Susan Crowley
13/11/2020 - 12:03 am
Gabriel Orozco, la mística del ateo
Una caja vacía es el continente en el que se vierten todos los posibles. En el fondo del armario, en una bodega olvidada, nadie se percatará de su valor.
El gran cuadrado no tiene ángulos,
La gran sonoridad no produce más que un sonido ínfimo,
La gran imagen no tiene forma.
Tao.
En su última exposición en la galería Marian Goodman de Nueva York, el artista mexicano Gabriel Orozco rebasó su propio récord: la venta de todo lo exhibido, a pesar de los duros tiempos que corren. Muchas veces tachadas de ocurrencias, ¿qué es lo que tienen sus obras que provocan a los coleccionistas la necesidad de poseerlas? Cualquiera que sea el motivo, cada una de sus exposiciones nos ha acostumbrado a discutir, criticar, cuestionar, admirar o denostar su éxito. Pero más allá de sus implicaciones en el mercado del arte, existe un misterio que habita en su mirada y cuyo poder cautiva o causa el rechazo de propios y extraños. En esta ocasión la apuesta del artista ha sido sumergirse en la tradición oriental (donde vive desde hace tiempo) y mezclarla con una técnica milenaria, el temple. No solo eso, GO permea en su trabajo las intuiciones que lo han acompañado siempre, una de ellas, La caja vacía (1993), teorema al que nos enfrentamos como un desafío y que nos permite o no, entrar y profundizar en su peculiar manera de concebir el arte.
Para el Tao (el camino), la imagen es la constatación de que la “no forma” existe. Por eso celebra la pintura, no como reducción sino como la propia naturaleza a la que no puede detener o limitar. El vacío en Oriente es posibilidad. Equilibrio. La vasija es esbozo de una plenitud que se muestra en su contrario. No es necesario que contenga “algo” para evidenciar su capacidad. En su vacío lo abraza todo. Utensilio ancestral, es la concreción de una idea, el vacío que es pleno. En Oriente no existe una diferencia, ambos conceptos suman, completan, posibilitan. Son presencia contenida en su ausencia.
Caja vacía de Gabriel Orozco es la expresión contemporánea de la vasija. Respuesta occidental al consumo que anula cualquier posibilidad de vacío. Una caja es para llenarla. El vacío en nuestra cultura es carencia. Inadmisible en una sociedad urgida de poseerlo y agotarlo todo. En la cosmogonía del exceso, la utilidad de una caja es intrínseca a nuestra capacidad de desechar. La caja es el contenedor universal que simboliza nuestro deseo vehemente de abarrotar. Lo mismo que en un hogar, un buró de trabajo, un centro comercial, un espacio religioso, ¿cómo pensar en un mercado sin sus guacales, cajas vacías en las que se transportan los productos necesarios? Inadvertida hasta que se le requiere, la caja vacía afirma su ontología, sirve para guardar, embodegar, ocultar, aquilatar. También puede ser el último destino antes de desechar, arrojar, eliminar. Vehículo que consagra el ritual del deterioro y el olvido. La caja es el sitio en el que se acumula, atesora y descarta. Como una paradoja, en una caja acopiamos y en una caja desdeñamos.
Pero sigamos un poco más. Una caja vacía es el continente en el que se vierten todos los posibles. En el fondo del armario, en una bodega olvidada, nadie se percatará de su valor. Sin embargo, en el instante que venga a la memoria que lo que depositamos en ella es esencial, la caja cobrará una relevancia inusitada. No debemos olvidar, la caja en la que se depositaron los restos de aquellos mártires. La llamamos relicario, es una de las manifestaciones de nuestra fe. Dependiendo del nivel social y económico, usamos distintos materiales para las cajas que nombramos ataúd en las que posamos a los difuntos. En una caja vacía que llamamos urna, colocamos los votos con los que decidimos el futuro de nuestra nación. Una caja vacía, es el receptáculo de lo inconmensurable. En ella podemos atesorar nuestros anhelos, nuestros sueños, el pasado, la memoria, la alegría y la tristeza; lo que fue alguna vez, lo que nunca será, lo que tal vez podría ser, lo que jamás hubiéramos imaginado que sería. La caja es el embalaje en el que toda nuestra existencia se vuelve objeto. Mientras está vacía es posible.
