despacho, por lo que me invitó a caminar por los jardines de la que fuera la residencia oficial de los presidentes de México. Conversamos de distintos temas, más bien familiares, durante algunos minutos, y de pronto se detuvo, volteó a verme y me preguntó si conocía a Joaquín Hernández Galicia, el líder del sindicato petrolero, mejor conocido como La Quina.

El presidente sabía que todo México lo conocía, pero quería saber si yo guardaba algún tipo de relación con él o si en algún momento había tenido contacto cercano.

—No, señor, —respondí. No lo conozco personalmente. Lo he visto en los medios, he leído sus declaraciones, sé de él por las noticias, por la radio y la televisión, nada más, —añadí.

—¿Seguro, Coello? —insistió con firmeza.

—Tiene mi palabra, señor presidente, no lo conozco, pero permítame contarle una anécdota ahora que lo menciona. Hace unos meses, estaba con mi esposa en Cuernavaca y vimos una entrevista que le hizo el periodista Guillermo Ochoa a La Quina. Con todo respeto, señor presidente, me cayó en los güevos ese cabrón; quién se cree que es con eso de ‘yo puedo pagar la deuda externa’. ‘Cómo me gustaría regresar al gobierno nomás para chingarme a ese cabrón’, —le dije a mi señora.

El presidente sonrió y me dijo con todas sus letras:

—¡Investíguelo! Pero no puede decir ni una palabra, Coello, usted solo me da cuentas a mí, —añadió.

No pregunté nada, solo respondí:

—Sí, señor.

El Gobernador de Veracruz Fernando Gutiérrez Barrios y el líder del sindicato petrolero Joaquín Hernández Galicia «La Quina», durante el Día de la Unidad Priista, el 3 de septiembre de 1987. Foto: Pedro Valtierra/Cuartoscuro.

Como era un tema absolutamente confidencial y muy delicado actué con mucha prudencia. Para empezar, organicé un pequeño grupo con hombres de mi toda mi confianza, cuya lealtad y profesionalismo estaba probado. 

Si hubiera vivido mi compadre Ventura, él habría estado al frente, pero fue el comandante Robles Liceaga quien se hizo cargo. Juntos logramos reunir un buen equipo y de inmediato comenzamos a investigar al líder petrolero. Como me instruyó el presidente, no comenté con nadie el tema, ni siquiera con el procurador, en todo caso, el presidente se encargaría de hacerlo.

La Quina era uno de los hombres más poderosos del país y se había engallado desde el sexenio de Miguel de la Madrid, en cierto modo se le había subido a las barbas al presidente. Era el cacique sindical con más poder; tenía comprados a diputados, senadores, presidentes municipales, autoridades locales, jueces, ministerios públicos, periodistas . Por eso sentía que era intocable y llegó a creer que su poder, incluso estaba por encima del poder presidencial.

Desde que Miguel de la Madrid destapó a Salinas de Gortari como candidato a la presidencia de la República, La Quina lo criticó con dureza. Los políticos de la vieja guardia no vieron con buenos ojos a Salinas ni al grupo con el que llegaba: Camacho Solís, Aspe, Serra Puche; era una generación nueva que apenas cruzaba los cuarenta años de edad; muchos se habían educado en el extranjero, defendían el libre comercio y la globalización y ya desde entonces se les llamaba “neoliberales”.

La Quina había consolidado su poder en el sindicato de pemex con la vieja guardia del PRI, con el sistema político que no se había transformado desde tiempos de Aleman, una generación que ya andaba cerca de los 70 años de edad o más, que defendía el nacionalismo revolucionario, la economía cerrada, el estatismo. Fue un choque generacional, pero La Quina realmente creyó que podría doblegar al candidato oficial y durante la campaña se acercó abiertamente a Cuauhtémoc Cárdenas, candidato opositor, quien había roto con el PRI por las mismas razones: se oponía por completo al neoliberalismo, a la privatización de empresas paraestatales, al libre mercado. 

Durante la campaña electoral corrió el rumor de que La Quina había patrocinado un libelo titulado: ¿Un asesino en Palacio?, donde se narraba que el candidato del pri, Carlos Salinas de Gortari, siendo niño, había matado accidentalmente a una empleada doméstica con un rifle calibre 22, en la casa de su papá, el político Raúl Salinas Lozano.

