La dulce Melanie de Gone with the wind desembarcó en Francia en octubre de 1953, cansada de Hollywood, y nunca más la abandonó, ahí disfrutó el encanto de la capital sin llegar del todo a dominar el idioma. También aprendió a hacer renuncias: a los 90, prescindió de los zapatos de tacón. Cuatro años más tarde, dio marcha atrás a una copa de champán diaria.
Por Enrique Rubio
París, 26 de julio (EFE).- Tuvo que ser en el mismo palacete de la rue Benouville que habitaba desde hace décadas donde Olivia de Havilland terminó sus días, marcados por una rutilante carrera cinematográfica y por su pasión hacia París, donde llevaba una vida discreta pero abrazada al buen vivir.
A dos pasos del gran pulmón parisino, el bosque de Boulogne, y rodeado por embajadas y legaciones diplomáticas, el hôtel particulier (palacete) de De Havilland era un centro de reuniones familiares y punto de encuentro para un selecto grupo de la alta burguesía.
"Llegué, vi y fui conquistada": así, parafraseando a Julio César, describió la actriz, fallecida a los 104 años, su relación con su país de adopción en sus hilarantes memorias, Every Frenchman has one.
La dulce Melanie de Gone with the wind desembarcó en esa casa en octubre de 1953, cansada de Hollywood, y nunca más la abandonó.
Allí vivía cuando contrajo matrimonio en segundas nupcias con el periodista del Paris Match Pierre Galante, padre de su hija Gisèle.
Y allí disfrutó a diario del encanto de la capital de Francia sin llegar nunca del todo a dominar su idioma.
"Mis amigos parisinos me señalan que mi francés está lastrado por un curioso acento yugoslavo, lo que no tiene ninguna razón de ser", contaba irónicamente a un periodista del suplemento Madame Figaro hace una década.
En París aprendió también a hacer renuncias: a los 90 años, prescindió de los zapatos de tacón. Cuatro años más tarde, renunció a una copa de champán diaria: las dejó en solo dos.
Aunque siempre huyó de las entrevistas, muy ocasionalmente dejaba entrar a algún fotógrafo en su casa para ser retratada junto a los miembros de su familia o en las clásicas estancias parisiennes de la mansión.
Y pese a ser una parisina más, hasta el punto de ser vecina del expresidente Valéry Giscard d'Estaing, siempre disfrutó del hecho de ser una extraña entre los franceses, como recordaba en su libro de memorias.
Su proverbial huida del mundo, que ha hecho que mucha gente haya descubierto hoy que seguía viva, ya quedaba clara en Every Frenchman has one. Entonces decidió titular su primer capítulo: "No estoy en absoluto segura de que sepán que estoy viva". Fantástica ironía, teniendo en cuenta que escribió el libro... ¡en 1962!.
"Cuando me pregunto si saben que vivo en Francia, estoy segura de que no, porque estoy convencida de que piensan que estoy pacíficamente enterrada en suelo americano. Si ese es el caso, se van a sorprender. Caramba, estoy viva y vivo en Francia, no debajo sino sobre sólida piedra caliza. Además, hablo Francés Extranjero de Primera Clase", relataba.
Y aún en ese magnífico papel de una americana en París, Francia siempre le estuvo agradecida. "Usted ha honrado a Francia por habernos escogido", le dijo el presidente Nicolas Sarkozy en 2010 al imponerle la Legión de Honor en una ceremonia en el Palacio del Elíseo.
En sus últimos años, De Havilland todavía recibía amigos en su hogar, respondía personalmente a sus fans, hacía crucigramas y rompecabezas y de vez en cuando veía películas en DVD. ¿Sus actrices favoritas? Meryl Streep y Kate Winslet.
Y allí, en la rue Benouville, repasaba las razones que la llevaron a dejar todo y elegir Francia. "La lista de lo que amo en los franceses no tiene fin: su vivacidad, su independencia, su amor por la vida, por la comida y por el vino, y su conversación. El francés es música para mis oídos".