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Susan Crowley

27/08/2021 - 12:03 am

La música es un ruido organizado

El sonido originario del universo conocido como el Big Bang, en realidad no era una explosión, si no el sonido primigenio que aún reverbera. Esa era la música de Varèse.

Edgard Varèse. Foto: Especial.

La primera mitad del siglo XX cifró los valores en el avance. La fuerza de la máquina representó el máximo alcance de la humanidad, su marcha no se detuvo. A su paso arrasaría con cualquier vestigio del pasado cultural que hubiera conformado la personalidad de Occidente. Los seres humanos entramos a una nueva fase en la que habríamos de comportarnos como autómatas. Evolución. Progreso. Técnica.  En suma, hombre -máquina. Dejar de reflexionar como no fuera para considerarnos entes funcionales, engranajes del inmenso mecanismo que inauguraba su presencia en el mundo. Una presencia cuyo único sentido sería evolucionar.

El artista no permaneció ajeno al desarrollo. Su poder reside en la reflexión sobre los cambios, accidentes, golpes y convulsiones generados en su tiempo. El XX sería un siglo en el que el arte tendría por objetivo plasmar las infinitas posibilidades generadas a consecuencia del progreso. La labor del artista adquiría una complejidad nunca vista.

La realidad del mundo se volvió materia fenomenológica; conocerlo a partir de los acontecimientos que se presentaban, uno detrás del otro, uno sobre el otro; una especie de palimpsesto convertido en vorágine sin límite. Tampoco podía detenerse el avance tecnológico. El apetito voraz por entrar a otras dimensiones más allá de la realidad, terminarían por abrir una nueva caja de Pandora. En el arte, especialmente en la música, la aportación de la tecnología sería la matriz del cambio.

Si bien el descubrimiento del electrón ocurrió en 1897 y con ello surgieron los primeros impulsos eléctricos controlados, su manifestación se hizo palpable en distintos componentes que facilitarían la labor de interconexión, almacenamiento y conversión. Para el artista surgía un nuevo horizonte. La luz, los colores, el lienzo, el pentagrama, los instrumentos musicales tradicionales serían insuficientes para expresar ese nuevo orden generado a través de la tecnología. Primero fue el fonoautógrafo que en 1857 logró grabar una voz y reproducirla. Después vino el Theremín. Su autor, León Theremín, se asombró cuando, mientras trataba de crear un aparato que midiera la densidad de los gases, escuchó un delicado sonido que variaba según la posición de la mano. La afición por encontrar nuevas formas de generar sonidos llevó al inventor del Thelharmonium, Thaddeus Cahill, a invertir 200 mil dólares en un aparato que pesó 200 toneladas y medía 18 metros. Hubo que conseguir un edificio vacío en la calle 39 y Broadway para colocarlo. El edificio se conoce, hasta la fecha, como Thelharmonic Hall. De estos tres aparatos quedan unas cuantas obras, y si las escuchamos, pensaremos que son por demás tradicionales. Los instrumentos eran novedosos, su uso era el de siempre. Faltaba una mente sagaz que les sacara provecho.

Era 1928, Maurice Martenot, estudiante de chelo en el conservatorio de París, trabajó como telegrafista durante la Primera Guerra Mundial. Las señales eléctricas lo fascinaron y las atrapó en un instrumento cuya sonoridad asemeja al chelo. Conocidas como las ondas Martenot estaban ahí, en espera de ser escuchadas e incorporadas a una composición musical. Olivier Messiaen, un joven músico cuyos antecedentes databan de los campos de concentración donde compuso una de las obras más emblemáticas del siglo XX, Cuarteto para el fin de los tiempos, encontró que las ondas Martenot encajaban a la perfección con la idea musical que lo perseguía como una obsesión. En 1946 el tema legendario de los amantes más allá de la muerte, Tristán e Isolda sirvió para su poema sinfónico, Turangalîla. Una masa orquestal gigantesca, permite que la sonoridad del novedoso instrumento emerja con el tema de amor. Para Messiaen “los dos amantes son abrazados por el sueño del amor. Un paisaje sale de ellos”. La mente de un genio como la del compositor francés que amaba a los pájaros y dedicó a ellos sus últimas obras, había rebasado las posibilidades tecnológicas acotándolas a la forma.

