En estas extensas, apasionantes y pormenorizadas memorias, Bernard Sumner (guitarrista y miembro fundador de Joy Division y líder de New Order) nos explica qué secretos, vivencias y anécdotas se esconden detrás de tantas canciones y discos memorables.
Sumner retrata a la perfección la alienación y la falta de horizontes que dieron forma al sonido de Joy Division, o cómo la influencia de la música de baile dio lugar a éxitos como «Blue Monday» y a discos como Technique.
Ciudad de México, 10 de octubre (SinEmbargo).- Quizá sea Joy Division el grupo que, junto con The Velvet Underground, más haya influido en la evolución del rock. Nacida de las cenizas del punk, y llevando su furia nihilista a terrenos más introspectivos y oscuros, la formación adquirió muy pronto un estatus de culto.
Cuando el éxito parecía estar a la vuelta de la esquina, tuvo lugar el trágico suicidio de Ian Curtis, shock al que tuvieron que sobreponerse los otros miembros de la banda para fundar New Order, uno de los grandes grupos de los ochenta, pioneros y maestros del pop electrónico.
En estas extensas, apasionantes y pormenorizadas memorias, Bernard Sumner (guitarrista y miembro fundador de Joy Division y líder de New Order) nos explica qué secretos, vivencias y anécdotas se esconden detrás de tantas canciones y discos memorables.
Sumner retrata a la perfección la alienación y la falta de horizontes que dieron forma al sonido de Joy Division, o cómo la influencia de la música de baile dio lugar a éxitos como «Blue Monday» y a discos como Technique. Y, por supuesto, también desfilan por estas páginas personajes del calibre de Tony Wilson, Martin Hannett, Rob Gretton, Johnny Marr o Neil Tennant, y grupos amigos como The Buzzcocks o Happy Mondays (Bez incluido), sin olvidar las fiestas en Ibiza y la locura del éxtasis, el acid house y los años dorados de The Haçienda (probablemente una de las discotecas más ruinosas y queridas de la historia).
Ésta es la historia de cómo Joy Division y New Order situaron a Mánchester en el mapa de la música y de la posteridad. Un libro sobre la pasión de un grupo de amigos que se agarraron al clavo ardiendo de los sueños para superar una realidad ominosa y opresiva; un libro sobre la pérdida, pero también sobre la posibilidad de renacimiento y redención sin traicionar los postulados artísticos de independencia y experimentación sonora.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de New Order, Joy Division y yo, de Bernard Summer. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.
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A mi familia,a la banda, a los amigos y
colaboradores leales, y a todos los que
murieron, Ian, Martin, Rob, Tony
El tiempo es una cosa curiosa. Cuando lo tienes por delante, es algo que das por supuesto y transcurre con lentitud. Luego, a medida que vas envejeciendo, se acelera. Cuando miro hacia atrás, la distancia recorrida me parece muy larga, como si hubiera pasado mucho tiempo, como si fuera un sueño.
Nací en un hospital de Mánchester, llamado Crumpsall, en enero de 1956, un día gris y frío de invierno septentrional. En cuanto a cómo era Mánchester en los años cincuenta, sólo puedo imaginarlo: blanco y negro, granulado, con coches de aspecto extraño, furgonetas negras con faros de luz tenue y rejillas de radiador; niebla, el Hotel Midland, la Biblioteca Central, el río Irwell, la mala comida, la lluvia. Así que me mudé a Salford, a siete kilómetros de allí.
Vivía en el número 11 de Alfred Street, Lower Broughton, Salford 7, una casa de puerta roja que formaba parte de una hilera de viviendas en un barrio de gente de la clase trabajadora, en su mayor parte decente. Mi familia estaba compuesta por mi madre, Laura; mi abuela, Laura; y mi abuelo, John, y todos se apellidaban Sumner.
Por supuesto, no recuerdo gran cosa de mis años de infancia, pero el lector puede ver las embarazosas fotografías. Mi primer recuerdo es el de estar sentado en un sofá marrón, jugando con una guitarra de plástico, roja y crema, en la que se podía leer: «Teen Time». Así empezó todo.
