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Francisco Ortiz Pinchetti

02/04/2021 - 12:04 am

Días de guardar

Esta vez la pandemia trastocó todas las costumbres. Nos queda, como decía al principio, la oportunidad para el relax y el silencio, antes de encarar las tormentas que vienen. Son días de guardar…

 Nos queda, como decía al principio, la oportunidad para el relax y el silencio, antes de encarar las tormentas que vienen. Son días de guardar. Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro.

En plena pandemia, coincide con estos llamados días santos una serie de razones como para guardar silencio y ponerse a pensar, sin prisa. Venimos de una inacabable sucesión de contrasentidos, acusaciones, torpezas, descalificaciones, amenazas, aberraciones, mentiras y  más mentiras.

Y estamos a un paso, tres días, de enfrentar el calvario tardío de las campañas electorales rumbo a los comicios del 6 de junio –en los que se disputarán más de 21 mil puestos de elección popula–,  con la expectativa de una tercera ola de la COVID-19. Nos esperan 42 millones de spots, amén de declaraciones insulsas, diatribas y promesas sin cuento.

Ahora sí que Dios nos agarre confesados.

Sería demasiado pretencioso decir que aprovechemos este oasis para entregarnos a la reflexión sobre lo que ocurre en este país y las expectativas hacia el futuro inmediato. Basta, pienso, con que seamos capaces de relajarnos un poco y dejar de atormentarnos con lo que los medios y las redes nos hacen llegar todos los días y a todas horas.

Un descansito, pues.

Por supuesto que habrá quienes, acorde con sus creencias religiosas, dediquen este asueto a recordar la pasión, crucifixión, muerte y resurrección de Jesucristo, como establece la Doctrina Sagrada, en la que por cierto me eduqué. Durante mis años de la primaria y la secundaria con los jesuitas del Instituto Patria, la Semana Santa tenía efectivamente ese sentido central, aunque ya entonces era también ocasión de diversión, vacaciones y a veces también ocasionales destrampes, a pesar de las advertencias severas de los curas, incluía la amenaza de la condena eterna.

De mi infancia tengo recuerdos muy gratos, sobre todo en relación a la convivencia familiar que entonces se daba como en pocas épocas del año.  Aunque durante algún tiempo de mi adolescencia incluso me convertí en monaguillo y asistía sin faltar a todos los oficios de la Semana Mayor en el santuario de nuestra señora del Carmen (la llamada Sabatina de la calzada de Tacubaya, en los lineros de la colonia Condesa y San Miguel Chapultepec), lo mejor eran la visita de las Siete Casas del Jueves Santo y los paseos o días de campo de viernes y sábado en las afueras de la ciudad.

La visita a los siete templos distintos que se acostumbra todavía en recuerdo de los sucesivos traslados del Nazareno “de Herodes a Pilatos”, luego de su aprehensión en el Huerto de los Olivos,  la realizaba casi siempre junto mis padres y dos o tres de mis hermanos, sobre todo en iglesias de la colonia Juárez, como la Votiva o la del Niño de Praga, y en la Cuauhtémoc, donde entonces vivíamos. O bien, a veces, en el hoy llamado centro histórico: San Francisco, la Profesa, Santo Domingo, Catedral…

(Muchos años después, con un grupo de formidable amigos que formamos la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad, efectuábamos cada sábado santo un remedo irrespetuoso de esta tradición, sustituyendo los templos por cantinas y tabernas tradicionales del propio centro, recorridos inolvidables que bien merecerían un comentario aparte).

En cuanto a los días de campo familiares, los efectuábamos a lugares tan cercanos como La Marquesa, el rancho El Batán, de Texcoco, o el Desierto de los Leones. En ellos, aparte de compartir las viandas preparadas por mi madre, era infaltable la quema del judas de cartón, oloroso a cola, entonces acribillado con cohetes tronadores, que mi padre compraba por los rumbos de La Merced y que personalmente colgaba de algún árbol para luego de un rato, ante la expectación de todos y prenderle fuego con su ovalado cigarrillo marca Delicados sin filtro. Casi siempre el monigote quedaba totalmente destrozado, como era la intención.

Salvo el rezo de un padrenuestro a las tres de la tarde, hora en que se supone sin ninguna base ocurrió  la expiración de Jesús en la cruz –y que a menudo coincide con un súbito cambio en el clima, incluidos nublazones y truenos— no se trataba en absoluto de alguna actividad que pudiéramos llamar religiosa, aunque sí tenía un sentido de fraternidad innegable.

En los años recientes, junto con Rebeca mi pareja, habíamos tenido la costumbre de salir de viaje tres o cuatro días, pero previos a la Semana Santa, de modo que muy frecuentemente nos tocó la celebración del Domingo de Ramos en algún pueblo mágico de la República. Era frecuente que tuviéramos la oportunidad de presenciar alguna procesión y la festividad incluía por supuesto incluía la compra de las palmas entretejidas afuera de alguna iglesia y la bendición de las mismas.

Esta vez la pandemia trastocó todas las costumbres. Nos queda, como decía al principio, la oportunidad para el relax y el silencio, antes de encarar las tormentas que vienen. Son días de guardar… ¡fuerzas!   Vágame.

DE LA LIBRE-TA

LA VACUNA. Aunque no puedo negar mi alegría por haber recibido ya la primera dosis de la vacuna contra COVID-19, y la relativa tranquilidad que ello conlleva, la incierta fecha para recibir la dosis complementaria empieza a convertirse en una nueva obsesión. Por lo pronto, ya se incumplió la promesa presidencial de que en este pasado marzo quedaríamos inoculados todos los adultos mayores. Y a propósito: ¿cuál es el porcentaje real de la población mexicana que puede ser considerada ya cabalmente vacunada?  Oficial: sólo el 0.7 por ciento  tiene completo se esquema de vacunación. Ni siquiera el personal médico está totalmente cubierto.

@fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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