Como le comenté al presidente en su momento, yo no conocía a La Quina. Después que dejé la Secretaría de Gobierno de Chiapas y ya dedicado a mi despacho de abogado, mi amiga la periodista Olga Moreno me pidió una cita y durante la charla me comentó que La Quina quería platicar conmigo y si podía viajar a Tampico para verlo, pero le respondí que no tenía ningún interés en conocerlo ni nada que tratar con él. Nunca supe las razones de su petición ni para qué me buscó.

Francamente, yo tenía la ilusión de romperle la madre a La Quina por mamón; por sentir que era superior al gobierno y que su poder era ilimitado, por tratar de debilitar a la institución presidencial. Así que, una vez recibida la orden del presidente, comenzamos a investigar y lo primero que apareció fue que los hombres de La Quina estaban introduciendo armas a México y las llevaban a la casa del líder petrolero.

Salinas de Gortari durante las felicitaciones que le hicieron militantes del partido en las oficinas, entre ellos La Quina con petroleros destacados como Barragán Camacho, Salvador entre otros. Foto: Tomás Martínez/Archivo Cuartoscuro.

Supimos que compraban las armas en MacAllen. Seguimos la ruta, tomamos fotografías, reunimos suficiente información. De cada detalle le informé al presidente y le garanticé que teníamos todas las pruebas sobre el tráfico de armas. En la investigación también detectamos un túnel que unía la casa de La Quina con un inmueble de enfrente que pertenecía a otro líder petrolero, uno más de sus incondicionales al que no pudimos agarrar durante el operativo.

Al mismo tiempo investigamos las actividades de José Sosa Martínez, otro de sus hombres de confianza, el tipo que en 1986 se atrevió a decirle al presidente De la Madrid: “Si se hunde Pemex por mala administración, nos hundimos todos, usted y el país”. También a Salvador Barragán Camacho y a muchos otros que formaban parte del círculo de confianza de La Quina.

Durante un mes trabajamos intensamente en la investigación. No dejamos ningún cabo suelto. El tema de las armas era más que suficiente para poder encerrarlos a todos, independientemente de que después seguimos investigando para armar otras acusaciones que complementaran el caso.

La operación estaba prevista para el 15 de enero, pero no sé qué información recibió el presidente, si tuvo algún mal presentimiento o simplemente quiso evitar que se filtraran detalles del operativo, lo cierto es que el 8 de enero me mandó llamar y me dijo:

—Coello, hay que reventar este asunto el 10 de enero . Saque a su familia del país.

Yo no tenía ninguna objeción en adelantar la operación, pero tenía un pequeño problema de carácter familiar ¿Qué argumento le podía dar a mi esposa para que se fuera a Estados Unidos con los niños, que estaban en clases, sin que sospechara que algo estaba sucediendo o se preocupara de más?

El presidente lo entendió y ordenó que se anunciara contingencia ambiental del 8 al 10 de enero de 1989, de tal forma que se suspendieran las clases y los niños no fueran a la escuela. Entonces, con la coartada perfecta, le dije a mi mujer que necesitaba que fuera a Estados Unidos a comprar algunas cosas que me urgían y cuando me preguntó por los niños, le comenté que iban a anunciar contingencia ambiental, que las condiciones meteorológicas se habían puesto de la chingada y que no habría clases los siguientes días.

El argumento parecía perfecto, pero no. Mi señora me dijo que al otro día llegaba mi suegra de visita a la Ciudad de México. ¡Puta madre! Pensé, entonces moví mis influencias y con el apoyo presidencial, logré sacarle el pasaporte y la visa a la mamá de mi esposa. El 8 de enero, muy temprano, envié a toda la familia a Nuevo Laredo y de ahí cruzaron a Estados Unidos.

Al mismo tiempo continuábamos planeando el operativo; cuidamos todos los detalles porque no había margen para errores ni fallas. Sabíamos que La Quina podía paralizar el país cortando el suministro de gasolina, gas y demás combustibles, porque su gente estaba al frente de todas las secciones del sindicato a lo largo y ancho del país. Así que debíamos actuar con precisión quirúrgica.

