Blanka Alfaro
23/12/2020 - 12:02 am
Navidad en rojo
A veces me pregunto si, al igual que los animales atrapados en espacios reducidos, nos entregaremos a la triste resignación de que esta reclusión va para largo.
Me llama la atención la figura del semáforo para indicar las medidas de seguridad ante la crisis sanitaria por COVID-19. Desde el 19 de diciembre hasta el 10 de enero la luz está en rojo. Es inevitable imaginarme a la sociedad como un enorme embotellamiento, esperando a que el color nos diga que podemos continuar con nuestras vidas.
Veo a muchos pasándose el alto y a una cansada policía de crucero, a la que nadie le hace caso, tratando de controlar el tránsito. Ignoramos el semáforo en rojo para llegar al aeropuerto y salir de vacaciones, para llegar a la boda que no deberíamos estar festejando en estos momentos, para ir a peregrinaciones, a reuniones, a comprar juguetes, lo ignoramos para ya no estar atorados en este tráfico interminable.
Una parte de mí entiende la desesperación de estar en el encierro y las ansias de huir de él a toda costa. A veces me pregunto si, al igual que los animales atrapados en espacios reducidos, nos entregaremos a la triste resignación de que esta reclusión va para largo. Pero es una comparación injusta para los animales, de los que una inmensa mayoría nunca conocerá la vida fuera de una sucia jaula o corral.
Porque incluso en este embotellamiento hay vehículos que siguen su trayecto normal, sin luces rojas que los detengan. Llevan cerdos, pavos, vacas, pollos y corderos al matadero, mayores en número en estas fechas. Y si por casualidad nos topamos con sus miradas mientras estamos en la comodidad de nuestro automóvil, la compasión por ellos durará tanto como el camión que los transporte esté cerca de nosotros.
Esta luz roja se está haciendo eterna y todos la estamos viviendo de manera diferente. Unos se asoman por las ventanas de sus autos con la esperanza de saber algo nuevo que les sirva de consuelo. Otros comienzan a dudar por qué siguen parados y se inventan razones para pasarse el alto.
Que si la tasa de mortalidad es baja, que si todo es una invención de los gobiernos del mundo para controlarnos, que si de todos modos nos vamos a morir, que si uno ya no sabe qué creer, que si las noticias ya aburren al no hablar de otra cosa…
Estoy harta, como muchos, de estar aquí atorada, sobre todo en momentos en los que se supone que debería estar con mis seres queridos. Pero hacer caso a ese semáforo y atender de manera religiosa las medidas para prevenir un contagio es la única manera en la que podremos avanzar eventualmente. Hay personas, humanas y no humanas, que dependen de que salgamos ilesos de esta situación.
Parece exagerado darse esa importancia; pero esa es precisamente la naturaleza de la responsabilidad. Hay compromisos que nadie nos obliga a cumplir pero igual lo hacemos; ya sea por amor, por empatía o porque en el gran esquema de las cosas sabemos que evadirlos puede traer consecuencias que impactarán a muchos, no solo a nosotros.
Esta responsabilidad requiere, forzosamente, comprensión retrospectiva y visión a futuro. Entender cómo acabamos aquí en primer lugar y qué pasará si todo sigue igual. Aceptar la posibilidad de que podríamos ser la causa por la que alguien no llegue a casa jamás.
En mi caso y en el de muchas personas que conozco, tenemos familias integradas por miembros de diferentes especies que nos necesitan y esperan. El futuro de los animales dentro de esos camiones es algo que también necesita cambiar; sé que las razones por las que están ahí atrapados están estrechamente relacionadas con aquellas que nos hacen estar aquí parados.
Son mis razones para no pasarme esa luz roja.
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