Antonio Calera
29/08/2020 - 12:01 am
Manifiesto de las sobras convertidas en luz
Por Melisa Arzate Amaro y Antonio Calera-Grobet A) PARÉNTESIS EN EL MUNDO Ocurrió lo que nadie, fuera de la ciencia ficción, imaginó. Es real: arrastra no sólo cientos de miles de decesos sino pobreza, violencia, enconos e irracionalidad. Ante lo terrible suele desaparecer el sentido común. Un minúsculo organismo, un virus, desorganizó al sistema dominante […]
Por Melisa Arzate Amaro y Antonio Calera-Grobet
A) PARÉNTESIS EN EL MUNDO
Ocurrió lo que nadie, fuera de la ciencia ficción, imaginó. Es real: arrastra no sólo cientos de miles de decesos sino pobreza, violencia, enconos e irracionalidad. Ante lo terrible suele desaparecer el sentido común. Un minúsculo organismo, un virus, desorganizó al sistema dominante en el mundo, el más duro y feroz: la letal inercia en el hombre de comprar y vender todo, la absurda necesidad inoculada de poseer incluso lo que aún no existe. Hemos olvidado la función emocional y mental del desapego, su importancia para lograr la individualidad autónoma. Estamos llamados, ahora, a volver a ser humanos: escuchar y comprender los mensajes de la vida. Hacernos ovillo para volver al magma original y cocernos en el fuego ancestral, donde la sangre arrastra herencias milenarias, esas que hacen los ojos grandes y sus miradas profundas, y las mentes ansiosas de sentir. Ante el caos, apegarnos pero a los nuestros, al amor, al hogar y a la entrega absoluta de hacer poesía permaneciendo juntos más que nunca.
B) LOS AMANTES SE REAGRUPAN Y MANIFIESTAN
Los amantes deberán elegir ir por la vida sintiendo. Afortunados, bienaventurados, dichosos como el más glorioso de los cantos proféticos: porque sólo ahí puede estar el futuro. Dedicados a la escritura en caldos y potajes, levíticos donde lavemos el pasado y conjuremos la ética del amor y la dialéctica de los sentidos. La soltura de hervores y la imprimatura de guisos a base de sofritos, serán desde ahora la letra capitular de proverbios donde se encuentren las claves de cuanto se quiera decir y se pronunciará sólo desde la honestidad de lo primigenio.
Pasemos de uno a otro ollas y sartenes, tablas para picar y cazuelas de peltre, porque queremos que los sabores se fijen y se peguen, no que resbalen para deslavarse con la jabonadura corrosiva de la desmemoria implacable. Hagamos la danza de los sabores. La danza de los utensilios y las manos como teatro ancestral que tiene el vapor concentrado por exquisito telón de fondo. Hagamos pues, la obra de todos los días, en que los actores son también el público y se ha pasado de generación en generación, de arriba a abajo y hacia los lados: de hijos a padres, de amigos a hijos, de ancianos a sus nietos para, al final, hacer de todos un cortejo de amantes de la cocina, sobre la mesa.
Amantes de la complicidad sorprendente de estar vivos ahí, frente a ese fuego que calienta el vientre y golpea el pecho, vulnerables a la experiencia de cualquier maravilla: el milagro de la cocina se da porque el amor se concentra ahí en comunidad, como no ocurre en ningún otro espacio del hogar. Lo privado se vuelve aún más íntimo, irrumpe en los sentidos, primero que nada, los básicos de la honrosa animalidad que nos fue conferida: el gusto y el olfato.