PRÓLOGO
Cuando escribo esto, estoy preparando un viaje a América del Sur con New Order para dar unos conciertos en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. Nunca nos hemos promocionado de manera particular en esos países; de hecho, nunca nos hemos promocionado de manera particular en ninguna parte fuera del Reino Unido; sin embargo, vamos a tocar en locales abarrotados, en ciudades tan alejadas en todos los sentidos del Mánchester de nuestros orígenes como es posible imaginar.
Joy Division y New Order son fenómenos internacionales. Nuestra música ha calado en todo el mundo, aunque no estoy seguro de cómo y por qué ha sucedido esto: no puede decirse del grupo que sea una banda pop convencional que produzca éxitos de ventas y gane premios de los Cuarenta Principales. Sin embargo, por alguna razón, hemos llegado a tener una masa de seguidores amplia y leal, incluso en los lugares más inverosímiles, que no muestra signos de disminuir a corto plazo: recientemente, estaba en casa viendo las últimas noticias sobre la actualidad de Oriente Medio, en cuyas imágenes aparecía gente corriendo para refugiarse de un ataque con misiles. De repente, una adolescente pasó por delante de la cámara con una camiseta de Unknown Pleasures.
La longevidad de la música es algo que no deja de asombrarme. Joy Division inició su andadura en 1977, y aquí estamos, más de tres décadas después, tan populares como lo hemos sido siempre, ganándonos a las nuevas generaciones y consiguiendo nuevas audiencias. En nuestra última gira, pregunté a algunos fans adolescentes cómo descubrieron New Order. Habitualmente algún hermano o hermana mayor les había hablado de nosotros, o habían asaltado las colecciones de discos de sus padres y les había gustado lo que oyeron; que te digan algo así resulta fantástico.
Todo ello hace que estos tiempos sean particularmente estimulantes para New Order. Los últimos años han resultado ser un período de los más activos y de mayor éxito —y, en muchos aspectos, de los más divertidos— en los tres decenios de historia de la banda. Lo que comenzó con un par de conciertos benéficos en 2011, se convirtió en un puñado de actuaciones en festivales, y luego, casi antes de que nos diéramos cuenta, estábamos en una gira mundial en toda regla que duró varios meses y que cubrió varios continentes. Desde entonces todo ha sido así.
La gira subrayó para mí la muy especial conexión que existe entre los fans y la banda en lo que atañe a Joy Division y New Order. Adondequiera que voy, me encuentro con toda una serie de personas, jóvenes y mayores, que se me acercan para que les firme algún álbum y me hablan de cuánto significa nuestra música para ellos, y de cómo esa música ha sido la banda sonora de sus vidas. A menudo me preguntan si pueden hacerse una fotografía conmigo. Están a mi lado, sosteniendo su iPhone para tomar la instantánea, y su mano tiembla porque sienten tanta pasión por la música que tienen que hacer un verdadero esfuerzo para mantener la cámara inmóvil. Es una sensación increíble pensar que he sido parte de algo que ha tenido un impacto de este calibre en la vida de alguien, ya sea en los barrios de Mánchester o en los de Lima, Auckland, Tokio, Berlín o Chicago.
Los seguidores de New Order son furiosamente leales. No sólo les gusta New Order, sino que sienten una profunda conexión entre la música, la banda y ellos mismos. Es algo que va mucho más allá del simple agrado por una melodía pegadiza, algo intensamente personal: no se trata sólo de que canturreen nuestra música mientras están fregando los platos o cuando nos oyen ocasionalmente por la radio; hay personas cuyas vidas han sido transformadas por nuestra música, que han encontrado alguna clase de consuelo o inspiración en lo que hemos hecho.
El principal factor de que así sea es, claro está, la propia música: la gente encuentra algo en ella que resuena en su vida en un nivel profundo; siempre me ha parecido que escuchar hablar a la gente de lo que nuestra música significa para ellos me hacía más humilde. Todo esto, sin embargo, siempre ha sido una conversación más bien unidireccional. Hasta ahora.
