Susan Crowley
19/02/2021 - 12:03 am
Lo que el zoom no me quitó
Uno a uno, aparecen mis alumnos, mi pulso tiembla.
Son las 11:25 de la mañana, la clase es a las 11:30. Se acabó mi prórroga. No puedo con esta pinche máquina. He invertido más de dos horas tratando de conectarme a esta cosa que no quiere funcionar; eso sin contar que no pegué el ojo en toda la noche repasando mentalmente las instrucciones escritas en mil papelitos de colores: cómo encender el chunche este, cómo entrar a zoom y cómo impartir una clase superando las acostumbradas fallas técnicas.
Después de casi veinticinco años en los que me ha pasado todo como maestra, el zoom es otra cosa: me produce, no miedo, ¡pánico! Es increíble, pero una máquina se puede convertir en el más despiadado enemigo. Antes de la era COVID, dar una clase era un placer. El encuentro físico, los saludos y comentarios espontáneos, captar las expresiones de acuerdo o desacuerdo, generar debates, interpretar los gestos, recibir las aportaciones. La interacción con los participantes, los diálogos enriquecedores se ponen en riesgo al tratar de descifrar los códigos del zoom.
Y es que la cantidad de detalles y el mundo de cosas que sin remedio fallan, “a la mera hora”, nos convierten en simulacro de una misión a lo Sandra Bullock en Gravity. Ya sé que a mi generación se le llena la boca cuando maldecimos, nos peleamos, o incluso mentamos la madre y pateamos al aparato que no nos obedece. Y es que mudarse de los enchufes caseros que, lo peor lo peor, nos provocaban una descarga (como las de los toques en Garibaldi), ahora nos han vuelto rehenes de una méndiga aplicación que nos hace sentir descalificados como si lo hiciera intencionalmente, adrede decía mi abuela.
Los malditos devices, o en el mejor de los casos “dispositivos electrónicos”, como ahora los llaman, se cargan de una inexplicable voluntad. Sí, como esa película Her, en la que el disco duro era la voz de la cachonda Scarlett Johansen. Sin preocuparse por nuestros sentimientos e inseguridades, cosa que sí hace la chica de la película, nos ignoran, nos hacen sentir impotentes, nos juegan las peores artimañas. Al final, nos enfrentan con la dura realidad: somos torpes y anticuados.
De nada sirvieron los infinitos tutoriales for dummies de los creadores de la App. Las indicaciones y consejos de mi hijo aumentaron nuestra brecha generacional. Con la muy poca paciencia que lo caracteriza, burlas a su madre incluidas, y yo repitiendo para mis adentros un constante ommm, nos colocamos frente a la pantalla de mi vieja computadora. Estuve a punto de cometer filicidio, pero lo juro, era en defensa propia. Mi sarcástico engendro me indicó cómo tenía que proceder, paso a paso, dibujando expresiones varias que dejo a la libre imaginación de las que, como yo, son pobres e indefensas madres.
Esta mañana me levanté muy temprano para dar la clase. Más bien, por el estado nervioso alterado, no dormí nada. Sin atreverme a más, como en síndrome de Estocolmo, corrí a la fría e inexpresiva computadora. Empezamos mal, algo no me permitía encenderla. Estoy segura, me sonreía maligna. Llamada despertando a mi pequeño. Esta cosa no jala, hijo mío. Má, conéctala. Lo sé, los nervios me traicionan y hago pendejadas. Ya. ¡Uf! La pantalla se ilumina y yo ansiosa espero el siguiente paso. Mientras, medito. Con pranayamas trato de derrotar a los demonios, dejo fluir mi ser interior, la imagen de la computadora aparece intermitente. Invitarla a ser tu amiga, como lo aconseja un respetable gurú. Nada de pelear con ella, dejar ir y sentirse bien. Un café para mitigar el ansia y subir la estamina. Abro la ventana para sentir la frescura de la mañana. Los papelitos con las indicaciones de mi hijo vuelan.
Ordenarlos se convierte en una tarea equiparable a la de desentrañar el mapa del tesoro. Un temblor recorre mi cuerpo. La computadora, impasible. Reviso mi presentación para la clase, checo los videos, la música seleccionada. Todo listo para empezar. El Internet falla. Intermitente le dicen los que saben. Lo conecto y desconecto varias veces. Nada, decido llamar a la empresa que contraté. Una grabadora contesta y me avienta cualquier cantidad de discursos de por qué es la mejor; sin más me pide que marque el número de mi cuenta. No lo tengo conmigo. Espérese señorita ruego... es una grabación, tarada. Su número no es válido, gracias por llamar, ¡cuelga! Le doy un largo trago al café y resignada, marco.
Me siento tan desvalida como AMLO sin mañanera. Me chuto la consabida grabación de bienvenida. Digito mi número. Espero. Veo el reloj, el tiempo corre. Respiro profundo. Por fin escucho una voz, “mi nombre es Ramiro, estoy para servirle”. Gracias Roberto. “Ramiro, para servirle”. Sí, sí, Ramiro, me urge checar mi Internet estoy a punto de iniciar una clase por zoom, soy maestra ¿sabes? El silencio me contesta; indiferencia absoluta, frialdad, supongo. “Vale, para validar su llamada, deme su nombre completo, dirección, número de teléfono”. Y yo pienso, ¿qué, me va a vacunar?, pero sólo respondo: ¿No lo tiene ya? Silencio. Es inútil, me resigno. Contesto lo que me pide en tono de súplica. “Vale, permítame en la línea”. Silencio. Estoy en sus manos.
