El coronel Antonio Carreón sugirió que “tal vez” se debiera a Catarina de San Juan “el origen de las enaguas llamadas de castor poblano (tejido de lana rojo) y el apodo de chinas poblanas que se da a las hermosas criollas de Puebla”. El número 66 de la Revista Artes de México. La China Poblana. retoma este tema.
Por Gutierre Tibón
Ciudad de México, 12 de septiembre (SinEmbargo).- ¿Quién inventó la leyenda de la china poblana? No es ningún secreto. Lo hizo el coronel Antonio Carreón, en su Historia de la ciudad de Puebla (1896). Carreón estaba “avezado a estas flaquezas”, es decir, a las falsificaciones históricas, según apunta el doctor Nicolás León; no sólo inventó a la china poblana, princesita del celeste imperio, sino a un religioso dominico, fray Martín Durán, quien, según él, trató de introducir en México la reforma protestante y fue sacrificado por la Inquisición. José María Vigil pulverizó esa mentira en 1888.
La de la china encontró, por el contrario, el apoyo del mitómano licenciado Ramón Mena (a quien todavía alcancé a conocer en Córdoba, ya muy entrado en años). Mena aceptó como verdades las fantasías (“impudor histórico”, dice León) del coronel, y les añadió otras de su cosecha: “con la desaparición de la china poblana acabó el ángel bueno de las clases desheredadas de Puebla de los Ángeles, pero el pueblo, siempre grato, siempre noble y siempre grande, conservó la memoria de la santa, la imitó en el vestir, y de ahí el origen de las chinas”. Ni el propio coronel Carreón se había atrevido a afirmar tal cosa. Sólo sugirió que “tal vez” se debiera a Catarina de San Juan “el origen de las enaguas llamadas de castor poblano (tejido de lana rojo) y el apodo de chinas poblanas que se da a las hermosas criollas de Puebla”.
La venerable Catarina de San Juan, uno de los más singulares personajes de la Puebla virreinal, es una mística y asceta nacida en la India hacia 1613 y muerta en olor de santidad en la Angelópolis a principios de 1688. Apresada por corsarios portugueses cuando tenía nueve o diez años, fue llevada a Cochín, en la costa de Malabar (“otro puerto ya muy lejos de mi tierra”, según declaró a su confesor), y bautizada por los jesuitas con el nombre de Catarina de San Juan. En el mercado de esclavos de Manila, la compró el agente del capitán poblano Miguel de Sosa; llegó a Acapulco, según parece, en enero de 1625.
En Puebla vivió algunos años en la casa del capitán Sosa y de su mujer, Margarita de Chávez; muerta la pareja al poco tiempo, Catarina pasó a casa del sacerdote Pedro Suárez, donde llevó una vida casi conventual. Se casó con otro esclavo chino, es decir, también procedente de Filipinas, pero “con separación de lechos”; entre su cama y la del esposo colocó una imagen de Cristo. De esta suerte, conservó su virginidad. Al enviudar se retiró a un “aposentillo” en una casa de vecindad. Entregada a una vida de penitencias y ayunos, recibía la visita de Dios y de los ángeles. En una de sus alucinaciones vio a Cristo sentado en la cabecera de una mesa puesta con exquisitas viandas, y oyó que le decía: “Quiero que comas conmigo”. Rehusó Catarina: “Yo, Señor, de tales mercedes no merezco: ¿qué dirán si saben que una bozal china, que un caballo, ha comido con vuestra Divina Majestad? Vuestro convite es muy bueno para los justos, no para una bestia y pecadora como yo”.
Durante muchos años, hasta su muerte, Catarina de San Juan tuvo visiones celestiales, hizo profecías, realizó milagros. Fue sepultada en la Iglesia de la Compañía. En la lápida de tecali de su tumba se lee “Condidit hic tumulus venerandam in Christo virgnem Catharina de San Juan, quan Magore mundo, Angelopolis coelo dedit”. Los poblanos la consideraron santa. Sus retratos se multiplicaron y, según la Inquisición, recibieron veneración excesiva.
A los trece años de muerta la “china”, los inquisidores prohibieron “cualquier retrato del obispo Palafox y de Catarina de San Juan, so pena de excomunión mayor”. Había estampas en que ambos Graxeda taumaturgos, la esclava india y el humanista español, aparecían juntos. En un edicto de 1691 el Tribunal del Santo Oficio mandó recogerlas. Nunca prosperaron las causas de canonización de las dos más eximias figuras de la Puebla del siglo XVII.
Hay constancia de un caso en que la fe en la santidad de Catarina se vuelve más fuerte que la amenaza del Santo Oficio: tengo en mis manos su retrato, que me ha prestado el historiador poblano José Miguel Quintana. Es probable que Pedro de la Rosa, el grabador, haya conocido a la anciana. Los rasgos de Catarina no son, por cierto, orientales. Lleva en sus manos juntas un rosario; su atuendo es el sayal que describe uno de sus confesores, Castillo: “no salió de un vestido pardo de lana (...) El manto con que modestamente se cubría fue siempre el más grosero, el más tosco”. Vestía, pues, como las monjas capuchinas; el traje de china poblana —“enaguas con lentejuelas, hasta media pierna, dejando ver su pie sin media, calzado por un zapato de raso verde; ceñida la estrecha y mórbida cintura por una banda bordada caprichosamente con sedas de colores”— no se puede identificar, pese a la buena voluntad del coronel Carreón y del licenciado Mena, con el sayal de Catarina de San Juan. La descripción que precede es de Niceto Zamacois (1855), y se refiere a las chinas de la Plaza de San Juan, en México, poblanas, sin duda, pero en el sentido que se daba entonces a la palabra en toda la América hispana: aldeana, pueblerina, mujer del pueblo.