Susan Crowley
03/09/2021 - 12:03 am
Xenakis, el músico que redimió al ruido
La obra de Xenakis permanece en el presente sabiendo que el pasado está ahí y que el futuro es una construcción mental.
El clamor llena la ciudad y la fuerza inhibidora de la voz y el ritmo llegan al clímax. Es un acontecimiento de gran poder y belleza en su ferocidad. Entonces, el impacto entre los manifestantes y el enemigo se produce. El perfecto ritmo del último lema se rompe en un gran grupo de gritos caóticos, que también se extiende hasta la cola. Imagina, además, los estallidos de las ametralladoras y el silbido de las balas intercalándose en ese desorden total. La multitud se dispersa rápidamente y después del infierno sonoro y visual solo queda silencio, lleno de desesperación polvo y muerte. Las leyes estadísticas de estos acontecimientos, separadas de su contexto político o moral, son las mismas que aquellas de las cigarras o de la lluvia. Son las leyes de transición desde el orden absoluto al desorden total de una manera continua o explosiva. Son leyes estocásticas.
Xenakis, 1971.
Durante una protesta callejera el impetuoso Iannis Xenakis, líder de la izquierda radical, lanza una bomba molotov que atina dentro de uno de los tanques de guerra, ¿cuántos soldados habrán muerto? No lo sabrá. En respuesta, un proyectil le dispara y pega justo a la mitad del rostro. El estruendo lo deja sordo, pero no en silencio. El silencio es inconcebible para la mente humana. En su interior se desata un zumbido cruel, estridente, monótono, no lo dejará jamás. Es el tímpano reventado que emite un sonido extraño que nunca se apagará. También reverbera el tac tac tac de las metrallas, los cascos de las botas golpeando el suelo, los gritos de heridos, los hierros candentes que se retuercen y los cuerpos doliéndose en estertores mortales.
Más tarde, en el hospital, el joven Iannis se debate entre la vida y la muerte. Ha perdido un ojo. El oído se agudiza. La angustia también emite una nota, se suma al coro de ruidos indistinguibles, su enloquecido ritmo crece en abismos. El eco de los tambores emula los latidos de los corazones iracundos. Las campanas de una iglesia repican insistentes. Un monstruoso coro emite cantinelas incoherentes que evocan las voces de la Grecia ancestral. Son voces primitivas que por alguna razón mantienen vivo al joven Xenakis. Esos ruidos lo acompañarán siempre y deberán ser ordenados, nunca apresados. Los nombrará música estocástica. Quiere decir la serie de sonidos cuyo comportamiento no está determinado pero que, sin embargo, tiene un fin. En el proceso estocástico intervienen elementos previsibles, pero también aleatorios. Una especie de gráfica musical que se forma con el cálculo matemático y la ley de probabilidades. El soporte es una computadora. La estocástica se convierte en una nueva forma de hacer música. La nueva ingeniería musical no solo lleva a Xenakis a pensar el macrocosmos con sus tejidos fantásticos de estrellas, de constelaciones y de luz, también lo sumerge en el microcosmos, en ese universo que, aunque no vemos, existe.
La ciencia, los algoritmos, el álgebra son el nuevo sistema de notación; una complejidad sonora nunca vista. De la misma forma la música de Xenakis nos traslada a los monasterios bizantinos donde, a ciertas horas, un monje recorre los pasillos. El llamado a la oración parte de los ritmos sincopados de un pequeño tambor cuyo tañido es metálico. Es reconocible desde sitios lejanos; es el llamado al ritual que diferencia lo sagrado de lo profano. Esta cosmogonía estocástica, el lenguaje de Xenakis estará presente cuando tenga que abandonar Grecia.
