Tomás Calvillo Unna
13/05/2020 - 12:05 am
El ritual horadado
El paisaje se acorta, no hay horizonte; la memoria perdura en sus alumbramientos. ¿Qué sabemos al fin?
Los miles de familias desoladas; las víctimas en la tierra de la ignominia que habitamos; las víctimas con sus cubrebocas, sin ceder, buscando a los suyos, entre los despojos de la violencia. Sí, las víctimas despreciadas por el poder ya advertían del país sin compasión, y de nosotros: una ciudadanía insuficiente.
I
A orillas de la muerte,
me reconozco desnudo,
y solo.
El paisaje se acorta,
no hay horizonte;
la memoria perdura
en sus alumbramientos.
¿Qué sabemos al fin?
Recuerdo al Dr. Nava,
era también el mes de mayo,
no quiso el mejor hospital ofrecido,
no más horas a esa lenta agonía,
ni inyecciones, sueros, o tubos.
Morir con los míos, en casa…
fueron sus palabras;
una muerte digna
junto a los suyos,
su última enseñanza.
A mi padre no lo vi morir,
estaba lejos, mis hermanos
con una llamada de madrugada
me lo hicieron saber.
A esas horas
el timbre del teléfono,
suele ser una desgracia.
Meses después, depositamos sus cenizas
en aquel templo de San Juan De Dios,
de su natal San Luis Potosí.
En mi adolescencia,
una tarde me llevo a conocer esa iglesia;
extraño momento,
no era común que lo hiciera,
no era creyente.
Sólo dijo: ¡Vamos a ver a tu madre!
así me sorprendió;
Señalando con su mano arriba del altar,
al mural donde la virgen
asciende a los cielos;
es Maris, tu mamá,
la modelo del pintor Fernando Leal,
me dijo con cierto orgullo;
una pintura hermosa como ella,
de los años 40.
En estos días que pierden sus nombres y orden,
la muerte ya no está en los recuerdos;
la muerte está aquí enfrente, atrás, a los lados.
Es como un anillo al dedo, al índice, no al cordial.
Apunta aquí y allá; pocos se dan cuenta entre gritos y llantos,
desesperación, diatribas, desinterés, miedos,
la temible indiferencia que socava de raíz la propia voz.
La muerte, es curioso, aún no juega
con sus estampas y tradición
en este país que presume de su temeridad.
Todavía no aparece en su traje de Catrina
ni en sus cráneos de azúcar;
su crudeza está a ras del suelo
donde se arrumban los cadáveres,
como si estuvieran malditos.
Esto es lo que más duele:
la distancia, no de los vivos,
sino de los muertos;
los nuestros,
que no podemos abrazar, ni despedir.
Nos atemorizan
infectados en su desolación
convertidos en la amenaza misma,
en espera de ser fuego y ceniza;
envenenados en su último viaje
a la eternidad:
la herida interior que no cicatriza.
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