Soy por naturaleza una persona muy reservada y siempre he dejado que la música hablara por mí. A lo largo de los años he concedido innumerables entrevistas sobre las bandas en las que he estado y la música que he hecho, pero nunca antes había vinculado nada de todo eso a mi vida personal. Mi vida en la música ha sido configurada enteramente por la persona que soy y las cosas que me han sucedido. Nuestra música nunca ha estado basada, por ejemplo, en el hecho de ser un virtuoso con un instrumento en particular; es íntegramente el producto de nuestras distintas personalidades y de la suma de todas nuestras experiencias.
Sin embargo, aunque los aspectos privados de mi vida han sido vitales para mi creatividad, siempre me he sentido muy incómodo hablando de ellos. Construí una barrera entre mi vertiente privada y mi vertiente pública en una etapa temprana de mi vida, una barrera que muy rara vez he levantado, si es que alguna vez lo he hecho.
Desde que empezamos a viajar otra vez, sin embargo, he visto las reacciones de la gente a nuestros conciertos y he podido observar lo que nuestra música significa para ellos, y eso me ha hecho pensar. He comprendido que le debo a la gente una mirada hacia las escenas de mi propia historia pasada, porque no creo que nadie pueda tener una verdadera comprensión de la música sin conocer de dónde surge. La vida te moldea, y lo que la vida te hace moldea tu arte. Es el momento para mí de llenar los espacios en blanco: quizá entonces la gente pueda comprender por qué la música que hacemos le afecta tan profundamente.
Siento que he llegado a un punto en mi vida en el que, si no cuento mi historia ahora, quizá no lo haga nunca. Hay muchas cosas en las páginas que siguen de las que me ha resultado difícil hablar, cosas de las que no había hablado anteriormente en público, pero que me parecen de vital importancia para una comprensión global de la persona que soy, de las bandas con las que he tocado y de la música que he ayudado a crear. Mi silencio respecto a todo cuanto cayera fuera de las bandas y la música ha permitido que se extendieran ciertos mitos y que algunas cosas falsas fueran aceptadas como verdaderas, así que confío en que, a lo largo del trayecto, podré corregir algunos de esos errores de percepción y desmontar tantos mitos como sea posible.
Pues, sin duda, la verdad es siempre una historia cien veces mejor.
1. FAROLAS
Los Ángeles produjo a los Beach Boys. Dusseldorf produjo a Kraftwerk. Nueva York produjo a Chic. Mánchester produjo a Joy Division.
Las armonías de los Beach Boys estaban llenas de calor y de sol, el innovador pop electrónico de Kraftwerk estaba impregnado del resurgimiento económico y tecnológico de la Alemania de posguerra, mientras que la música de Chic vibraba con el hedonismo alegre de finales de los setenta en Nueva York.
Joy Division sonaba como Mánchester: frío, disperso y, a veces, sombrío.
Hay un momento de mi juventud que creo que ilustra a la perfección de dónde surgió la música de Joy Division. Ni siquiera es un incidente como tal; es más bien una instantánea, una fotografía mental que nunca he olvidado.
Yo tenía dieciséis años. Era una fría y deprimente noche de invierno y andaba con unos amigos por una calle del barrio de Ordsall, en Salford, sin nada que hacer en particular, demasiado mayor e inquieto para quedarme sentado en casa, demasiado joven para ir a beber. Estoy completamente seguro de que Peter Hook estaba allí, y también otro amigo llamado Gresty, pero el frío había matado la conversación. Una niebla espesa cubría Salford aquella noche, el tipo de niebla helada, pegajosa, cuyo frío te cala hasta los huesos. Nuestra respiración producía nubes de vaho, caminábamos con los hombros encorvados y las manos metidas en el fondo de los bolsillos. Pero lo que recuerdo con mayor nitidez es haber mirado hacia el fondo de la calle y haber visto las farolas de sodio naranja rodeadas de un halo sucio producido por la niebla. Al mirarlas, uno se sentía enfermo de gripe.
