Óscar de la Borbolla
20/07/2020 - 12:02 am
El aburrimiento fecundo y creador
El cerebro, llamémosle así, necesita estímulos.
A Beca
Como cualquiera, procuro escapar del aburrimiento. No tener nada que hacer me desarma, me desanima, en pocas palabras, me quita las ganas de vivir. Hay ocasiones, sin embargo, en las que -pese a una infinidad de pendientes, con los recursos a la mano y el tiempo de sobra- no puedo, literalmente, abocarme a nada: miro mi escritorio, mis proyectos, mi vida, y me invade una sensación de desinterés general: sé que estoy en el aburrimiento. Es una maldición sin causa aparente, pues no me la ocasiona la falta de asuntos perentorios o de distracciones variadas. De hecho, esos días desangelados son iguales a aquellos en los que entusiasmado me enfrasco feliz con cualquier cosa. Más bien es como si el mundo mismo literalmente se enfantasmara, se volviera gris y soso, estuviera muerto.
Pero hay otra clase de aburrimiento que es el que ahora me interesa: el aburrimiento autoinducido, esa supresión voluntaria de cualquier estímulo para forzar al cerebro a defenderse creando. Este aburrimiento que consiste en encerrarse por unas horas en un lugar familiar donde uno ya conoce lo que lo rodea, donde se suprimen -porque uno se concentra- todas las distracciones; ese lugar donde no cabe nadie más que uno y donde, para martirizarse más, uno ve fijamente un punto en la pared hasta que, inevitablemente, aparece algo. Porque este aburrimiento es, nada menos, el secreto de la creación.
El cerebro, llamémosle así, necesita estímulos. Uno no puede estarse quieto viendo la pared, mano sobre mano, durante horas. Inmediatamente, uno busca escaparse con algo: la pantalla del celular, la internet, una plática insulsa con algún amigo. Lo que sea con tal de no quedarse sin estímulos, y si uno se fuerza voluntariamente a esta cancelación total del mundo, entonces el cerebro se defiende: avienta alguna idea, produce alguna historia, encuentra la solución para algún problema. Me interesa hoy este aburrimiento porque es el gran método de la creación.
En un documental sobre el poeta Jaime Sabines -dirigido por Claudio Isaac- el hijo de Sabines cuenta la ocasión en la que siendo niño decidió averiguar en qué consistía el trabajo de su padre, pues debido a ese singular trabajo, todos debían guardar silencio en casa: ayudado por su hermana, una niña como él, consiguió trepar y asomarse por la ventana: ¿Qué está haciendo?, preguntó la hermanita, y él respondió: Está viendo la pared.
Lo que hacía Sabines es lo que hacemos todos los escritores y, en general, todos los creadores: someternos durante el trabajo creativo a una falta total de estímulos para que entonces el cerebro cubra con sus ocurrencias la aburrida homogeneidad de la pared encontrando algo.
Quienes tienen el hábito o la disciplina de escribir diariamente saben que tomarse unas vacaciones, es decir, dejar de someter al cerebro al cotidiano enfrentamiento a la pared se paga con no poder concentrarse durante un tiempo. A veces, deben de pasar días de tortura (contra la pared) para que el cerebro vuelva a estar al servicio de la creación. No son, pues, las musas ni la inspiración, sino el aburrimiento a quien deberíamos erigirle un templo.
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@oscardelaborbol
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