Pero para mostrar cómo la mente viaja hacia delante, hacia atrás y en una forma mucho más amplia que cualquier descubrimiento tecnológico es necesario conocer las aventuras del que fue nombrado “el padre de la música electrónica”, Edgard Varèse. Sin duda un autor del cambio que logró llevar al mundo de la música su impronta captando sonidos que partían de estratos muy distintos a los, hasta ese momento, atrapados en las partituras. Su obsesión era crear obras que lograran liberar la música del estrecho universo en el que se encontraba presa. El sistema que utilizó se parecería mucho más a un recorrido de la luz y la sonoridad a través de la historia del mundo.

No es exagerado considerarlo el precursor de la música electrónica. La investigación que llevó a cabo durante toda su vida fue tan amplia que terminó por liberar el sonido y le permitió entrar a nuevos ámbitos y formas de expresión. La electrónica era un elemento fascinante para Varèse pero también lo era el ruido, y con ello la pregunta obligada, ¿de dónde provenían los sonidos?, ¿cómo podrían ser registrados y reproducidos? El sonido originario del universo conocido como el Big Bang, en realidad no era una explosión, si no el sonido primigenio que aún reverbera. Esa era la música de Varèse. El compositor francés le dio marcha suelta a su imaginación y utilizó todas las voces, las que emanaban de la naturaleza, las producidas por la guerra y por las grandes urbes de Ameriques (título de una de sus composiciones más sobresalientes). Fue Nueva York, la ciudad del ruido, la que lo acogió hasta su muerte en 1965; en ella se dejó seducir por el desarrollo industrial y tecnológico. Sus recorridos por el gran mapa americano le permitieron indagar sobre culturas nativas originarias. Todo eso cabía en su mente, a eso es a lo que dedicaría su obra.

Como corresponde a un hombre de su tiempo, Varèse no fue comprendido. Los aparatos electrónicos no habían avanzado lo suficiente como para aprehender sus ideas; los críticos no podían ampliar sus criterios convencionales para acompañarlo en su búsqueda. Pero a Varèse el rechazo o la crítica le servían para generar más ideas. En la Feria Mundial de Bruselas (1958), a pedido de la empresa electrónica Phillips, Varèse realizó una de las hazañas más grandes de la cultura contemporánea. Al lado del famoso arquitecto Le Courbusier y de un joven ingeniero, arquitecto y músico de inteligencia desproporcionada Iannis Xenakis, creó el pabellón “Poème Èlectronique”.

Asombrosamente, este espacio ofrecía una inmersión, hoy tan de moda. El pabellón fue construido con un atrevido diseño de Le Courbosier tomado de las ideas de Xenakis en un aparato tecnológico que permitía la relación de la luz con el sonido. A lo largo de la construcción, un tejido de cables que podrían parecer las crucerías de una catedral gótica se conectaba a un sistema de incipientes computadoras. Las imágenes de la evolución del hombre brotaban por todo el espacio. La música electrónica formaba una composición de ruidos única. Era tan vanguardista que los directivos de Phillips se atemorizaron por la reacción que provocaría en la audiencia. Para sorpresa de todos fue el pabellón más visitado y ovacionado por el público. Nadie lo sabría hasta años después, pero lo que habían presenciado era la puerta de entrada a la realidad virtual. Al poco tiempo de terminada la feria, el pabellón fue destruido. El material se perdió casi por completo y quedó como un hito que sirvió de base a muchas experimentaciones de la electrónica en el campo del arte.

El pabellón fue construido con un atrevido diseño de Le Courbosier tomado de las ideas de Xenakis en un aparato tecnológico que permitía la relación de la luz con el sonido. Foto: Especial.

Con su tenacidad y mente genial, el músico francés había marcado un camino lleno de posibilidades para la composición musical electrónica. Edgard Varèse utilizó a la máquina para los fines del hombre y su creación. Exprimió las virtudes del avance para obtener lo que él quería. Nunca se dejó usar por una máquina y se fascinó con ella. Poco antes de morir conoció la grabadora Ampex y se volvió a asombrar por la enorme cantidad de posibilidades que abriría a la mente humana. Cuando le preguntaron su definición sobre la música y el cambio tan radical que él le había impreso, divertido contestó, “¿Qué es la música sino una sucesión de ruidos organizados?”.

@suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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