Las luces habrían resultado lo bastante mortecinas en cualquier otro momento, pero la niebla, tiznada con la mugre y el polvo de las fábricas, las había reducido a una sucesión de globos turbios a lo largo de la calle. El silencio fue roto por el rugido de un motor y un chirrido de neumáticos. Un coche salió disparado por la esquina, y sus luces nos deslumbraron por un momento; pude escuchar a una chica gritando con todas sus fuerzas. No pude verla, no pude ver a nadie en el coche; tan sólo oí ese grito fuerte, terrible, que estalló en la carretera y desapareció en la niebla. Se hizo el silencio de nuevo y pensé para mis adentros: «¡Tiene que haber algo más que esto!».
Cuando no hay estímulos que encontrar en el exterior, no tienes más remedio que mirar dentro de ti en busca de inspiración, y cuando lo hice estalló una creatividad que siempre había estado ahí. Se mezcló con mi entorno y mis experiencias vitales para convertirse en algo tangible, algo que expresaba lo que yo era. Para algunas personas eso se canaliza en un lienzo; para otras, emerge en un texto, o tal vez en el deporte. En mi caso, y en el de las personas con las que creé el sonido de Joy Division, se puso de manifiesto en la música. El sonido al que dimos forma fue el sonido de aquella noche —un sonido frío, sombrío, industrial—, y surgió desde dentro.
Mánchester era frío y lúgubre el día en que nací, un miércoles 4 de enero de 1956, en lo que hoy es el Hospital General del Norte de Mánchester, en Crumpsall. Era apenas una década después del final de la Segunda Guerra Mundial y la sombra del conflicto todavía se cernía sobre el país: desde las huellas de los bombardeos aún visibles en las ciudades y el legado de austeridad de la posguerra —el racionamiento de carne había terminado sólo dieciocho meses antes de que yo naciera— hasta los recuerdos extremadamente vívidos de las generaciones anteriores a la mía. El espectro de la guerra no había desaparecido por completo: se estaba gestando la crisis de Suez y las tensiones de la Guerra Fría fueron mayores que nunca tras la firma del Pacto de Varsovia el año anterior.
Pero no todo fue negativo, sin embargo. Había signos de que algunas cosas estaban cambiando. Aunque tengo que admitir que no soy un gran fan de los años cincuenta, «Rock Around the Clock», de Bill Haley, uno de los discos más influyentes del siglo, estaba en lo más alto de las listas el día en que nací, y seis días más tarde Elvis entraría en los estudios rca, en Nashville, para grabar «Heartbreak Hotel».
Puede que mi llegada se produjera en el momento clave de un enorme cambio cultural, pero mi nacimiento no fue demasiado corriente. Mi madre, Laura Sumner, tenía parálisis cerebral. Nació perfectamente bien, pero pasados tres días empezó a tener convulsiones que la llevaron a una situación que la confinaría para toda la vida en una silla de ruedas. Nunca más volvió a caminar, siempre tuvo una gran dificultad para controlar sus movimientos, y también se vio afectada su capacidad de hablar.
Nunca conocí a mi padre. Había desaparecido del mapa antes de que yo naciera y sigo sin tener la menor idea de quién fue. Aunque parezca extraño, eso es algo que nunca me ha preocupado; desde luego, no creo que nunca me afectara realmente. Me da la impresión de que ahora está muerto; se trata sólo de una sensación, pero aunque estuviera vivo, no tendría ningún interés en conocerlo. No creo que se pueda echar de menos lo que nunca se ha tenido.
