Gustavo De la Rosa
16/02/2021 - 12:01 am
El tránsito de los viejos por el COVID, sin perder el aliento
La semana pasada escribí sobre este mismo tema, pero como toda crónica de la vida, el final del artículo no representaba el final de la situación, porque cada día amanece con diversas opciones. El capítulo anterior terminó con una reflexión de paciencia para los viejos en espera de la vacuna; pero esa paciencia estaba llena de incertidumbre.
La semana pasada escribí sobre este mismo tema, pero como toda crónica de la vida, el final del artículo no representaba el final de la situación, porque cada día amanece con diversas opciones. El capítulo anterior terminó con una reflexión de paciencia para los viejos en espera de la vacuna; pero esa paciencia estaba llena de incertidumbre.
Primero supimos de la gravedad del virus porque se había declarado una emergencia de salud en China, donde se había construido, en unas cuantas semanas, un hospital para más de mil pacientes, lo que nos pareció una gran hazaña de la construcción y tecnología, y ejemplo de su persistencia como pueblo. Aprendimos entonces que se trataba de un virus muy contagioso y con alta tasa de mortalidad.
No pasó un mes sin tener noticia de que el virus había llegado a México y que empezaba a causar estragos entre los venerables ancianos de todos los países infectados, aunque sólo había afectado a mexicanos que habían viajado o tenido contacto directo con algún viajero del oriente o de Italia. Nos sentíamos a salvo.
Después los sectores de Salud declararon que el virus se había escapado de sus cárceles biológicas y ahora se diseminaba por todas las comunidades, empezando una cadena de contagios; llegó la hora de encerrarse y, como los mal llamados adultos mayores somos básicamente pacíficos, nosotros aceptamos sin mucho problema la sugerencia del Gobierno y nos quedamos en casa, algunos con mucha suerte disfrutando de la familia (y no sé si la familia disfrutando con ellos).
Volaron entonces dos meses de encierro y los países entraron en crisis, las economías nacionales, locales y familiares empezaron a colapsar y no hubo más opción que aceptar nuevas sugerencias del Gobierno para trabajar por etapas, oficios y prioridades, porque ni el país ni las ciudades podían permanecer cerradas mucho más.
La economía se impuso a la salud, pues vivimos en un sistema donde hay mucha economía y poca salud, y como sigue dominando a las necesidades humanas, y las urgencias personales, fue necesario que los jóvenes volvieran al trabajo; algunos viejos afortunados pudimos mantenernos sanos y confinados, pero el virus nos iba rodeando poco a poco: empezaron a caer los contemporáneos, luego amigos y vecinos. El temor se convirtió en un riesgo cotidiano sin un tratamiento puntual que nos permitiera asegurar la salud y acabamos como víctimas de un vulgar cúmulo de proteínas.
Sólo quedaba una esperanza: la vacuna.
Era una esperanza a largo plazo, tal vez estaría lista hasta dentro de un año o más se decía en agosto, pero, repentinamente, un día de los últimos meses del fatídico año se anunció que una farmacéutica la tenía lista y tal vez pudiera empezar a aplicarla en los países periféricos al imperio norteamericano. En diciembre se aplicaron las primeras dosis a los sectores prioritarios para el combate a la epidemia y se empezó a construir la infraestructura humana necesaria para hacer llegar cada dosis a su destinatario, al parecer empezando por los mayores de 60 (yo tengo 75, ya me toca).
Sin embargo, eran voces muy similares a las del inicio de la epidemia: la vacuna estaba lejos, en otros países, con economías más fuertes y con mayor capacidad para adquirirla; era demasiada la demanda y México se había formado en la filita de los que caminan despacio; sin importar lo que se dijera, el hecho era que estaba muy lejos de nosotros, y cuando digo nosotros me refiero a nuestros seres más queridos en los sectores de edad y circunstancias de salud u oficio considerados prioritarios para el plan de vacunación nacional.
En este punto, y criticando a los hipercríticos, terminé el artículo pasado y sólo me quedó aferrarme a mi paciencia y procurar mejorar sustancialmente mis medidas de prevención, mantener más distancia, lavado de manos constante y usar mi cubrebocas en lo necesario, todo lo aconsejado para no ser víctima del malévolo enemigo coronado.
Sólo paciencia me quedaba hace apenas dos semanas.
Sin embargo, el día de ayer la tranquilidad se empezó a construir en mi interior, un viejo amigo, de los muy buenos y muy pocos que tengo en la Ciudad de México, el académico y crítico informado de todo lo criticable, el doctor Sergio Aguayo, publicó en su cuenta de Twitter que lo habían incluido en una lista de espera para la vacuna, indicando que se acercaba la aplicación de la primera dosis por edad y por colonia de residencia.
Y como pasó con el virus, que se convirtió en una realidad inevitable cuando cayó mi gran compañero Enrique Villarreal y después Lau Lozano Montoya Fujimoto, ahora la vacuna de repente se convierte en realidad: hay una persona en México, a la cual conozco y a la cual le aplicarán la vacuna por las mismas razones que tal vez a mí me la apliquen.
Ahora la paciencia ya no es incierta y puede convertirse en la libertad para salir otra vez a la calle, tal vez a las reuniones presenciales del Congreso, pero más bien para ir al café con los amigos y para visitar a la familia e ir a clases con mis alumnos (quienes tienen la esperanza de que mi carácter haya mejorado para entonces, porque las clases en línea a veces se ponen duras).
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