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Gustavo De la Rosa

28/07/2020 - 12:01 am

Dos vidas, dos tratamientos, dos destinos

Él tenía 12 años y apenas había terminado la primaria.

Médicos en albergue de adicciones. Foto: Omar Martínez, Cuartoscuro.

En octubre del año pasado me incorporé a la Estrategia Nacional de Prevención de Adicciones, y aunque ya conocía a muchos adictos por el tiempo que laboré como director del Cereso local, quise actualizar mi información charlando con adictos del Siglo XXI.

En enero de este año, mientras tomaba un café con un catedrático de una universidad de la ciudad abordé el tema y me confesó, espontáneamente, que él es adicto a fármacos y que lleva varios años enfrentando sus necesidades médicas; en todo momento habló de sí como un enfermo en tratamiento y fue muy puntual al respecto: “me diagnosticaron crisis de angustia y una profunda depresión, con momentos y pensamientos suicidas a raíz de la muerte del profesor Fernández en 2010, cuándo lo asesinaron en un supermercado que frecuentamos, pues vivíamos cerca.

“Me atendieron en emergencias en el hospital que da servicio a la Universidad y me canalizaron a siquiatría, donde me recetaron un paquete de medicamentos que debo tomar en la mañana, a mediodía y antes de dormir. Batallé con mi crisis durante los quince días siguientes al colapso, pero poco a poco fui controlándome, y pude terminar la maestría y el doctorado, del cual sólo me falta la tesis; he seguido el tratamiento puntualmente, no me falta ni un día ni una receta, y como tú ves soy totalmente funcional, hasta paso por alguien muy racional y cuerdo.

“He tenido éxito en la universidad, y me mantengo totalmente activo, te suplico guardes con total discreción lo que te he manifestado; lo que quiero decirte es que hay muchos casos, muchos más de los que crees, de dependencias orgánicas bioquímicas, y con un buen tratamiento, atención médica, buena alimentación, una vida sana y apoyo familiar los que sufrimos de ellas podemos desarrollarnos a plenitud”.

Ahora que estamos saliendo de la cuarentena hemos vuelto al trabajo de campo, lo que me llevó a buscar una entrevista con un posible usuario de nuestros servicios; me encontré con un pepenador del relleno municipal dispuesto a charlar conmigo sobre sus adicciones y, de manera similar al profesor, él empezó el consumo a raíz de una crisis familiar, cuando su padre golpeó sin misericordia a su mamá y la mandó al hospital, y él tuvo que acompañarla mientras el padre huía de la ciudad para no volver.

Él tenía 12 años y apenas había terminado la primaria, en ese momento tuvo que hacer mancuerna con su mamá para sacarla del hospital y ponerse a trabajar ayudándole a un vendedor de fruta partida, recorriendo la ciudad en su carrito expendedor; era tanta la tristeza y el miedo que le tenía al futuro que no tardó en encontrar a alguien que le sugiriera que, con un buen porro de mariguana, las tardes irían mejor.

Aunque era duro el trabajo, salía lo suficiente como para comer, llevar algo a la casa y comprarse la mariguana que le permitía descansar y dormir tranquilo; con el paso de los años se convirtió en un adulto, estuvo detenido varias ocasiones por delitos menores y alguna vez le informaron que el trabajo del relleno municipal le ofrecía mejores ganancias, ya que podía comerciar con el metal hallado, que en el mercado libre es bien cotizado (aunque para conseguir varios kilos hay que partirse el lomo).

En casi las mismas palabras que el académico, me dijo, “mire usted licenciado, si al levantarme tengo un buen shot de heroína todos los dolores con que amanezco desaparecen, tardo como una hora en controlarme y con eso llego al relleno; puedo trabajar bien machín, hago mi cuota, junto mi metal y para las cinco de la tarde nos regresamos en la pickup al barrio, ahí un bañadón y un rato de vacilo con mis dos hijos.

“Pero después, cuando empieza a caer la tarde, siento que un puma me cae en la espalda y me empieza a morder el pescuezo, son las mismas tristezas de cuando mi padre casi mató a mi mamá y no hay de otra más que un buen frajo de mariguana, como tengo un dinerito puedo comprarlo de buena calidad. Me tranquilizo y, aunque esté molido de dolores por todo el cuerpo, poco a poco me sereno y a dormir tranquilamente para el otro día ponerle al jale; si al mediodía me siento mal otro shot de heroína o un pase de coca y listo, a terminar la jornada”.

El único problema es la Policía: “pinches chotas a veces están esperándonos en el barrio y nos caen porque siempre traemos algo a la mano, unas chinches, un par de pases o un paquetito de mota; nos detienen a pasar la noche y en la mañana nos sueltan con una malilla que, para qué le cuento. No hay de otra licenciado, la droga es lo único que me permite trabajar y ponerle al jale, sin la droga no puedo sacar adelante el día.

“Usted me dice que tome un tratamiento para dejarla, pero dígame cómo tomo un tratamiento para dejar esta vida, para aguantar las chingas del trabajo y no llegar enfurecido a la casa a golpear a mi mujer delante de mis hijos como lo hizo mi papá. La droga es parte de mi comida, no hay de otra, no se puede vivir sin un aliviane”.

Desde luego que los dos casos que describo son personas que se mantienen en muy buenos niveles de cordura, los dos saben mantener sus dosis y usan las sustancias como soporte para desarrollar sus vidas, la única diferencia es que al académico le surten sus medicamentos con una sonrisa, mientras que al pepenador le venden la droga muy cara y en la clandestinidad delictiva. Son dos vidas cuya diferencia está en los tratamientos a los que tienen acceso y en sus destinos: el promedio de vida de los trabajadores del relleno sanitario es inferior a los 60, mientras que el de los académicos es superior a los 75 años.

Gustavo De la Rosa
Es director del Despacho Obrero y Derechos Humanos desde 1974 y profesor investigador en educacion, de la UACJ en Ciudad Juárez.

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