Susan Crowley
29/01/2021 - 12:03 am
Un viaje por la imaginación
El fenómeno del turismo cultural que se inició apenas hace una década, vivió sus mejores días y llegó a su más alto nivel el año pasado.
La noción de viajar a conocer sitios exóticos, recónditos y llenos de experiencias únicas nos viene de hace siglos. Los primeros exploradores del planeta eran osados, salían de su tierra de origen dispuestos a toparse con las más extrañas e incomprensibles culturas paradisíacas, pero también inhóspitas e incluso peligrosas. Su descripción ha llenado capítulos enteros de almanaques y libros que nos deleitan con anécdotas cuya atmósfera, olores, sabores y sensaciones nos fascinan. En esos relatos el tiempo que transcurre es otro, ese que no se advierte a simple vista. Es el tiempo de la cultura enriquecida por muchos elementos como el lenguaje, la música, los rituales, la religión. Un viajero acudía a una expedición no solo con datos en la cabeza, también se llenaba de expectativas que conformaban su ruta. Y es que lo más valioso de un periplo es cómo ha sido imaginado. No se trata de llevar el pasaporte y presupuesto, detrás de un sitio existen cualidades que se intuyen y hacen la diferencia. Es el peso de la historia, de las acciones, de los sueños, en fin, el cúmulo de experiencias que se convirtieron en exitosos libros, crónicas y novelas que deleitan nuestra sensibilidad.
Mucho tuvieron que ver los grandes escritores con la provocación que experimentamos para viajar. Las expediciones y traslados fabulosos fueron el fundamento y más adelante el auge del turismo cultural. En la era en la que se escarbó hasta el más insólito rincón de la tierra, el visitante se convirtió en el mecenas de países que surgieron gracias a las guías turísticas. ¿Quién no quiere explorar en los confines de la Ruta de la Seda como Marcopolo, o viajar a Estambul con Goran Petrovic, o tal vez un safari narrado por Karen Blixen?
Hoy, la literatura ha sido sustituida por series y películas comerciales. Las hordas influidas por Game of Thrones, colmaron las calles de Dubrovnik. El barrio Latino de París, donde Sabrina besaba al amor de su vida, mucha gente quisiera revivir a la Cenicienta que lleva dentro. Las invasiones de turistas “ecológicos” retacaron el Rainforest de Costa Rica como si estuvieran en Jurassik Park y nadaron en las lagunas de Fiji para ver si se topaban con Brooke Shields. La demanda de viajes a Siem Reap para visitar Angkor Wat fue un homenaje a Angelina Jolie en Tomb Rider.
Hasta enero del 2020 todo ese mundo del cine estaba a nuestra disposición para su uso y abuso. Habíamos logrado conquistar hasta el último rincón de la tierra. Nadie duda que la urgencia de palomear sitios se tradujo en ganancias fabulosas para los países convertidos en locaciones. Sin embargo, paradójicamente también estábamos a punto de colapsarlo y devastarlo todo. Entre más lejana e intensa la búsqueda de lugares inéditos, más profunda resulta la huella del hombre moderno. Somos depredadores sin remedio.
Basta que alguien apuntara a los sitios a los “que hay que ir”, para que una masa de turistas de muy alto nivel los convirtiera en una más de las trilladas imágenes subidas en sus redes sociales. Si el asunto era arte, había que canibalizar exposiciones, bienales y ferias mundiales. Si se trataba de comer las recetas de los grandes chefs, había que pasar muchas horas de trayecto para saborear la fusión de productos extraños, incluso banquetes a ciegas, menús de espumas, minúsculas porciones de animales en peligro de extinción. Pero si el tema era la naturaleza, abarrotar todo tipo de expediciones y safaris en los lugares en los que la abundancia de deportes y actividades recreativas rebasan cualquier expectativa. Y aún había más, los coqueteos con el espíritu también alcanzaron un absurdo nivel de popularidad. Los centros de yoga para contactar con nuestro mundo interior se atascaron de Top Models y niñas y niños bien que practican Asanas y se paran de cabeza en la imposible tarea de asemejarse a Julia Roberts y Javier Bardem. La ansiada dosis mística respaldada por American Express.
La música se volvió un punto de referencia solo si estaba el mejor DJ; las noches de ensueño en las que la entrada puede llegar a costar miles de dólares ofrecieron listas de espera interminables. Si no eres parte del círculo de elegidos, ni te apuntes. El ansia de vivir experiencias únicas permitió la creación de una especie de híbrido entre Mad Max, con el look de las etnias americanas y marcas de moda. Se llamó Burning Men, y en él se pretendió el encuentro con el espíritu, la música, tragar polvo del desierto y mucha sofisticación. Más allá de subir nuestras memorias sin memoria al Face e Instagram, ¿hasta dónde llegó nuestra capacidad de crecer como seres humanos a partir de todas esas experiencias?
El fenómeno del turismo cultural que se inició apenas hace una década, vivió sus mejores días y llegó a su más alto nivel el año pasado. Hace doce meses, cuando esta pandemia nos obligó a pausar nuestros ímpetus de viaje, asumimos que sería por un corto plazo. Nos preparamos para invernar como osos y decidimos que no caía mal un descansito de tanto ajetreo. Hoy llevamos un año encerrados en cuatro paredes y por más que nos anuncien que hay una luz al final del túnel, nos hemos conformado con explorar a través de la pantalla un mundo que antes era nuestro y que ahora vemos lejano, remoto, inaccesible.
La realidad es que ha sido una buena oportunidad para que el planeta se recupere de los embates de su peor enemigo, nosotros. Las imágenes de los trasatlánticos penetrando Venecia son un claro ejemplo de la estupidez; hoy los videos los muestran como un montón de fierros oxidados echándose a perder en algún deshuesadero. A cambio los delfines se atrevieron a visitar los canales de la ciudad más explotada y saqueada por el turismo. Sin duda las perdidas económicas se han sentido. Sin embargo, ¿hasta dónde habían llegado la inconsciencia y el abuso?
Lo que pensamos que era una pequeña suspensión de actividades, ha devenido en un año, todo indica que se convertirá en mucho más. Si corremos con suerte en agosto se estará dando por terminada esta era de la pandemia (Hugo López mediante). ¿Pero cuánto tiempo tardará en recuperarse la normalidad? Quizá, sin darnos cuenta del todo, nos deslizamos a una nueva modalidad de turismo de la imaginación. Lezama Lima, el gran escritor cubano, describió entrañablemente las calles de París hasta hacernos habitar en ellas, sin haber salido de la Isla. Es la oportunidad de viajar de la misma manera a Estambul con El Museo de la Inocencia de Orahn Pamuk, recorrer los canales venecianos con Muerte en Venecia de Thomas Mann, entrar en la vida napolitana con la maravillosa tetralogía de Elena Ferrante con La amiga estupenda. Pero habrá que tener cuidado, los viajes de la imaginación también generan adicción.
@Suscrowley
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