Óscar de la Borbolla
30/08/2021 - 12:04 am
La globalización de la tristeza
Hoy no solo se consume lo mismo en todas partes y se aspira a lo mismo, sino el estado de ánimo también es un fenómeno global, la actual pandemia ha terminado por empatarnos: la humanidad está triste, desganada. Y por eso hablar de mi tristeza es hablar de la tristeza de todos.
Nada hay más subjetivo que la subjetividad: la manera como cada quien valora el mundo, lo vive o lo asume es individual y, sin embargo, hoy tengo la impresión de que mi manera personalísima de percibir las cosas está totalmente generalizada: que así como para mí el universo está gastado y ha perdido su brillo, o lo que me llamaba a gritos se ha vuelto una vocecita inaudible, igual le ha pasado a los demás: el mundo para todos ha dejado de ser llamativo. Y pienso que no es tan solo mi caso o el de unos pocos, o el de unos muchos, sino que nadie se libra de esta suerte de ánimo universal alicaído. En pocas palabras, que la subjetividad sentimental, nuestro último reducto propio, también se ha globalizado.
La antigua fragmentación en la que vivíamos —integrados, no obstante, gracias a los puentes comerciales y al turismo— permitía una circulación restringida y en ese relativo aislamiento podían darse producción, prácticas, costumbres y sentimientos diversos; hoy no solo se consume lo mismo en todas partes y se aspira a lo mismo, sino el estado de ánimo también es un fenómeno global, la actual pandemia ha terminado por empatarnos: la humanidad está triste, desganada. Y por eso hablar de mi tristeza es hablar de la tristeza de todos.
Estoy, ya lo he dicho, triste, sin ganas de arriar las palabras para formar un párrafo, sin entusiasmo para buscar y rebuscar enunciados decorosos que me permitan escapar de los lugares comunes que son lo primero que la mano ofrece cuando uno se dispone a escribir. Triste como para ponerme un cigarrillo en la boca y ni siquiera encenderlo, sino tenerlo ahí simplemente sin aspirar el humo, o quitármelo y arrojarlo sobre el escritorio. Quedarme con el cigarrillo en la boca viendo en la ventana la lenta manera en la que termina de nublarse esta tarde.
He leído que el movimiento estudiantil del 68, con sus réplicas en casi todo el mundo, fue el primer síntoma de la globalización y, en efecto, desde entonces se han visto prácticas que se extendieron a gran velocidad en el orbe. Hoy, a poco más de 50 años de aquellas protestas, los meses de encierro debido a la pandemia y la cancelación de lo que era la normalidad, todos andamos sentimentalmente parejos: empantanados en la tristeza o en la rabia, esas dos caras de la moneda de la depresión. Un fantasma recorre el mundo, el fantasma de un cansancio moral que nos impregna a todos. Y no solo es la muerte, el miedo al contagio, la crisis económica, sino la acumulación de todo esto que no cesa, que no termina de pasar. Por más que cada quien se mueva, le eche ganas, quiera escapar: el acto de tomar el cubrebocas y salir a la calle se ha convertido en un hábito como tomar las llaves y cerrar la puerta tras nosotros.
Qué desabrida es la vida virtual, cómo aumenta día a día el tiempo que pasamos frente a una pantalla simulando vivir. Voy a sembrar una planta en mi casa para alegrar con su presencia vegetal estos tiempos, en los que me ocupo con más y más trabajos, me saben a un remedo de la vida que conocí.
Twitter: @oscardelaborbol
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