El 9 de enero, el presidente Salinas me puso al frente del operativo para disponer del primer cuerpo del Ejército, encabezado por el general Montiel, y que así los soldados pudieran actuar bajo mis órdenes. Cabe mencionar que yo tenía 40 años de edad y si bien ya tenía experiencia, estaba por enfrentarme con uno de los hombres que parecían intocables dentro de la política mexicana.

En la imagen Joaquín Hernández Galicia «La Quina» y otros detenidos ante las armas decomisadas en la judicial en 1989. Foto: Tomás Martínez/Archivo Cuartoscuro.

Ese mismo día me presenté en mi oficina como si nada. Mandé llamar a cuatro agentes de la Policía y a dos ministerios públicos y los cité a las 3 de la tarde, en la Colonia del Valle, en la casa de seguridad que tenía rentada, en ese lugar íbamos a concentrarnos.

Seguí trabajando esa mañana y a la hora de la comida tomé mi saco, subí a mi auto y me dirigí a la casa de seguridad. Estaba tan concentrado en la operación que se me olvidó avisarle al procurador Enrique Álvarez del Castillo dónde estaría. A mis hombres ya les había dicho que pasaríamos ahí la noche; no les sorprendió, no era la primera vez que hacíamos un operativo.

En la madrugada del día 10 salimos de la casa de seguridad rumbo al aeropuerto. Para no despertar sospechas y evitar cualquier fuga de información le pedí su avión privado al profesor Carlos Hank González, a quien conocí durante el sexenio de José López Portillo; era buen amigo y no tuvo reparo en ponerlo a mi disposición sin preguntar nada; por eso no hay registro de nuestro vuelo.

Eran las 6 de la mañana cuando tomamos pista. Los pilotos tenían como destino final en su plan de vuelo la ciudad de Guadalajara, pero una vez en el aire, apenas unos minutos después del despegue, me presenté en la cabina y le ordené al piloto que cambiara de rumbo con dirección a Tampico.

—Licenciado, —exclamó desconcertado el piloto.

—Nada de peros, nos vamos a Tampico y no haga preguntas, —le ordené.

No tuvo más remedio que obedecer . A esa hora nadie sabía dónde me encontraba.

Aterrizamos en Tampico y ya nos esperaban dos vehículos; mi equipo estaba conformado por el teniente coronel Luis de la Barreda —hombre de confianza de don Fernando Gutiérrez Barrios, secretario de gobernación—, el coronel Pablo Alemán, los ministerios públicos Zamora Rioja y Carlos Salas y el comandante Robles Liceaga, más cuatro elementos de la Policía. De ahí nos fuimos a un hotel en el que renté una habitación y terminando el desayuno les pedí que subiéramos al cuarto. Ahí finalmente les dije:

—Señores, venimos a un asunto de suma importancia para la seguridad nacional, quien tenga algún compromiso con la persona que voy a mencionar no hay pedo, está bien, nada más que se va a quedar amarrado aquí, sin teléfono y vigilado.

Se quedaron extrañados con lo que les dije, pero la expresión de sus rostros cambió por completo cuando agregué:

—Señores, venimos por La Quina.

Desde luego sabía que todos esos hombres eran leales, pero nunca está de más. El que sí se cagó de miedo, y no porque tuviera alguna relación con La Quina, fue el coronel Pablo Alemán, jefe de la Judicial Federal. Creo que nunca había estado en un operativo así, porque incluso se orinó a la hora de los madrazos.

Yo cargaba con un radio grande, de esos tabiques que usa el Ejército, con las claves del operativo . A las 8:10 me informaron que habían aterrizado los aviones Hércules con los soldados del primer cuerpo del Ejército. Una vez en tierra ordené que los vehículos se dirigieran a la dirección de La Quina y formaran un perímetro para rodear su casa y la de su hija.

La ciudad de Tampico no mostraba aún gran actividad, así que le debió extrañar a la gente ver el movimiento de los camiones con los miembros del Ejército recorriendo las calles.

Joaquín Hernández «La Quina», durante su declaración para aportar pruebas en su defensa el 30 de julio de 1992. Foto: Pedro Valtierra, Archivo Cuartoscuro.