Ahí todo queda dicho. Declaración absoluta de devoción por el otro, cadena epistolar de pasión por la experiencia y de conexión ancestral. Ahí, en el hogar de uno, queda prohibido impedir el paso del aliento, porque en ello radica la gran y única posibilidad: ¡La de la vida! Principio de todo, templo de donde emerge la experiencia máxima del alimento, de lo nutricio medular, a partir de la materia comestible tornada en tesoro.
c) HEMOS OPTADO POR LA ALEGRÍA DE LA ALQUIMIA
Por eso optamos, como fórmula alquímica por excelencia, por hacer de todos los guisos, caldo de mil caldos. Todo se aprovecha, nada sobra ni nada queda. Esa es la cura que hemos recordado, porque nos fue enseñada en las primeros tiempos de cada genealogía, para este y todos los males: vendrán en el futuro fantasmagórico, bajo la nube negra en la que nos encontramos, nuevas pandemias apocalípticas, vacunas y tratamientos para el cuerpo, pero lo que a nuestro parecer siempre urgirá será templar el alma, afinarla y limpiarla. Y por favor: no digamos más sanitizarla que no es nuestro idioma (en todo caso deberíamos decir “desinfectarla” y tampoco, porque aquí no hablamos de salubridad médica, sino de espíritus y eidos), digamos en todo caso también levantarla, fortalecerla, y eso se hará con los “restitos” de alimentos, “los bocaditos” que sean agrupado ahí con un poco de tiempo, incluso sin saberlo, sin quererlo.
Eso que sobró de otras comidas no serán sobras, o serán “sobras completas”: aprovecharemos las esencias calientes que queden al fondo de los recipientes, concentrados potentes, vestigios conservados para saborearse de a poquito porque son “garbanzo de a libra”, con lo mejor de lo mejor de aquel guiso que, pensábamos, estaba llegando a su fin.
Porque en los “asientos” de las cazuelas está el concentrado más honesto de la comida, savia esencial que nutre las ideas. Es memoria, metáfora de lo que no muere sino continúa, acaso de la misma cultura, no sólo restos de comida. No tiremos nada, guardemos y revivamos, transformemos y compartamos. Si queda un poco de salsa de un picadillo, eso se convierte en huevos ahogados o en baño para una triada de tortillas unidas por el queso fundido como las tres gracias más perfectamente imperfectas. No hay dinero ni comida que perder en el mundo nuevo. Y nos llama además este proceso a jugar a los magos, a sentirnos inventivos, más frescos. Las carnes que hoy se presentan pomposas en una mesa con manteles largos, en refractarios cristalinos rellenos con refinados acompañamientos sofritos, mañana habrán se convertirse en taquitos dorados o tostadas con unto de crema y quesillo salado. Y las frutas que fueron oasis multicolor de mediodía, un rato después serán sometidas a la fuerza centrífuga para transformarse en agua fresca que acompañe la comida más vasta, atravesada por el fulgor del sol como durazno maduro.
¿Y para la cena? ¿Cerrar el día? Para cada cena, como broches de oro, nos aguardará el homenaje por excelencia a la improvisación, donde cada quien elegirá las partes de su rompecabezas, armará un paisaje en su plato para devorarlo y regalarnos una carcajada que honre el día. Hablamos de lo cotidiano ahora, porque es ahí donde está lo extraordinario. Ahí está la verdadera transubstanciación: milagro de los elementos (alimentos) que restaura nuestra fe en el amor por uno y por los otros, nuestras ganas de permanecer vivos a pesar de todo. Y ya luego juntaremos los vestigios renovados, las reliquias hidratadas, para convidar con la casa vecina, haciendo así una reacción en cadena de amor, porque el amor de ver las cosas así, nos salvará siempre la vida: entendiendo la manera en que comen los otros podremos comprender mejor al hermano, al amigo, incluso al que apenas es un mero conocido. Empatía, empatía: siempre empatía.
Y así, como cereza en el pastel, tendremos el mejor postre posible: haremos amor reconcentrado, seremos nosotros mismos el caldo de mil años donde se reconcilien las genealogías que habitan en nosotros mismos y lograremos, por fin, hallarnos en el otro. Amaremos al que a nuestro lado cocina la vida misma, esa cosa que probamos cada día, de sorbito en sorbito.
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