Para experimentar la eternidad y un día, basta con llamar a una de esas empresas. Desconectar, esperar treinta segundos, volver a conectar. Todo acompañado del ¡vale!, ¿por qué si estamos en México? Los minutos se vuelven un ejército de soldados que se desplazan en mi contra. Paciencia. Resiliencia, como se dice ahora. Caigo en cuenta de la hora, es tardísimo. Me angustio. El tiempo vuela, por fin tengo señal. Es un milagro, lo juro. Casi llorando le agradezco a Renato. “Vale, Ramiro, para servirle. ¿Puede responder una encuesta sobre mis servicios?” Ricardo no tengo tiempo. “Vale, me llamo Ramiro, estamos para servirle”. Se escucha una voz, “esta es una encuesta para calificar nuestro servicio”. Cuelgo el teléfono con la culpa de no haber correspondido a las atenciones de Rubén.
Entro a zoom, me veo a través de la pantalla, estoy espantosa. Ojeras, pelos pandémicos, canas, piel deshidratada, verde, expresión de muerta. Cuando me vean mis alumnos, dirán para sus adentros, pero que mal la ha tratado la COVID. Quiero llorar. Corro. Me lavo los dientes y la cara, me enredo un chal tipo abuelita. Ni se me ocurre un regaderazo, ya no hay tiempo. Total, es zoom. Me acomodo el pelo como puedo. Me maquillo como pambazo. Me acuerdo de los consejos de mi amigo gay, “Mi reina, hay que pintarse la boquita”. Saco el primer labial del cajón. Es mate, rojo fuego. En este encierro conseguiré ser inmune al COVID, pero no a la depresión. La pantalla de la computadora es como los niños y los borrachos, siempre dicen la verdad. Igualita al Guasón. La luz de la ventana me da de lado y me parte en dos, la mitad maquillada, la otra mitad oscura. Soy una máscara de teatro griego, por un lado, tragedia, comedia por el otro. Los años se me vinieron encima, ¿a qué hora? Ah menos mal que en la pantalla no se verán los kilos de más. Con un pañuelo rebajo el exceso de maquillaje. El pulso acelera, creo que estoy al borde de un ataque de nervios. Debí tomar el tutorial de maquillaje. Las 11:30 en punto, suspiro. Ok, creo que todo está en orden, un último vistazo. Afino la vista. Atrás de mí, en el librero, descubro Por qué los hombres aman a las cabronas. En un segundo, estiro la mano y me deshago del libro vergonzante.
Uno a uno, aparecen mis alumnos, mi pulso tiembla. Un millón de posibilidades de fracaso se abren ante mí. Trato de relajar y me consuelo pensando que ellos me verán sólo a través de un cuadrito. Saludo a todos. Y de pronto, me descubro entre mis semejantes igual de torpes que yo, quien no tiene la cámara apuntando la papada, parece estar a punto de comérsela, alguien más no ha podido conectarse, otra se levantó al baño y se escuchó el jalón de la cadena. Inicio la clase contra todo. Técnicamente, cuando tengo que compartir pantalla, me equivoco, y me salgo de la presentación. Los videos invariablemente se frezzean, una alumna avezada me hace saber que en otra clase todo funciona perfectamente. Me siento punto menos que retrasada mental. Sé que no fluyo como debiera, respiro profundo. Después de todo dar una clase es mi disfrute máximo y no lo arruinaré por la estúpida tecnología. Con todos los tropiezos estoy tratando de incorporarme a los nuevos tiempos. Y eso me libera.
Apagar los micrófonos para que no haya interferencia. Alguien habla y no se escucha. ¡Ups! prender el micro. Apago el video por error. Otra da órdenes a sus hijos, no se da cuenta, todos escuchamos. En las casas priva la neurosis. El famoso “se compran aparatos, colchones ropa usada que vendan” se deja escuchar. Los ladridos de un perro, el llanto de un bebé, claxonazos. Solicito que abran sus cámaras para poder verlos y captar sus expresiones. Los primeros diez minutos se van en ajustes técnicos. Otra vez, el gran consuelo: todos nos vemos bastante desmejorados y es que no nos hemos preparado para estar a cuadro. No somos estrellas. Sin producción, iluminación, ambientación y todos los apoyos técnicos, la cámara nos juega en contra. Comentarlo nos provoca risa. Nos relajamos y la clase inicia.
¡Y la nave va! Contra todo, logramos entrar a la magia que el arte propicia. Conforme voy mostrando las imágenes, los planetas se alinean a mi favor. El gozo profundo que significa dar una clase parece sobreponerse a todos los imponderables. Fallan los videos, se ralentizan, qué más da, lo importante es hablar de arte. Alguien agradece el esfuerzo, a pesar de los malos tiempos tenemos que seguir adelante. La música nos da un remanso que se conjuga con las obras que elegí: Schumann, un poco de jazz, Philip Glass. La energía humana logra insuflar a los fríos dispositivos. Por fin, todo fluye.
La clase acaba con una sonrisa y la emoción de que hemos logrado un acto de comunión, aunque sea on line y a pesar de la distancia. Lo demás es tan sólo un proceso de adaptación. ¡Vendrán otros tiempos, seguro que serán mejores!
@Suscrowley
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