Susan Crowley
18/12/2020 - 12:03 am
La sonata que inventó el jazz
La sordera de Beethoven es como la oreja de Van Gogh. Ha llegado a ser un cliché de tal escala que difícilmente podríamos pensar en alguno de los dos artistas, sin incluir la calamidad que los azotó en su vida. La costumbre de manipular al espectador con historias dolorosas sobre discapacidades, desgracias, locura, o todo […]
La sordera de Beethoven es como la oreja de Van Gogh. Ha llegado a ser un cliché de tal escala que difícilmente podríamos pensar en alguno de los dos artistas, sin incluir la calamidad que los azotó en su vida. La costumbre de manipular al espectador con historias dolorosas sobre discapacidades, desgracias, locura, o todo tipo de dramas existenciales termina por reducir el gran arte a una suerte de anecdotario que si bien nos emociona no necesariamente nos lleva a abrazar la inmensidad de su creación.
Pero si por un momento pensamos en una obra como La Noche Estrellada de Van Gogh o escuchamos una composición de los tamaños del Opus 111, también conocido como sonata no. 32 de Beethoven, entraremos a un universo que exige elevar el espíritu y llenar nuestros sentidos del gozo profundo que es la creación humana más allá de lugares comunes o de sentimentalismos baratos.
Uno de los atributos más significativos del arte es que logra provocar estados alterados ajenos a la realidad inmediata. Delante de la creación artística alcanzamos a experimentar todo tipo de sentimientos como la felicidad, el dolor, la alegría, el enojo o la tristeza. Incluso, el impacto de una obra nos puede llevar a tal grado de asombro que provoque un pasmo momentáneo. Muy difícil de explicar, es una especie de temblor y sensación quizá de frío que se cuela en nuestras venas y que nos recorre súbitamente. Es tan real y al mismo tiempo tan extraordinario que ya los griegos lo nombraron tremendum. Perturbador misterio, invade los sentidos en un deleitante suspenso que penetra a quien lo vive. Así de bello, también es aterrador. Lejos del reino de la luz, oscuro; en vez de magnánimo, perverso. En su extraordinaria novela Dr. Faustus, Thomas Mann, lo nombra experiencia diabólica.
El joven compositor Adrian Leverkün ha pactado con el diablo para componer la obra de arte perfecta. Se trata de lo sublime, de la totalidad a la que un ser humano podrá acceder jamás y a la que la humanidad completa será sometida. No existirá una experiencia de la magnitud de esta composición. Su influencia demoníaca cambiará por completo la vida de quien la escuche. A través del oído arrojará a sus víctimas a vivir estados que de otra manera no conocerán. Una obra que no solo será para ser escuchada, sino que abatirá a quien se deje atrapar por ella.
Satanás, aparece en metamorfosis constante delante de Leverkün y lo avasalla. Con juegos de palabras y sarcasmos, le ofrece la máxima belleza, pero también la fatalidad. La simple posibilidad de obtener la perfección de la que le habla la espeluznante presencia, lo lleva a firmar un pacto en el que inexorablemente su alma será arrastrada al infierno. Es tal la ambición del joven compositor que lo cede todo para obtener el maléfico don que le ha sido ofrecido. A partir de esto, su existencia será un camino a lo sublime y a la auto aniquilación.
Pero la poderosa e inigualable obra nunca será escuchada. Durante la lectura de la novela, solo vivirá en nosotros como una idea. La obra de arte total de la que trata esta historia pertenece al ámbito literario y jamás se materializará. Es imposible y, sin embargo, nos hace vivir página tras página momentos de deleite y horror que nos someten a una experiencia más allá de los sentidos. Olemos el azufre que acompaña las apariciones del maligno, nos dejamos asfixiar por la atmósfera lúgubre con la que cubre la escena esa anómala criatura y nos horrorizamos al ver a Adrian firmar un pacto que incluye su condena.