Mis manos son mi corazón (1991), de Orozco, contiene la sístole y la diástole. Igual que apresa los deseos, dejan ir, reconocen los miedos, la pequeñez y la grandeza, la angustia y la zozobra, la plenitud y la pulsión de muerte. La caja vacía se transfigura, deviene en las manos que abrazan. En esta imagen, las manos del artista funcionan como una caja vacía.
En la teoría del icono sagrado, el soporte (madera) en el que se coloca a la divinidad, es una especie de caja vacía. Simboliza la protección en la que reposa. Contiene la belleza de lo ilimitado, la custodia, jamás la atrapa. No encierra, inscribe. El icono es la imagen de revelación que enuncia en el vacío (ausencia), la presencia (plenitud). Rakugaki (2020), puede traducirse como escribir, garabatear. Consiste en una serie elaborada al temple. Son dibujos (graphein) concebidos por Orozco en los cuadernos que suele llevar consigo mientras camina; ejercicio que le sirve como una suerte de contemplación del entorno. Un flaneur (caminante), que pasa por las escenas, los objetos, los paisajes, la naturaleza como un observador cuyo único propósito es dejarlo todo en su absoluta imperturbabilidad. Como el mismo Orozco lo dice, “la intención es generar una obra gráfica plana. Intentar controlar los materiales utilizando una técnica sin pretender crear una ilusión. Lo mismo que Perro durmiendo (1990), la foto es una imagen vacía, contenedor de objetos que no deben ser tocados, deben permanecer”.
Desde su cámara, en sus manos o en una tabla, inscribe el poder de los objetos sin alterarlos. Los significa. ¿Simbiosis con la finalidad mística del icono? Gabriel Orozco se confiesa ateo. Los trozos de madera fungen como la caja vacía; albergan alguno de los múltiples trazos recogidos. En todo caso, son soportes para los esbozos que deambulaban en lo informe. A través del temple como técnica, el artista asegura su permanencia. Capa tras capa, el graphein es aprehendido, fijado sin cosificarse. Las sutiles formas son trasladadas sin ser tocadas. De la naturaleza a la pintura, plasmadas para convertirse en pequeños infinitos que bordan en el vacío. Un vacío que es el soporte que les permite ser contempladas. El icono es una imagen sagrada que desvela la fe; lo de Orozco es imagen de una religión llamada arte. El Tao nos dice que no hay búsqueda de Dios porque no hay que acreditar su existencia, sabe que lo que “es”, se encuentra “por sí mismo”. A fin de cuentas, el artista, como lo dice Platón, es un demiurgo (principio impulsor del universo), que roba la creación a los dioses y con ella plasma al mundo. En su creación asume la responsabilidad; en el caso de GO es la de rescatar las pequeñas cosas de la existencia, salvarlas del olvido, significarlas, otorgarles el valor para ser contempladas.
La cámara es una caja vacía, busca objetos inalterados, los guarda para dejarlos en su estado primigenio. Perro durmiendo simboliza el sitio como fue encontrado y dejado, otra vez, vacío/lleno en su inmutabilidad, memoria del instante. Los iconos de Gabriel son una forma de religarse con lo nimio, con lo pasajero que trasiega inadvertido para convertirse en una visión.
La caja vacía de Gabriel Orozco es más que un objeto o una ocurrencia; es emblema de toda su práctica, el medio es la variable para un mismo fin. Por eso la caja debe ser vacía, permanecer en espera de nuevas experiencias. Lo mismo son las manos, que la cámara fotográfica o que la madera. Seguramente vendrán otros medios. Al ser trasladados por un artista al mundo del arte, se les dotará de la cualidad que les permitirá ser caja y no serlo. La caja dejará su utilidad inmediata, su caducidad para suspenderse en la atemporalidad y simbolizar a todas las cajas. Alquimia que convierte al medio en propiciador.
La caja es la cámara, es la madera, es el vacío…
@Suscrowley
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