Lo que en un inicio se creía un invento del Gobierno terminó por arrebatar empleos, acercamiento social y la vida de muchas personas en todo el mundo.
Por Alonso Merino Lubetzky
Ciudad de México, 18 febrero (PopLab).- Desde hace 42 años vivimos del abarrote, 25 desde que estamos aquí en Portales de San Sebastián, León, Guanajuato. De la existencia del virus nos dimos cuenta hace un año por la televisión. Pasaban las noticias y nos invadía la curiosidad por saber si efectivamente existía. Al poco tiempo en la ciudad cerraron los templos y el Papa oraba por las personas que se estaban contagiando. Por eso creímos. "¿Cómo la iglesia iba a confabular con el Gobierno para inventar la COVID?" —eso pensábamos.
El barrio cambió, las ventas cayeron y también un vecino tras otro, enfermos por semanas. Muchos murieron sin que los pudiéramos volver a ver. Como nosotros vivimos de esto, de la tienda, tenemos que seguir, estemos enfermos o no. Si no, ¿Quién nos podría mantener? Lo peor de la pandemia para nosotros ha sido el virus. Nunca, nunca habíamos vivido una crisis económica como esta, pero preferimos eso a contagiarnos.
Mi esposo Ignacio es bien bueno para preguntarle a la gente y al principio siempre le decían que no, que no había infectados, que no creían. Muchas personas que venían a comprar decían que todo era provocado por el Gobierno. Que lo hacían para que los adultos mayores, los pensionados, murieran y así poderse ahorrar sus pensiones. En la tienda entra y sale gente todo el día, y uno escucha los comentarios de uno y de otro y de otro. Nadie creía.
Aquí vienen médicos y enfermeras a quienes les preguntábamos si era cierto esto de la pandemia. "No hay ni un infectado" —nos decían. Veíamos en la tele lo que sucedía en España y en Italia, pero aquí no pasaba nada. Uno o dos infectados de quienes nos contaban las enfermeras, pero nada más. Nos decían que habían contratado más personal en los hospitales, pero no había enfermos.
Estamos hablando de marzo. En ese entonces la gente no salía de sus casas y se llevaban despensas para semanas, hasta para un mes. Pensamos que después de la cuarentena todo regresaría a la normalidad, que el primer confinamiento iba a ser suficiente, pues una cuarentena son cuarenta días. Pero no fue así.
Nosotros sí creíamos, colocábamos letreros, pero la mayoría entraba sin cubrebocas, sin cuidarse y sin cuidarnos. Sin previo aviso cancelaron las misas, suspendieron clases de forma indefinida y comenzaron los contagios. En mayo todo cambió, después del Día de las Madres y del Día del Padre. De ahí partió todo.
Después del convivio del 10 de mayo se empezaron a contagiar muchas personas conocidas. Hospitalizadas quince o veinte días. Gente que mirábamos así, como te miramos a ti. La familia de un lado se contagió toda. Lo supimos porque ya no vinieron a comprar. Las ventas cayeron a la mitad y hasta el día de hoy no se han recuperado, pues dependemos de escuelas, de talleres, que permanecen cerrados o que a sus empleados los han despedido y han dejado de venir.
Pero lo más complicado, más que nuestra economía, fue cuando nos contagiamos. El miedo de atender a la gente enferma que llegaba a la tienda, de recibir el dinero infectado de personas que no se cuidan. El miedo de estar enfermos y el ver morir a nuestros seres queridos. Eso ha sido lo más triste.
Fue a principios de julio cuando nos dimos cuenta que teníamos COVID porque nos sentíamos muy cansados. Blanca fue la primera y yo después, luego siguieron nuestras hijas e hijos, mi hermana y mi suegro.
Lo supe porque no podía seguir con mis actividades normales. Yo soy la que surto la tienda, que va a la Central de Abastos y regresa, y ya no podía salir a la calle sin terminar exhausta. Veía a mi esposo igual. No podíamos más.
Un médico cercano nos vio y nos recetó medicinas, unas cuantas pastillas, que es lo único que te dan. No nos hicimos la prueba porque las ventas estaban muy mal y el módulo de pruebas del Gobierno no duró mucho tiempo abierto, no había información, aunque estaba aquí cerca a unas cuantas cuadras. Comprar una prueba era muy caro y nuestro contagio era evidente.
—"Están mal, los veo muy mal" —nos dijo el doctor— "tienen que reposar". Yo solo quería descansar.
Esos días, una de nuestras hijas que todavía vive con nosotros, se hizo cargo de la tienda, pues también se quedó sin trabajo. Cayó enferma al tiempo. Otra hija que vive sola, también. Otro hijo también. Mi cuñada murió el 25 de agosto.
Después de varios días en casa mi hermana llegó al Seguro Social con 60 de oxigenación, sus pulmones ya estaban mal. La rechazaron en el Hospital Médica Campestre. Su cuerpo lo entregaron finalmente dos semanas después de haber intentado estabilizarla. Nos entregaron su cuerpo porque había dado negativo a una prueba después recibir atención médica y de su aislamiento El velorio estuvo lleno. Llenísimo. Aún así, la gente sin creer.
Luego le tocó a mi papá, quien falleció a cuatro días de la Navidad. Él también se hacía cargo de una tienda de abarrotes en el Barrio de San Miguel. Justo en esas semanas nosotros salíamos de vacaciones a la playa. Mi hijo enfermo no manejó como de costumbre, pero igual se fue con nosotros. Cuando regresamos a León siguió con temperatura.
Estando ya aquí supimos que mi papá ya tenía oxígeno. Días antes de que nos fuéramos de vacaciones me había pedido que lo inyectara un par de veces. Me dijo: "Ando malo de la gripa, hija. ¿Me inyectas?". Estando en la playa Ignacio me decía "creo que está malito". Empeoró y murió el 21 de diciembre. Hoy es día que mi hermano sigue negando la existencia del virus.
Mi papá nunca paró de trabajar. Se aferró a ir a la tienda todos los días. Nunca dijo que no al trabajo. Sus responsabilidades por delante. Sin embargo, mi papá no creía, estaba aferrado a que no existía eso, que era otra cosa del Gobierno, pero no creía y nunca se hizo la prueba para que el doctor lo atendiera, quien se la puso como requisito. "No, no, no. Ya así, ya no me saques prueba de COVID” —me dijo.
La pandemia nos ha quitado mucho, pero también nos dejó el habernos conocido como nunca antes. Ahora hablamos de la muerte en la mesa. Lloramos juntos, nos cuidamos: "Ponte tu cubrebocas", "¡Llévate el gel!" —nos recordamos siempre. Nunca hemos sido de abrazarnos y aunque nos quitó el poco contacto físico que teníamos, somos más cercanos, valoramos la vida.
Después de que nosotros enfermamos, vecinos han seguido contagiándose. Familias enteras. Y nosotros aquí, vendiendo siempre. Siempre en riesgo.
La pandemia nos quitó las ganas de consumir cosas que no necesitamos. Yo ya no quiero ropa, ya no quiero nada. Nada de nada. Me voy a acabar lo que tengo, pues cualquier día me puedo ir yo también. Mi papá antes de irse arregló la casa, sin embargo, se fue y dejó todo.