Susan Crowley
08/01/2021 - 12:03 am
Modesto elogio a la infelicidad
Quien se conforma con ser “feliz” y en ello deposita su existencia, dejará de advertir un mundo pleno de estados de ánimo que incluso son desgarradores, pero que nos ayudan a alcanzar la verdadera experiencia que es vivir.
“La felicidad es una tienda de ropa muy barata en la Habana”, solía decir un amigo conocido por su inteligencia y lucidez. Obviamente su tono irónico nos hacía reír a todos. Pocas personas como él gozaron la vida con un pesimismo irredento, lleno de humor negro y de sensibilidad. Desde luego mi amigo no era un entusiasta de la boba consigna “seamos felices”, tan promovida por la era contemporánea. A los ojos de muchos era un pedante; a quien se atrevía a defender la hueca ilusión edulcorada de la felicidad, le daba un ingenioso revés. Y en cierta forma tenía razón. La mediocre convención a la que hemos nombrado “felicidad” nos coloca en un nivel de lectura en el que corremos el peligro de aniquilar la real magnitud de la existencia, que es muchas cosas más que una eufórica satisfacción momentánea. Con esto no quiero denostar a quien elige ser feliz, pero dudo que en nuestro sistema de consumo podamos vislumbrar lo que implica serlo de verdad. La felicidad hoy en día se ha limitado a todo lo que se pueda usar de manera inmediata, ansiosa, insaciable.
Quien se conforma con ser “feliz” y en ello deposita su existencia, dejará de advertir un mundo pleno de estados de ánimo que incluso son desgarradores, pero que nos ayudan a alcanzar la verdadera experiencia que es vivir. Y eso es lo que está ocurriendo en nuestra época hedonista y llena de satisfactores inmediatos: el miedo a que algo nos duela nos ha convertido en seres frágiles, indefensos; diría, inclusive, espantados. La plenitud es un estado que se vive en lapsos cortos, sería imposible prolongarla. Es un gozo profundo al que accedemos cuando dejamos de complacernos. No se trata de ser felices para siempre, es ser capaces de arriesgarlo todo, vivirlo todo.
Hoy difícilmente experimentamos riesgos como no sean en la fugacidad de una droga o en la banal seducción que nos inquieta. También hemos convertido la posibilidad del éxtasis religioso en una especie de mojigatería, desdeñando la verdadera fe. Uno de los pocos estados plenos que aun nos quedan es el arte. Siempre y cuando no lo volvamos también un objeto de consumo desechable.
El compositor alemán Richard Wagner creía firmemente en ello. Se quiso asegurar de hacernos vivir una experiencia única en la que la felicidad fuera una entrega tan absoluta que no nos dejara ninguna alternativa que sucumbir a ella. La verdadera felicidad para Wagner era un instante previo a la muerte. Un voto por la trasgresión absoluta en el erotismo; vivir hasta las últimas consecuencias en el estado último, la totalidad del ser humano de cara a su extinción, el éxtasis que es también la pequeña muerte. Cuando escribió la ópera Tristán e Isolda utilizó una cantidad de elementos que se concatenaron para lograr la experiencia más elevada que se ha dado en el arte. Eros con toda la fuerza que le otorgan los desesperados amantes en su sed de amarse volviéndose capaces de desafiarlo todo con tal de agotar la dulce amargura del amor.
El erotismo habita en la imaginación, previo al encuentro físico, ahí es donde se gesta el deseo. Vivirlo se convierte en la única obsesión, cuando se logra, solo deja insatisfacción, muerte. ¿Quién puede experimentar el amor absoluto y luego resignarse a continuar sin él? Wagner sabía que Eros es un arma letal cuando se trata de dos cuerpos que se descubren y sin pensarlo se arrojan al precipicio de la pasión. Él mismo lo vivió con su amada Mathilde Wesendonck.
El músico alemán invocó a Eros para crear el tema más perfecto que se haya escrito jamás en la música: el acorde de Tristán. Con ello inicia la melodía infinita, con ello se evanece el amor terrenal. Pero ese drama musical no sería convincente si su autor no le hubiera agregado una pócima de amor que rebasaría a toda comprensión, ¿quién quiere pasiones humanas?, ¿amores perdurables?
La apuesta de Wagner es la desilusión ante cualquier plan de vida que sujete a la comodidad de un amor “feliz”. El amor de Tristán e Isolda no busca la dicha de una vida placentera. El triunfo del arte nada tiene de feliz, es una Isolda desgarrada por el dolor, se ama a sí misma amando a Tristán. Muerto su amante, su vida no tiene sentido. Solo es capaz de amar lo que siente por él, y le fascina la fascinación que produce en él. Es una historia de locura, disolución, caída, pérdida, muerte, ¿estamos dispuestos a esto en vez de querer ser felices? Dicho de otro modo, ¿somos capaces de vivir una felicidad que nos arroje a la nada?
El aprendizaje al que nos reta el arte no es tan simple como que nos guste, que nos de placer, o que nos haga sentir satisfechos y felices. Es un camino sinuoso en el que podemos vivir de todo, una profunda tristeza, una alegría sin límites que aterra. También podemos experimentar una locura en los sentidos que nos haga más sabios. Incluso, el arte vivido en su máxima expresión es un precipicio al que hay que estar dispuesto a arrojarse. Nada parecido a lo que vivimos hoy en día como sociedad del consumo y bienestar.
En esta época en la que apostamos por una felicidad de cuento de hadas nos hemos convertido en consumidores de los más absurdos caprichos. Por eso actuamos como niños que chillan y se quejan de todo, necesitados de algo que ni siquiera podemos definir, desesperados por lo que no podemos obtener. Somos unos tristanes e Isoldas sin el verdadero amor, llenos de miedo a morir, pero también a vivir. Inútiles e insatisfechos, nuestra frustración se detona ante la más mínima incomodidad. Nos hemos acostumbrado a pagar y demandarlo todo con una soberbia increíble. Cuando hemos podido elegir, lo hemos hecho para ser felices sin arriesgar.
Estamos viviendo las consecuencias de nuestra elección, nunca imaginamos enfrentar los estragos y la dolorosa realidad de vivir el sometimiento a una enfermedad que no distingue y ataca por igual. La pandemia quedará como una dura lección para todos. Dolorosamente se ha cebado con el arte, impidiendo que lo mejor y más elevado del ser humano, los artistas y sus obras se manifiesten. Sin embargo, la lucha que han establecido para mantenerse activos es una muestra de su compromiso con el mundo. En las peores circunstancias la voz del arte reclama su espacio, nos ayuda a superar los estragos de la enfermedad. Nos recuerda que hay otras realidades a las que podremos acceder sin tener que dejar el aislamiento.
La fuerza de la voz que nos cimbra el alma, el sonido de la música que atraviesa los tiempos, el fluir de un cuerpo que nos subyuga, el trazo en un lienzo, el equilibrio en un espacio, la luz de una fotografía, el movimiento perpetuo del cine; el arte nos permite adentrarnos en un universo que no tiene falsos pactos con la felicidad, que exige y que obliga a pensar más alto. Así lo concibió Wagner y así deberíamos concebirlo cuando seamos capaces de rendirnos ante la obra de arte.
Para arrancar un año que continúa con la incertidumbre, festejamos el día de Reyes. Las tiendas, a pesar de las restricciones, abren sus puertas para recibir a una masa que cree que la felicidad es consumir. Algo muy parecido a la gran barata de esa tienda en la Habana de la que hablaba mi amigo.
@Suscrowley
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