El joven ingeniero, arquitecto, matemático, compositor, pero sobre todo filósofo será condenado a vivir en el exilio de París para el resto de su vida. De melancolía, de recuerdos, del deseo de volver algún día a su patria, de eso se compone su música; también se hace de las nubes, las galaxias, la lluvia y el ruido de las cigarras. A esos sonidos habrá de ordenarlos, los llevará a ser su cuerpo de obra. La luz y la matemática, la física y el color, los intervalos mudos, delicados y los ruidos que desconciertan. La energía y sensibilidad que caracterizan su obra harán sentir la fuerza de la naturaleza en su imparable transformación.
Y entonces Xenakis llega a Le Corbusier. Las proporciones numéricas del famoso arquitecto francés lo asombran. El trabajo a su lado le confirma una serie de teorías que se basan en los sistemas impecables del famoso arquitecto. ¿Cómo llevar el brutalismo de la arquitectura a la música? Es Le Corbusier quien resulta ser el asombrado por el joven colaborador tan lleno de ideas. Juntos construyen el Pabellón Philips para la feria de Bruselas de 1958. Su maestro se rinde ante la complejidad del pensamiento de Xenakis; le entrega la obra de ingeniería e instalación musical, que en colaboración con el gran músico Edgard Varèse logra un tejido de sonidos y luz impactantes conocido como Poème Électronique.
Al poco tiempo del polémico triunfo del pabellón pagado por Phillips, la genial asociación Xenakis- Le Corbusier se une de nuevo para construir al sur de Francia el convento de Santa María de la Tourette, uno de los hitos de la arquitectura mundial. Espacio para la reflexión y el recogimiento, sirve a Xenakis como gran puerta de entrada a la mística. Es en esta arquitectura donde logra plasmar sus conocimientos sonoros. El enorme vano que da al exterior del edificio alberga un sistema de marcos de hormigón que crean intervalos de silencios. El contraste con el sobrio interior logra un equilibrio perfecto. El mismo Le Corbusier la nombra la Capilla Xenakis en honor de su joven amigo. Nadie duda ya de la genialidad del músico. El reconocimiento llega muy pronto. Comprenderlo, incluso en nuestros días, no es del todo posible.
Methastásis de 1954 es una de las obras más poderosas del artista. Su estructura recoge algo del primitivismo combinado con la religiosidad y la fuerza trágica de la antigua Grecia. El paso de un sonido a otro forma verdaderas urdimbres de insospechada poesía; un reto para quien la escucha. La clave de Xenakis es la utilización de un efecto sonoro conocido como glissando, “consiste en pasar rápidamente de un sonido hasta otro más agudo o grave”. Es una obra monumental y al mismo tiempo una exploración a las entrañas.
Imaginemos a una orquesta de 61 músicos que generan un desplazamiento continuo. Una especie de contracción y expansión constantes van creando un ritmo persistente de principio a fin. Esta música podría describirse como un pulso constante; la vida negándose a desaparecer. La fuerza de la naturaleza en oposición a la mente humana. Un latido que nos lleva a un viaje por cavernas, por el espacio inexplorado. Por aquel caos en el que el tiempo aún no existía. Son profundidades que se transforman en ondas y que viajan a la velocidad de la luz, porque la luz también es un elemento fundante de la obra de Xenakis. Para él no existe distinción entre lo visual y lo auditivo. El sonido es imagen y la imagen tiene un sonido.
Para el músico griego, el sonido era un compromiso filosófico que le servía como principio de adecuación en un mundo hostil que estuvo a punto de destruirlo. Al ser sobreviviente adquirió un sexto sentido, el de la vista que escucha y el oído que mira. Hoy su impronta queda grabada de una u otra forma en los jóvenes que ven en su música un reto de ejecución y una alternativa. La obra de Xenakis permanece en el presente sabiendo que el pasado está ahí y que el futuro es una construcción mental. Si rompemos con la noción de tiempo tradicional podremos habitar en su música como él lo hizo en las grutas de la Grecia arcaica y en las ráfagas de luz inexploradas.
Aquí un poco de su obra que merece ser vista y escuchada
@Suscrowley
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