Author image

Ernesto Hernández Norzagaray

07/03/2020 - 12:05 am

Carnaval de Mazatlán, aplausos y abucheos

Esa carne voluptuosa que muchos jóvenes danzantes mostraron desinhibidos como si fuera su última noche en París. La que recordaran por siempre muchos de los testigos de esa noche de música, baile, piel, confeti, oropel, fantasía y magia que a la mayoría le hizo olvidar sus problemas cotidianos.

"Saben muchos que es el Carnaval por generaciones y paga por ello con la paciencia de Job". Foto: Rashide Frías, Cuartoscuro
"Saben muchos que es el Carnaval por generaciones y paga por ello con la paciencia de Job". Foto: Rashide Frías, Cuartoscuro

A la fantasía desbordante de Jorge González Neri.

Si hubiera que sintetizar esta dialéctica político-carnavalesca podría decirse que el Carnaval de Mazatlán cómo parte de una política recreativa fue exitoso y como ejercicio de prueba de popularidad, la demostración de un fracaso incubado lentamente en el imaginario colectivo. Lo ganaron los manifestantes anónimos que siempre es una piedra en el zapato de todo gobernante y de quien tiene una visión patrimonial y autoritaria. Que piensa que su palabra es ley y ya. Que no se consulta, sólo se acata porque es el mandato de los votos. Sin considerar ni un instante para ver cómo lo percibe el otro. El ciudadano como cliente que no acepta el espejo autocomplaciente del gobernante. El de los infaltables lambiscones del primer círculo. Los del halago fácil y chocante. Qué el ego nunca termina de satisfacerse porque siempre tiene la cabeza llena de los negros pájaros del adiós (Oscar Liera, dixit).

Sin embargo, no tenemos porque no reconocer que el Carnaval le salió bien al Gobierno morenista, aunque otras políticas sean un rotundo fracaso. En la fiesta del Carnaval los gobiernos municipales echan la casa por la ventana, no reparan en los gastos del glamour, se trata de lucir en grande, hacer ver magnifico lo que se hace para la fiesta. Una muestra de ello fue el pago de 16 millones de pesos “y más” a J. Balvin, por cantar en la coronación de la reina infantil.

Y la multitud compensa abarrotando contenta el largo malecón y el inevitable Paseo de Olas Altas. Soportando estoicamente la espera y la inclemencia de los vientos fríos de febrero. Saben muchos que es el Carnaval por generaciones y paga por ello con la paciencia de Job. No se va hasta que pasa el último carro alegórico y la más rezagada de las comparsas. Hasta que levanta la mano la enésima reina el carnavalero se va con la sonrisa de haber sido participe estoico de la mayor fiesta de la carne.

Esa carne voluptuosa que muchos jóvenes danzantes mostraron desinhibidos como si fuera su última noche en París. La que recordaran por siempre muchos de los testigos de esa noche de música, baile, piel, confeti, oropel, fantasía y magia que a la mayoría le hizo olvidar sus problemas cotidianos. Los de los bajos salarios que lastiman la compra de la canasta básica, las deudas que se acumulan por las compras a crédito, la incertidumbre que golpea por los sucesos diarios y el miedo por la violencia en las calles sinaloenses.

El carnavalero es parte de un espectáculo omnicomprensivo y nada puede ser más importante que ese momento de respiro ante el agobio cotidiano. Ya mañana veremos dirán los más comprometidos con la fiesta. La vida comienza de nuevo el Miércoles de Ceniza. Con la marcha rutinaria, sin chispa, de desagravio por los excesos ocurridos durante el Carnaval. Ya vendrá noviembre con los hijos procreados a ritmo de música de tambora sinaloense. Serán los carnavalitos y carnavalitas que renovarán la estirpe del fragor de estos días dionisíacos y de la memoria líquida del “mejor me olvido”.

Estos días disipados cuando hasta el más abstemio bebe y come como vikingo en tiempos de hambre. Cuando el más tímido grita de alegría al paso de las reinas y princesas. Cuando los reprimidos salen del clóset y muestran abiertamente sus deseos más sofocados. Cuando la desinhibición se impone sobre la represión. Vamos, cuando hasta un pobre se siente millonario y pide “que me siga la tambora”. Y la protesta se sublima, se metamorfosea en regocijo, alegría, hasta que salta del olvido momentáneo. Ese grito liberador contra el personaje de sus desvelos y angustias.

Se escucho en coro hasta Olas Altas. Que nos hizo recordar que no hay perdón, ni olvido, sino pausa para esta fiesta centenaria. Y el que la hace la paga. Aplausos para el Gobernador y abucheo para el alcalde. La gente sabe quien es quien. Quien es auténtico y quien es falso. Vuelve la vista a lo inmediato. A los gestos y actitudes del gobernante. Los que han quedado tatuados en su memoria política. Y que podrían convertirse en rechazo o en votos. En apoyos a personalidades y proyectos similares. Que están a la vuelta de la esquina. O al menos en un agradecimiento perenne. Que revalore en positivo el sentido de la política.

El Carnaval es un termómetro que mide la temperatura política y a sus personajes más fotografiados. Y eso no parecen valorarlo hasta que cada uno no lo sufren en carne propia. Luego será un elemento para la reflexión si hay capacidad de salir de las coordenadas cerradas del prejuicio, la animadversión, el ejercicio autoritario del poder o la maledicencia más emocional. Puede ser una vuelta más a la tuerca como diría el inolvidable Henry James, pero también lo peor, la falta de autocrítica. De pensar que son los otros los que están mal, que no entienden porque no entienden. Y seguir por ese camino de oprobio. Sin futuro. Porque esta visto que el camino es otro aun estando equivocado el ciudadano. No hay que olvidar la máxima de un comerciante complaciente: El cliente siempre tiene la razón.

El político, aunque se piense de otro estatus social, es un comerciante que vende diagnósticos y medicinas de interés público. Ya decidirán los ciudadanos si las compran cómo se compra una Coca-Cola o unos Kleenex. Y, bueno, si el Carnaval es una mercancía pública y se vende bien, es de esperar que el comerciante este valorado positivamente, pero qué explica entonces esas expresiones de alivio y contraste, simplemente que al vendedor no se le asocia con el producto mercadológico del fasto y sus reinas.

Quizá porque el Carnaval pertenece a la tradición, no a los políticos que son pasajeros. Compañeros momentáneos en este viaje de magia y fantasía. Entre esa muchedumbre anónima y vociferante. ¿Habrá, por ejemplo, quienes recuerden cual fue el alcalde de hace 20 años? o ¿quién recuerde los nombres de las reinas de hace 10 años? Seguramente algunos. La mayoría no. Eso hace la diferencia entre la tradición y la política pública.

En fin, el Carnaval es gozo, olvido, antídoto, libertad, catarsis, pero también, ahora sabemos, también abucheo destemplado, gritón, grosero. Ajustador de cuentas. Y es que a la par de la tradición está el ego del gobernante que exige ser reconocido como si fuera el otro rey de la fiesta, el que la hace posible. Y esa confusión no parecen comprenderlo o intuirlo hasta que un grito fuera de lugar, lo saca de sus sueños de esa grandeza efímera, mortal, destinada irremediablemente al olvido.

Ernesto Hernández Norzagaray
Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Ex Presidente del Consejo Directivo de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales A. C., ex miembro del Consejo Directivo de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política y del Consejo Directivo de la Asociación Mexicana de Ciencia Política A.C. Colaborador del diario Noroeste, Riodoce, 15Diario, Datamex. Ha recibido premios de periodismo y autor de múltiples artículos y varios libros sobre temas político electorales.

Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas