Susan Crowley
07/08/2020 - 12:03 am
Hagia Sophia: entre Mahoma y American Express
La historia de una construcción guarda la historia de una destrucción. La existencia de los hombres y mujeres que contribuyeron a la afirmación, pero también a la negación de esta idea convertida en templo, es efímera; el tiempo ha borrado sus nombres.
Es quizá una de las imágenes más reproducidas en Google. Sus minaretes suelen confundir su origen. Desde el barrio de Beyoglu luce empequeñecida al lado de la mezquita Azul. Sin embargo, su grandiosidad se impone ante los templos de cualquier religión. Su magnifica construcción le permitió ser el centro de poder para la ortodoxia bizantina en el siglo IV. Capturada por los cruzados y utilizada como catedral católica en el siglo XV, sufrió el asedio de los ambiciosos otomanos que la convirtieron en mezquita. Fue en 1935 que el mandatario Atartük la transformó en museo “para la humanidad”. Respondiendo a las necesidades y los abusos del turismo cultural, actualmente es visitada por millones de personas. Espacio que guarda el misterio del tiempo y la fe, su poder radica en el milagroso vacío que la sustenta: Hagia Sophia simboliza la plenitud de la materia llena de la ausencia de Dios.
Dueña del tiempo, atemporal, se eterniza ajena a los trajines de la historia. Sostiene en sus pilares algo más que una creencia, el vigoroso bregar de sus constructores y la mente sagaz que la imaginó hace casi dos milenios, el arquitecto Isidoro de Mileto. Adecuación perfecta entre la masa y el espacio, sus cinco cúpulas, Cristo y los evangelistas, celebraron la Buena Nueva. Concebida como el centro de la fe, también impulsó las ideas, el arte, la poesía y la música.
En sus entrañas aún reverbera el sonido de las voces del paraíso perdido convertidas en cantos gregorianos. Los pocos frescos que aún quedan relatan los momentos en que la humanidad se hizo cargo de la palabra de Dios. Los restos del Pantocrátor, imagen de lo sagrado plasma a Dios en su ausencia. A su lado, la belleza de la madre que entregó a su hijo para el perdón de nuestros pecados nos observa sin juicios. Santa Sofía es un resguardo en contra del olvido.
Axis mundi al que miles de peregrinos acudían para religarse a una idea única, necesaria. La sabiduría se consagró en un espacio y lo dotó de misterio. Ahí elevó la adoración oculta en las catacumbas, la hizo ascender sobre los espacios profanos, la bautizó. Sus muros se elevaron hasta tocar la bóveda celeste y la cruz dibujó sus cimientos. Bizancio, último reducto de la Grecia clásica, disminuido a provincia Romana, dio a luz al templo de la soberana del universo, la sabiduría.
Bisagra entre Occidente y Oriente, el Imperio Romano sufrió una de las conversiones más asombrosas de las que registra la historia. Su efervescencia social y política, consolidó el poder de Constantino, un soldado romano convertido en emperador, que nombró a la ciudad Constantinopla. En su centro impuso a la sabiduría para admiración de Europa y Asia. Dicen que los peregrinos llegaban hasta Constantinopla para adorar a la milagrosa Santa Sofía; sin entender que el emperador había designado al templo no en honor a una virgen sino a la sabiduría, Sophia en griego.
La historia de una construcción guarda la historia de una destrucción. La existencia de los hombres y mujeres que contribuyeron a la afirmación, pero también a la negación de esta idea convertida en templo, es efímera; el tiempo ha borrado sus nombres. Pero el valor de Santa Sofía trasciende a los gestos humanos, a la grandeza de Justiniano y Theodora, a la iconoclasia que causó su desmantelamiento. Los temblores pesaron igual que los diez mil albañiles que, dicen, la edificaron. El poder de una emperatriz, Irene, le restituyó su esplendor arrancado por la dinastía de los Isáuricos, los más violentos destructores de imágenes. Los mismos cristianos fueron ladrones consagrados. Una de las más crueles depredaciones que sufrió Nuestra señora de la Sabiduría fue en 1202 durante la Cuarta Cruzada. Los tesoros se repartieron por muchas ciudades de Europa y la rapiña alcanzó incluso para erigir San Marcos en Venecia.
Pero aún quedaba mucho que saquear y ese privilegio lo tuvieron Mehmed y su ejército. Hagia Sophia sucumbió y fue sometida al sultán en 1453. Ultrajada, la más más bella e insuperable dama de la Iglesia, se transfiguró en otra fuerza femenina, la mezquita. Ambas útero, centros de propagación de una creencia, una ecuménica, la otra de la yihad. El vacío de Santa Sofía rememora también el asedio y la masacre de los otomanos. No son pocas las narraciones de la última liturgia celebrada en su interior y la forma en la que fue protegido el pueblo.
Las incontables víctimas se sumarían a los vestigios de ladrillos, bóvedas, arcos de medio punto, pesos equilibrados, mosaicos en dorados áulicos, en azul turquesa, en verde esmeralda, en rojo granate. Poco queda de las imágenes de fe que casi respiraban: el Pantocrátor en otro tiempo capaz de imponerse ante otros credos, el Buen Pastor que con su ternura recogía al nuevo rebaño de creyentes, la Theotokos o madre de dios que sigue mirando al mundo. Nombrada Ayasofya, inició su historia oriental. Revestida con símbolos y caligrafías, se le agregó un nimbar o púlpito utilizado por el imán para dar sermones. Veladas sus imágenes con el blanco de los yesos, guardó su historia original y dejó de ser majestuosa sabiduría para convertirse en el centro de adoración a Mahoma.
Sin nombre, pero fuerza aglutinante de una fe, hace unos años fue víctima de los nuevos juegos del destino. El turismo cultural está representado por un ejército de consumistas. Sus armas son el dinero que lo compra todo y lo prostituye todo. La selfi es la impronta sin memoria que estampamos hoy; queda archivada en el almacén de datos que no merecen ser revisados, contribuye a la desmemoria de la que hoy nos ufanamos. La imponente construcción dejó de ser espacio de encuentro religioso, cualquiera que este fuera, para convertirse en un “mall” más retacado de estampitas, suvenires y chácharas baratas de las que se pueden adquirir lo mismo en Oaxaca que en Estambul, son chinas todas. Miles de vendedores sustituyen a las hordas de invasores y suplantan a los peregrinos que buscaban la fe. Hoy solo buscan distraerse. En los últimos años el templo a la sabiduría ha sido profanado por la ignorancia de la sociedad del espectáculo; más viajas, más tienes.
Desde hace unas semanas los noticieros volvieron a concentrar su atención en Santa Sofía. El Gobierno de Erdogan ordenó cerrarla al culto islámico los viernes. Un escándalo por considerársele un retroceso en la democratización de los espacios históricos que en esencia pertenecen a la humanidad. ¿Cómo es posible que nos quiten el sitio de consumo durante las horas que dura el ritual?, reclaman quienes lucran con los visitantes. No coincido. Sinceramente es mejor que la dama más bella del universo religioso deje de ser una especie de Epcot Center más, arroje a los curiosos y se recoja en sí misma para recuperar su poder y su gloria, aunque sea por un rato.
@suscrowley
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