Óscar de la Borbolla
08/06/2020 - 12:04 am
Primera frontera ontológica
Esa frontera nos permite comprender que las palabras son ambiguas: que a veces dicen lo que dicen y a veces no, porque tienen una intención irónica.
En la infancia aprendemos una frontera ontológica cuando sabemos distinguir lo que es "de veras" de lo que es "de mentiritas" y, también muy tempranamente, entendemos la diferencia entre lo que ocurre en nuestros sueños y lo que pasa en la vida real, y así con el tiempo terminamos clasificando nuestras experiencias en dos grandes grupos: lo que es juego y lo que es en serio.
Esta frontera básica nos permite entrar en las dimensiones literaria, fílmica, imaginativa... sin confundirnos. Y resulta de enorme importancia, pues es ahí donde se ancla el llamado sentido común, que no es otra cosa más que la capacidad de distinguir los hechos de la fantasía y, en consecuencia, gozar de un sano juicio.
Las ventajas de poseer con claridad esta frontera son innumerables, y no me refiero solamente a lo más obvio: no enemistarnos con aquel que en un sueño nos atacó ni seguir platicando después de la infancia con un amigo imaginario y contar, sobre todo, con eso que se llama sentido del humor y que posibilita que riamos de las bromas que nos hacen, pues tenemos bien deslindado cuando las cosas van de veras y cuando son tan solo un juego relativamente inocente. Es gracias también a esa frontera que no somos presa fácil de la literalidad de las palabras, es decir, no creemos que lo que nos representamos con ellas sea necesariamente real, ni somos tan ingenuos que baste con que nos digan algo para creerlo. Esa frontera nos permite comprender que las palabras son ambiguas: que a veces dicen lo que dicen y a veces no, porque tienen una intención irónica.
Pero aquí, algún lector inteligente se preguntará: ¿De qué habla este señor? Ese sentido común no es tan común por lo que se puede apreciar en el mundo. Y es lo mismo que yo me pregunto: de qué hablo si me consta que una gran parte de la gente que conozco no tiene sentido del humor, no entiende de ambigüedades ni de dobles sentidos, y siguen hablando con amigos imaginarios hasta el final de su vida, o se vuelven enemigos acérrimos o, por lo menos, desconfían de aquel que en sueños les hizo una jugarreta. Pues hablo de lo que debería ser el sentido común, de lo que significaría que hubiésemos dejado en la infancia la confusión entre la subjetividad y la objetividad; hablo de que la gente no debería encenderse por el solo hecho de gritar tres veces: ¡te odio!, o quedar enamorada por sólo decir tres veces: te amo. Hablo no de lo que es, sino de lo que debería ser. Hablo de la poca o nula existencia del sentido común en nuestra época y, en general, en todas las épocas. Hablo de lo chatas que resultan muchísimas personas, de lo manipulables, de lo infantiles. Hablo de mi disgusto, de mi decepción, de mi cansancio frente a un mundo donde una buena parte de la humanidad parece vivir en estado de ebriedad.
Y hablo también de esa primerísima frontera ontológica entre lo que es de veras y lo que no es en serio, porque muchísimas personas no son capaces de efectuar este deslinde. Y me gustaría añadir que en nuestra época, posmoderna y relativista, la confusión se ha acentuado todavía más, pues al haberse cancelado el acceso a lo real, al ser, y al habernos quedado tan solo con representaciones históricas del mundo, no hay manera de decidir si mi visión es más acertada que la visión contraria. Porque uno de los problemas de este tiempo es que ni la ciencia, con todo y sus sofisticados métodos, se atreve a decir: ¡las cosas son así!, sino que convive humildemente junto a una sarta de dislates bajo la sombrilla de lo políticamente correcto: el respeto y la tolerancia. E incluso a mí me parece correcto ese relativismo tolerante y respetuoso, sólo que el problema, el gran problema es que la Casa está llenándose de locos.
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