Susan Crowley
06/11/2020 - 12:03 am
La mano que piensa
Las tendencias artísticas al servicio de un mercado repleto de carteras a reventar. Atrapar al comprador para volverlo parte de su sistema, un consumidor adicto. En el fondo, vendedores hábiles entrenados para seducir con objetos extravagantes, incomprensibles que por ello fascinan.
Una de las consecuencias de la era del consumismo es la masificación. El fenómeno de las masas tiene que ver con una sociedad que habita en la necesidad de poseer, ostentar y rápidamente desechar en función de lo nuevo; multitud amorfa, carente de rostro, el ser humano se mueve en función del consumo. Consumir mercancías, consumir moda, consumir lugares, consumir noticias, consumir entretenimiento, consumir cultura, consumir sistemas de superación personal, consumir redes sociales, consumir productos para la salud, consumir, consumir. El ansia que este mecanismo genera causa una adicción de la que es difícil escapar. Consiste en un vacío propagado, en la materialización y adquisición inmediata de un deseo que nos deja insatisfechos y nos obliga a pedir más. El círculo vicioso del consumo ha permeado a todas las sociedades, no importa la condición o el nivel económico, la urgencia de consumo nos ha atrapado a todos y decir todos es hablar de masa. Una masa que se mueve indivisible y que hoy, debido a la pandemia, se contagia a sí misma y termina convertida en fuente de su propia enfermedad.
Hasta febrero de este año vivíamos en un sistema de anhelos fugaces, fatuos, innecesarios y que pusieron a prueba nuestra capacidad de adquisición. Endeudarse y ser propietarios de objetos que satisfacían nuestros deseos, para luego dejar de ser importantes sin mayor explicación. Autómatas, respondimos a la exigencia de agotarlo todo.
Las listas de espera en los restaurantes de postín, los viajes a lugares exóticos para tener el like y la selfi acostumbrada, los objetos costosos de moda que servían para una temporada y que resultaban obsoletos a los pocos meses. La insatisfacción perenne por encontrar la juventud perdida en clínicas de cirujanos charlatanes que nos vendieron el secreto de la piel tersa, los labios voluptuosos, la desaparición de arrugas, no importa el precio. Las páginas de sociales repletas de seres anómalos, sin expresión, sin movimiento a consecuencia del último lifting. La única obsesión, apropiarse del enigma del paso del tiempo con resultados desastrosos. Por si todo esto no colmara las aspiraciones que nos fueron ofrecidas, el arte también sucumbió a los caprichos de los coleccionistas dispuestos a pagar lo que fuera por entrar a las listas de los conocedores. Comprar una obra es comprar una vida, se escuchaba en los pasillos de las ferias y en los lobbies de las subastas.
Las tendencias artísticas al servicio de un mercado repleto de carteras a reventar. Atrapar al comprador para volverlo parte de su sistema, un consumidor adicto. En el fondo, vendedores hábiles entrenados para seducir con objetos extravagantes, incomprensibles que por ello fascinan. En las subastas la adicción por la puja excedió los límites de cualquier lógica. Los mismos subastadores han puesto toda su adrenalina para llevar a sus clientes a exhibir su poder económico y hacerlos ganadores. Antes del martillazo el pánico escénico se convirtió en una constante, ¿llegaremos a rebasar las cifras de venta anteriores? Las cartas de crédito con sumas desproporcionadas aparecieron en los titulares de los periódicos. El nuevo escándalo, un tiburón del artista de moda Damien Hirst, once millones de dólares, sería superado con creces por los ambiciosos consumidores.
Largas filas en ferias llenas de glamur; exposiciones de los grandes museos con galas de alfombras rojas muy a lo Hollywood; bienales abarrotadas de un público ávido de aparecer en la prensa de los especialistas en arte; millonarios con una capacidad insospechada para soltar billetes; lotes completos para especular encerrados en enormes contenedores con aire acondicionado, convertidos en paraísos fiscales; pago en billetes verdes sin pasar por las haciendas del mundo. El arte devenido en estrategia criminal destinada al lavado de dinero.
Hasta la primavera de este año el mundo parecía organizado a partir de una ecuación perfecta: la necesidad de consumo, la oferta calculadamente elaborada, el hastío y la decepción, la urgencia de ir por más, moviéndose en hordas como aquellas invasiones bárbaras. No quisimos ver el evidente declive, la caída a la que estábamos destinados. El ser humano estaba distraído, negociaba como un tahúr en su círculo vicioso de auto insatisfacción perenne. Amontonado con otros, sin poder detener la euforia del consumo.
De pronto la pandemia nos obligó a cuestionar una existencia edificada en lo suntuario, en lo superficial, en el consumo ilimitado. La COVID vino a modificar la estrategia de dispendio pensada por alguien más y asumida por todos. De golpe nos vimos obligados al aislamiento, a detener el carromato del vacío y a descubrirnos en nuestra fragilidad, pero también en la inconmensurable gratuidad de las pequeñas cosas imperceptibles que aparecieron con nuestro encierro. Increíble, gozar de un minuto más de salud. Nadie quiere morir, al menos no de COVID. No hay una obra de arte que sustituya el apego a la fortaleza física y el miedo a perder la salud. Quien haya invertido fortunas en objetos suntuarios, está dispuesto a invertir el doble para poder combatir a este enemigo violento, oscuro, inexplicable.
El mundo de afuera se colapsó, las economías de los países se concentraron en salvar vidas y en encontrar la vacuna. Los bienes atesorados en los museos, en ferias, en exposiciones canceladas no salvan las vidas. Quedaron suspendidos como también quedaron en silencio, las voces, los cuerpos, la expresión, el talento de tantos artistas. El consumo se detuvo, la masa se dispersó, el rostro de cada uno se ocultó detrás de los tapabocas, no hay sonrisas, no hay abrazos. La parálisis económica ha sido terrible, pero también resulta una oportunidad. La experiencia nos obliga a la reflexión ¿hasta dónde habíamos llevado el apetito de consumo?, ¿seremos capaces de dar marcha atrás y dejar esta vorágine que nos consume?
Como la primera huella del hombre en las cavernas, como desvelar la fe en las catacumbas, el surgimiento de las voces obligadas a callar, los cuerpos contenidos, las mentes sagaces vuelven a pensar al mundo y lo reconstruyen. El arte tiene el poder de rescatar la vida, de sanar nuestras heridas. Poco a poco músicos, cantantes, bailarines, actores, el talento, sale a la luz para rescatarnos de nuestro marasmo. Como una especie de rito iniciático, el arte surge. Cuando el ser humano crea, siempre será una primera vez.
El inicio de las civilizaciones es una mirada al horizonte, la marca del ser humano en el firmamento. La mano que piensa se dispone a redimirnos de la parálisis. El letargo de los hombres y mujeres da paso a un gozo más allá de los bienes materiales, el arte es uno de ellos. Un gesto que gesta y que abre los lindes hacia nuevos paisajes inéditos. Hoy se plantea un nuevo desafío, dejar de ser consumidores desesperados, masa ansiosa e insatisfecha para brindarnos la oportunidad de acompañar al mundo en su capacidad de reconstruirse desde la imaginación.
Vivimos un mundo cargado de símbolos, la pandemia simboliza nuestros miedos y limitaciones. El dinero simboliza las cosas que deseamos; lo ha permeado todo, hasta al arte. Hoy que el consumismo ha entrado en crisis, el arte deja de ser un símbolo conectado con el dinero para convertirse en el espejo en el que podemos ver reflejados nuestros sueños, nuestras emociones, nuestras sensaciones de una forma sensible, espiritual, única.
@Suscrowley
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