El virtuosismo literario de Mann nos sentencia a vivir el pánico ante el inminente deterioro de nuestro héroe, su interminable agonía y el infinito pago de su deuda con el maligno. No habrá música, el silencio será el único resultado de este doloroso pacto. A pesar de la meticulosa descripción de los avances en la creación de su trabajo, la obra nunca se concretará. Por más que deseáramos escucharla no es más que una ilusión creada por el genial escritor. Y en eso estriba su poder. Para llevarnos a entender los niveles de la composición que se propone Leverkün, Mann utiliza una obra que sí conocemos y a cuyo influjo seremos sometidos durante gran parte de la novela.
Se trata precisamente del Opus 111 de Ludwig van Beethoven, en solo dos movimientos, algo inusual. Después de pasajes completos dedicados al análisis exhaustivo, el profesor Kretschnar, personaje de la novela, ejecuta la obra en su viejo piano. Al final llega a una conclusión devastadora: “La sonata terminaba aquí, había sido conducida a su término, había llegado a su destino y alcanzaba su meta. Se disolvía en sí misma, se despedía”.
Es cierto que cuando Beethoven compuso su última sonata estaba completamente sordo. Por lo tanto, para poder componer una obra de este nivel, no solo debía tener un control absoluto de los sonidos que emitiría. Algo más, un sentido que precede a los otros cinco debía ser su guía. Beethoven no escribió para ser escuchado. Utilizó las notas como un sistema de ideas. Una invitación que también es un reto para trascender nuestra ordinaria manera de entender el arte. Uno a uno, mientras van sucediéndose, los temas nos van involucrando hasta llevarnos a vivir un gozo tan profundo como insondable.
El primer movimiento es un brioso y expresivo Maestoso lleno de fugas y temas entremezclados que ponen de manifiesto la libertad por la que siempre luchó Beethoven. Su idea de progreso, más que pragmática, era la de trascender los atávicos sistemas a los que un músico, considerado el sirviente de los frívolos cortesanos de la época, era obligado. Beethoven se sabía superior a esa gente para la que componía, pero al mismo tiempo tenía que servirlos para sobrevivir.
El segundo movimiento cuyo tema es una Arietta (aria de poca duración), se desdobla en una serie de variaciones que llegan a un adagio sutil y delicado lo mismo que a un ritmo vertiginoso imposible de imaginar en un músico de aquella época: una especie de swing anuncia la música del futuro. El jugueteo del jazz enunciado por rápidos cambios de ritmo genera una emoción inigualable. El voraz avance de las notas termina por llevar a la melodía a lo indistinguible. Toda la materia sonora y su disolución trascurren frente al piano. Y ahí termina. En la nada. Dos movimientos que parecieran colocar el punto final de una historia de entrega al arte. Dolorosa sí, pero grandiosa.
Las múltiples biografías aseguran que Beethoven sufría. Su famoso testamento de Heiligenstadt lo muestra desesperado por no poder completar su obra. Pero contrario a esta idea lastimosa, hay que decir que el orgullo del artista fue asumir lo que muy pocos creadores fueron capaces, la inconmensurable gloria que habita en lo humano y con ello dar forma a todo el corpus de su obra. Nosotros escuchamos a Beethoven. Reducimos todo a lo que captan nuestros sentidos. Somos cuerpos cuya sensorialidad abarca el mundo sensible a nuestro alcance. Pero existen seres dotados (muy pocos), que no requieren de los sentidos para entrar a ese infinito interior en el que no son necesarios los olores, sabores, colores o sonidos para entender la magnitud de la belleza y el esplendor. Uno de esos seres era Beethoven que nos dejó a los simples mortales, no solo un canto de alegría y gozo profundo, también salvó nuestra trivial e inmediata realidad para llevarla a habitar la perfección.
Escuchar la 111 nos obliga a ser un poco demoníacos, a asistir al tremendum al que nos arroja, nos convierte en una especie de Leverküns que firmamos un pacto de seducción; con él aceptamos ser tentados y así condenar nuestra vida al influjo del poder de Beethoven. Leverkün sigue componiendo en el Infierno, Mann continúa seduciendo nuestros sentidos con su literatura. Ludwig Van Beethoven nos hace presente que hay un bien más elevado y total con el que debemos ser capaces de comprometernos.
El genio de Bonn, como se le conoce, nació un 16 de diciembre de hace 250 años. La pandemia barrió con la mayoría de los festejos que se tenían contemplados para celebrarlo.
@Suscrowley
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