Jorge Alberto Gudiño Hernández
19/12/2020 - 12:05 am
Sobre la utilidad de los semáforos
Pese al problema con los semáforos, bien podemos ser cautos.
Si nos limitamos a la etimología, un semáforo es un objeto que emite señales utilizando luz. De hecho, la palabra existe antes que el aparato que conocemos para regular el tránsito vehicular. Se utilizaba hace siglos para nombrar un sistema ideado para transmitir información a distancia, algo así como un telégrafo óptico. Fue, empero, en 1868 cuando se comenzó a utilizar del mismo modo en que lo usamos hoy en día. El auge vino décadas más tarde, cuando la producción masiva de automóviles trajo los atascos viales. Más importante aún: exigió establecer algunas reglas de convivencia en las calles. Fue ahí cuando el semáforo se volvió parte fundamental del mobiliario urbano. Es muy sencillo pensar en el caos que se generaría en una ciudad como la de México si, de pronto, dejaren de funcionar todos sus semáforos (es cierto, hay ciudades que no los necesitan por la forma en que fueron planeadas, las nuestras no son así).
En términos muy simples, el semáforo le indica a los automovilistas, a los peatones y a los ciclistas cuándo pasar y cuándo detenerse. Suelen funcionar a partir de una secuencia que va alternando el derecho de paso de unos y otros. Sabemos bien que desobedecer de sus señales bien podría acarrearnos una multa o una sanción administrativa. Eso no sería lo más grave, ya que también podrían ocasionarse accidentes.
Más allá de la ingeniería que opera a estos sistemas, los semáforos funcionan a partir del consenso. De nada serviría que uno fuera respetuoso de sus señales o que cierto conductor temiera las infracciones, si el resto no. En otras palabras, cuando uno cruza la calle en verde, asume que los del otro lado se han detenido. El semáforo funciona porque todos hacemos que así sea. Basta con un imprudente, un engreído, alguien que se distrae u otro que piense que está por encima de las normas, para que todo el sistema se trastoque con consecuencias en múltiples niveles. En otras palabras, los semáforos de la calle funcionan bien en la medida en la que son confiables los ciudadanos responsables de atender sus indicaciones. Y, aunque siempre hay excepciones, en términos generales (en unos países o ciudades más que en otros) solemos ser obedientes de la contundencia de la luz roja.
Algo similar debería suceder con el semáforo que nos confina en los diferentes estados de nuestro país. Si los parámetros son claros, el color cambia. Sin muchas gradaciones, pues para eso utiliza un sistema claro de señales. Piénsese, si no, qué sucedería si el semáforo de la avenida tuviera cuatro tonos de verde, seis de naranja y un par de rojo. Piénsese, además, que ese círculo cromático no obedece a problemas de fabricación sino a distintas señales: Avance, pues, quien tiene el verde claro pero hágalo después de quien tiene el verde botella; los de amarillo pálido pueden ir soltando el freno aprovechando la bajadita pero los de naranja oscuro deben poner la palanca en neutral… Sería caótico. Básicamente porque los sistemas de señales universales funcionan mejor entre más sencillos sean. Y la contundencia del rojo es importante en este caso: ¿cuántos no han acelerado para pasar mientras parpadea el verde o ya está puesto el ámbar en el semáforo?
Aún peor que una cromatografía ampliada es la descompostura del semáforo. A muchos nos ha pasado en algún momento: aprendemos a reconocer el semáforo descompuesto. Simple y llanamente, no funciona. Entonces lo ignoramos. Incluso nos desesperan aquellos conductores que, ignorantes del estado del aparatejo, deciden hacerle caso y, en consecuencia, frenan el trayecto de todos los demás. Cuando los semáforos dejan de cumplir con claridad su función señalizadora, sólo se puede anticipar el caos citadino.
Eso sí, al margen de todas las culpas que se le puedan imputar a los responsables del mantenimiento de los semáforos, también hemos aprendido a ser conductores cautos. Nos conviene. Aunque no haya semáforos, solemos detenernos o reducir la velocidad en los entronques. No aceleramos a fondo justificándonos porque no hay nadie que regule nuestra velocidad o nuestro paso. Es cierto, podríamos no tener una multa pero sí un accidente. Así que, pese al problema con los semáforos, bien podemos ser cautos. Como aquellas ocasiones en que alguien ha tenido que manejar de noche en una zona de la ciudad donde se ha ido la luz. No hay semáforos pero tampoco un choque cada minuto.
El Semáforo epidemiológico está tintado de diferentes tonos muy cercanos al rojo. Seamos conscientes. No aceleremos, no crucemos sin ver y, sobre todo, no salgamos salvo que sea indispensable. No es el Gobierno ni los empresarios quienes más se afectan con un accidente. Tampoco son ellos quienes cargan el dolor de un ser querido contagiado y muerto. Somos nosotros, quienes manejamos por estas calles.
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