Óscar de la Borbolla
12/10/2020 - 12:02 am
La derrota de la subversión
Cuando se habla de instituciones, de leyes, de costumbres, de creencias hay algo firme en ellas que da fundamento a una sociedad.
Con aflicción constato que lo que ha sido la divisa de toda mi vida, mi inclinación natural, mi modus operandi; aquello en lo que fincaba mi identidad: la disidencia, la disolución e inclusive la subversión, hoy han dejado de ser practicables o, al menos, han perdido su propósito legítimo, su eficacia para despertar las conciencias. Es tal el ruido que se ha apoderado del espacio público naturalizando el escándalo, que la protesta indignada se ha vuelto parte de lo rutinario y hasta las conductas subversivas que sacudían los ánimos y agrietaban lo establecido son hoy prácticas estandarizadas que más bien adormecen y promueven la indiferencia como todo lo que se convierte en consuetudinario.
Cuando todos gritan nada se oye, cuando todos rompen nada hay más por romper, cuando todos protestan -y protestan todos contra todos- nada entra realmente en crisis, salvo el propio instrumento que servía para manifestar la inconformidad, pues en el caos ya no hay manera de distinguir un nuevo factor que inyecte desorden: el desorden se mantiene impertérrito, el caos se estabiliza como caos y, en ese estruendo no se distingue ninguna queja porque todas, al margen de su validez, son igualmente vociferantes. Tanto ruido hace el silencio. La sociedad permanentemente indignada ya no siente ninguna indignación, queda embotada.
Esto es lo que derrota los métodos tradicionales, lo que hace contraproducente su empleo; pero como son los recursos que hay no queda más remedio que emplearlos, al menos mientras no se invente una fórmula en verdad rejuvenecedora para manifestar la indignación. Estamos encerrados en un terrible círculo vicioso: ¿cómo no gritar ante lo aberrante?, ¿cómo no protestar, criticar, estar en contra, subvertir un desorden que nos asfixia y al que gritando, protestando, subvirtiendo contribuimos? Una cosa era querer cambiar un orden desordenando y otra querer cambiar un desorden desordenando. Este último enunciado, lamentablemente no es sólo un juego de palabras.
Cuando se habla de instituciones, de leyes, de costumbres, de creencias hay algo firme en ellas que da fundamento a una sociedad; pueden gustar o disgustar, podemos querer defenderlas o querer cambiarlas. Cuando todo está de cabeza y la protesta es generalizada y no existen las reglas con sus excepciones, sino que todo son excepciones; cuando sólo hay desorden no se sabe ni contra qué se está y, aunque lo lógico sería estar contra el desorden, quienes manifiestan su inconformidad lo hacen haciendo desorden. Hoy mientras todos gritan la sociedad se aburre, los gritos la arrullan y el estado de las cosas continúa sin interrupción.
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