Alfred Street era una pequeña calle adoquinada, una calle de casas victorianas adosadas, no muy lejos de la prisión de Strangeways y cerca del río Irwell. Lower Broughton era una zona típica de clase trabajadora de Salford (la calle que inspiró a Tony Warren para crear Coronation Street no estaba muy lejos), regida por las necesidades de la industria; Alfred Street y sus vecinos proporcionaban la mano de obra para una serie de fábricas y talleres locales y, en un recorrido de unos pocos minutos a pie, se podía encontrar allí una versión resumida de toda la industrializada región del noroeste: una herrería, un taller de trabajos de cobre, un taller de confección, una fábrica de pinturas, otra de productos químicos, una fábrica de algodón, una serrería y una fundición de latón. La canción «Dirty Old Town», con su poderosa evocación de amor en un paisaje industrial del norte, fue escrita pensando en Lower Broughton. Vivir cerca de la prisión de Strangeways ofrece una equilibrada perspectiva adicional sobre la parte más vulnerable de la vida: recuerdo que, cuando era niño, le pregunté una vez a mi abuelo qué era aquella línea de hombres con extraños uniformes, cavando en la carretera; me respondió que se trataba de un grupo de presos.
La casa de mis abuelos era el número once y, cuando yo nací, mi madre aún vivía con ellos, pues necesitaba abundantes cuidados. Nuestro hogar era típico en muchos aspectos, tanto de la zona como de la época: en la planta baja había una cocina, un cuarto de estar, un salón que se usaba para ocasiones especiales (aunque en nuestra casa mi madre dormía allí, porque no podía subir escaleras), y un servicio en el exterior. No teníamos cuarto de baño. Arriba, mi habitación estaba encima del cuarto de estar; la de mis abuelos, encima del salón. También había en esa planta superior un pequeño trastero que me proporcionó los fantasmas de mi niñez: mi abuelo había formado parte del servicio de vigilancia contra ataques aéreos durante la guerra, y aquello estaba repleto de máscaras de gas, sacos de arena, cortinas opacas y todo tipo de artilugios propios de una época de guerra. No sé si fue por las historias que había oído acerca de la guerra y las cosas terribles que sucedieron, pero siempre me pareció que en aquella habitación había algo aterrador. Siempre la evité.
Mi abuelo, John Sumner, un hombre bastante culto e interesante, fue como un padre para mí. Había nacido en Salford y se crió y trabajó como ingeniero en la fábrica Vickers, en Trafford Park. Había perdido a su padre cuando tenía diez años: mi bisabuelo se había ido a la Primera Guerra Mundial con el regimiento de Mánchester y cayó en la segunda batalla de Passchendaele, en 1917. Mi abuela Laura era una mujer muy cálida, una persona muy cariñosa que provenía de una antigua familia de Salford, los Platt. Su madre, como mi madre, también se llamaba Laura: era una tradición en la familia que las niñas llevaran el nombre de su madre, por lo que mi abuela era «Little Laura» y mi bisabuela fue siempre conocida como «Big Laura».
Mi abuelo tenía una rutina que debía realizar dos veces al día, una por la mañana antes de salir para el trabajo y otra cuando volvía a casa por la noche. Después de cruzar la puerta, caminaba por la casa exclamando: «¡Ah, aire fresco! ¡Necesito aire fresco!», salía al patio trasero y hacía una serie de inspiraciones y espiraciones largas, lentas y profundas. El problema era que al final de nuestra calle, escupiendo humos tóxicos, estaba la fábrica de productos químicos Wheathill. Era horrible; algunos días incluso te decían que no salieras a la calle, porque estaban quemando algo. Casi puedo evocar, todavía ahora, aquel olor acre; sin embargo, mi abuelo respiraba felizmente aquel aire, exaltando los beneficios que para la salud tenía la inhalación del aire fresco.
Mi bisabuela, Big Laura, vivía justo enfrente de la fábrica de productos químicos. Había tenido, creo, ocho o nueve hijas antes dar a luz a un niño. Cuando éste llegó, sintió que podía dar el asunto por concluido. Recuerdo haber ido a visitarla cuando yo era muy pequeño y haber visto también a mi bisabuelo, un tipo encantador que trabajó como mecánico en los ferrocarriles. Lo recuerdo como una persona muy cálida y amable, pero un día me dijeron que «se había marchado en tren para hacer un largo viaje». Tengo recuerdos muy intensos de él, así que sin duda me produjo una gran impresión; sin embargo, hace poco descubrí que tenía solamente dos años de edad cuando él murió.