Ernesto Hernández Norzagaray
07/11/2020 - 12:05 am
El lenguaje de la derrota
Hasta ahora, lo único que sale del guion de la democracia representativa estadounidense, son los 100 millones de votos que se calcula llegaron en forma anticipada a los colegios electorales dada la excepcionalidad que existe por la pandemia, y que seguirán llegando al menos en Pensilvania, hasta el viernes 6 de noviembre, en conformidad con la ley local y, por lo tanto, deberán contabilizarse para determinar a qué candidato le corresponden los 20 votos electorales del estado.
“Esto es un fraude al pueblo estadounidense. Una vergüenza para nuestro país”, -decía emocionado el Presidente Donald Trump desde la Casa Blanca, pasadas las dos de la madrugada del miércoles, y remataba con un grito contundente y amenazante: “Francamente, hemos ganado las elecciones. Nuestro objetivo ahora es garantizar la integridad de estas. Iremos al Tribunal Supremo. Es un momento muy triste”. O sea, se auto declara vencedor, pero como hubo “fraude”, se irá al Tribunal Supremo.
Este tipo de posturas escandalosamente irreductibles frecuentes en nuestro pasado electoral, incluso, en las elecciones celebradas recientemente en Coahuila e Hidalgo, eran inconcebibles en democracias consolidadas, como la estadounidense, que, hasta ahora, al parecer, ningún candidato a la Presidencia se había atrevido a utilizar la palabra fraude por respeto a las instituciones públicas, a la política y la convivencia en la diferencia.
Pero, ahí está, como testimonio de una época donde la democracia amplía su catálogo de enemigos, como lo habría dicho quizá el desaparecido politólogo Samuel Huntington (autor del libro La Tercera Ola: La democratización a finales del siglo XX), sean porque hay quienes manipulan los sistemas electorales o, por los quieren ponerlos en entredicho, para obtener beneficios políticos.
Hasta ahora, lo único que sale del guion de la democracia representativa estadounidense, son los 100 millones de votos que se calcula llegaron en forma anticipada a los colegios electorales dada la excepcionalidad que existe por la pandemia, y que seguirán llegando al menos en Pensilvania, hasta el viernes 6 de noviembre, en conformidad con la ley local y, por lo tanto, deberán contabilizarse para determinar a qué candidato le corresponden los 20 votos electorales del estado.
Y, claro, en el caso de que resulte ganador Joe Biden y esto determine quién es el ganador de la contienda presidencial, con mayor razón Trump interpondría los recursos de ley ante el Tribunal Supremo con el argumento pueril: “¿Cómo puede ser que cada vez que cuentan lotes de votos por correo son tan devastadoras en su porcentaje y poder de destrucción?”, en clara referencia de que el sistema está siendo manipulado por los gobernadores demócratas.
Y una cosa es clara, la democracia representativa como mecanismo para elegir a los gobernantes, y peor como distribuidor de equidades, está en crisis no solo en los Estados Unidos de Norteamérica, sino en el mundo entero. Sea porque esa democracia se ha vuelto una de lobby donde los representantes populares han dejado de serlo para representar los intereses de las grandes corporaciones económicas o porque, como alguna vez lo señaló el sociólogo catalán Vicente Verdú, estamos ante una democracia “chatarra”, en serie, qué con más o menos ingredientes del factor económico se reproduce por el mundo frecuentemente sin efectos sustantivos para los gobernados.
Entonces, en un escenario de pandemia que en Estados Unidos ha cobrado la vida de más 200 mil vidas y son millones las personas contagiadas, las narrativas políticas se han vuelto ilusamente una suerte de tabla de salvación, una forma de cobrársela, donde cada estadounidense, busca agarrarse de quien está más cerca de sus sentimientos y emociones y rechazar a quién le provoca animosidad negativa.
Los votantes republicanos y un segmento de los nuevos votantes seguramente se alimentan de un discurso de odio por todo aquello que “amenaza” su tranquilidad y seguridad. Por lo que representan los migrantes ilegales que llegan por la frontera sur y los narcotraficantes que contaminan comunidades enteras en su país; no se diga el miedo que provocan los terroristas islámicos que fueron capaces de estallar aviones en el corazón de NY.
Los votantes demócratas, en cambio, no siempre impermeables a ese temor que invade a los republicanos buscan respiro en una sociedad más inclusiva y participante mediante el fortalecimiento de los derechos sociales que se habrían perdido durante el primer Gobierno de Trump.
Y los resultados que arrojan los resultados parciales en el momento de escribir este texto muestra una sociedad, en mayor o menor grado, cómo la mayoría del mundo democrático, dividida. Incapaz de que sus líderes puedan ponerse de acuerdo en lo fundamental, garantizar el derecho al trabajo y la salud, la educación y la vivienda o un freno a las grandes corporaciones que son la causa de los problemas de inequidad que existen en la sociedad norteamericana.
En este punto cabe la pregunta sobre cuáles son las diferencias sustantivas entre republicanos y demócratas. En un mundo global las diferencias entre conservadores y progresistas, entre izquierda y derecha, se difuminan, se vuelven gelatinosas, que puede irse fácilmente entre los dedos.
Sin embargo, el votante medio, ve en las elecciones el último asidero para pensar que su mundo diseñado silenciosamente puede llegar a ser posible, y sin duda, no hay otro de donde agarrarse, por eso estas y otras elecciones convocan últimamente a las masas a votar todos.
Hoy se habla de que un 67 por ciento de los norteamericanos con derecho a votar han asistido a las urnas para depositar su sufragio. Una participación ciudadana histórica, dicen los conductores de CNN. Nunca vista dirán las otras grandes cadenas de televisión. Y así, lo estamos viendo en todo el mundo, grandes niveles de participación, unas veces apoyando a los partidos de la izquierda y otras a los de la derecha.
Y, después, el segmento que haya ganado la elección sonreirá por la victoria porque es un asunto que da satisfacción emocional, no importa que el proyecto sustantivamente sea lo mismo, acaso con Barack Obama que nunca amenazó con un muro fronterizo, ¿su administración no es la que realizó el mayor número de deportaciones de mexicanos? O sea, la diferencia son los estilos de gobernar, de presentarse en el mercado de los votos, uno con cara dura y un discurso, como el de hoy, amenazante que va a cambiar “todo” lo mal hecho y el otro con mano suave y política tersa.
El problema es que la política sigue teniendo una alta personalización y en esto hay personajes que se venden mejor y otros que son impresentables, con mala prensa y son los villanos de la política, y esa es la trampa, en que frecuentemente caemos los votantes de cualquier parte del mundo.
Y, es que la forma de hacer política no ha cambiado en las últimas décadas, muy dominada por el marketing y su manipulación, donde se nos venden a los políticos como mercancías de supermercado, con buenas envolturas, narrativas emocionales e imágenes de personas maduras, serias, confiables, y la mayoría cae y puede llegar a desgarrase las vestiduras, como hoy ocurre en el mercado de la política norteamericana y más si le echan gasolina al fuego.
Quizá, por eso Trump, el político duro de roer, grita antes de que el arbitro se pronuncie, ¡Fraude, Fraude!, y es que en el nuevo modelo democrático se han perdido no solo los horizontes programáticos, sino también, las buenas formas y maneras de la vieja política norteamericana.
¡Y ahí van en Estados Unidos entre gritos de fraude, y vamos frecuentemente en el resto del mundo democrático!, cuándo el llamado es cambiar el modelo que divide y empobrece a pasos agigantados.
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