Mis hombres y yo llegamos hasta donde ya se encontraba apostado el Ejército. El plan acordado con el general Montiel era formar 50 soldados y cortar cartucho. Para esos momentos, dentro de la casa de La Quina seguramente ya se habían percatado de la presencia del Ejército, pero no se veía ningún tipo de movimiento. Consideré que con su presencia no habría resistencia armada de parte de la gente de La Quina y no me equivoqué, pero sucedió algo muy lamentable.

A mi amigo Zamora, uno de los ministerios públicos que me acompañaban lo traicionaron los nervios, no pensó en lo que hacía y por sus pistolas se bajó del automóvil donde nos encontrábamos, sacó su credencial para mostrarla como en las películas, y aunque el teniente coronel y yo intentamos detenerlo, ya estaba fuera del auto. En eso escuchamos una detonación y solo pude ver como Zamora cayó muerto en el piso con un balazo en la cabeza.

Contrariamente a lo que podía pensarse no estalló la balacera, me tiré al suelo con pistola en mano y aproveché el momento para dar la orden de iniciar el operativo. Con bombas de plástico los miembros del Ejército tiraron los cables, cortaron las comunicaciones y forzaron la puerta para entrar a la casa. Nunca hubo un bazucazo.

La gente que estaba en la propiedad de La Quina se tiró al suelo, nadie puso resistencia. Había no menos de cien personas, pues por las mañanas solía dar audiencia, recibir gente, escuchar peticiones, hacer negocios. Luego nos percatamos que entre ellos se encontraban políticos, funcionarios, los presidentes municipales de Ciudad Madero y de Tampico, diputados federales, mujeres y niños.

Cuando ingresé al despacho donde se encontraba La Quina, mis hombres ya lo tenían detenido. Uno de los soldados lo sujetaba. El cabrón era todo un rey, despachaba en camiseta, con su pantalón de lino y descalzo. Lo entiendo, pues el calor estaba de la chingada.

Me le acerqué y le dije: “Se te cayó la casa, Joaquín”. El soldado lo agarró del culo o, como se dice, le hizo calzón chino; cuando lo vi en camiseta le quité el saco a uno de los hombres que estaban presentes y se lo puse, como se ve en la foto que se hizo famosa y órale, para afuera él y todos los detenidos. En esas estaba cuando me avisaron que habían encontrado las armas, más de 170, así que comenzamos la fe ministerial.

Trasladamos a La Quina al aeropuerto y de inmediato lo subimos al avión para llevarlo a la Ciudad de México. Lo teníamos que hacer con rapidez para evitar alguna reacción de la gente, pero yo no podía volar a México y dejar a mi muerto ahí . Tuve que esperar varias horas porque no había ministerios públicos en la ciudad, las autoridades parecía que habían huido, todo era un desmadre. Cagué a medio mundo, a los funcionarios, a la gente, porque nadie resolvía nada.

El operativo no solo lo habíamos planeado para Tampico; en la Ciudad de México también nos movilizamos. Así que al mismo tiempo que ingresamos al domicilio de La Quina, aprehendimos a otros líderes como Sosa. Barragán logró escapar por unas horas porque a Fausto Valverde, en aquel momento director de la Policía Judicial Federal Antinarcóticos, al que le encomendé su detención, no llegó a las 6 de la mañana como teníamos estipulado, el muy güevón se presentó hasta las 8.

Barragán había ido al dentista, que, por cierto, era el mismo al que yo solía acudir y estaba en Las Lomas; luego me enteré por él que salió del consultorio muy nervioso. Con el paso de las horas supimos que se había ido a la sede de la CTM. De todo esto me informaban mientras esperaba que me entregaran el cuerpo de mi agente del Ministerio Público, hasta que finalmente dieron fe de lo acontecido y con todo y cuerpo pude regresar a la capital del país.

En el momento en que me subí al avión del profesor Hank para volver a la Ciudad de México, en ese instante, me entró la peor angustia que he sentido en mi vida. Eran cerca de las 4:30 de la tarde, ya habíamos subido el cuerpo de mi agente y venían conmigo Robles Liceaga y Carlos Salas. Me senté en la parte trasera del avión, la sobrecargo se me quedó mirando y le pregunté si no tenía algo fuerte para beber. Me sirvió medio vaso de coñac que me chingué como si fuera agua. Entonces empecé a reflexionar. 

Obed Rosas
Es licenciado en Comunicación y Periodismo por la FES Aragón de la UNAM. Estudió, además, Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras.
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