Susan Crowley
31/01/2020 - 12:03 am
La guerra no es como la pintan… bueno, Hollywood
"1917 es una película que cumple la tarea de entretenernos, un alarde de tecnicismos".
Enfrentamos una época en la que el abuso de la información ha terminado por vacunar nuestro sistema. Delante de una imagen de guerra o dolor humano, damos vuelta a la página. La estetización de la violencia ha degenerado en una suerte de banalización, su uso irresponsable ha contribuido a que ahora nos resulte indiferente. Acabo de terminar una lectura apasionante. Nos vemos allá arriba, del escritor Pierre Lemaitre, Premio Goncourt 2013, es una saga de esas que nos reconcilian con el sobreexplotado tema de la guerra. Y digo que nos reconcilian, porque acabo de ver la multinominada 1917 que, pese a la fama que le precedía me dejó con mal sabor de boca. Por más que intenté no pude engolosinarme con el abuso de los recursos técnicos que subordinan la vocación del buen cine: contar una historia.
Al minuto diez del mentiroso plano secuencia, me descubro atrapada en un laberinto que me recuerda más a un juego de Mario Bross que la historia de personajes que sufren. Sin duda será una de las películas premiadas, porque la deuda que se tiene con el tema de la injusta guerra mundial no acaba de pagarse. En una nación en la que se gastan millones de dólares al día en la compra de armamento para invadir y “hacer justicia” en otras naciones, se premia el mérito de quien decide acometer el asunto.
Después de ver 1917, no puedo dejar de pensar en la película El Arca Rusa, de Alexander Sokúrov. Con una maestría absoluta, en un plano secuencia, la cámara recorre el Museo del Hermitage desde los cuartos de servicio hasta las famosas escaleras del gran salón de Los Embajadores. Una detrás de otra, las puertas del palacio se abren para mostrarnos la historia de Rusia, lo mismo Catalina la Grande en su vejez, que Nicolás y Alexandra antes de abandonar San Petersburgo huyendo de los bolcheviques. El final de la película es apoteósico; un baile termina y cientos de invitados descienden por las majestuosas escaleras, sin juicios de valor ni efectismos, se ha contado una historia. No se necesita más.
La novela Nos vemos allá arriba, también arranca en las trincheras, el sitio en el que los hombres se debaten entre la vida y la muerte, para desencadenar una trama llena de vueltas de tuerca y sorpresas en la que el espectador vive la anagnórisis de los personajes como si fuera propia. El poder de la literatura es, en este caso, lograr que a través de la imaginación acompañemos a dos seres entrañables, Edouard Péricourt y Albert Maillard en una serie de sucesos increíbles que ponen a prueba su amistad, la traición, la ambición, la nobleza y la dignidad humana. Es también una novela negra que nos ayuda a atar cabos, a estar alertas siempre, cargada de ironía y con un enorme sentido del humor. Retrato intimista en el que los sobrevivientes mutilados no son héroes sino una calamidad; jamás podrán volver a ser parte de una sociedad que también se ha fracturado por los horrores de la guerra. Quienes regresan son siempre una escoria. La cara oscura del triunfo bélico; la fracción que no recibe condecoraciones, solo la condena de convertirse en una carga para el estado y una deuda para la historia. La exacerbación en las acciones de los dos protagonistas, raya en los límites brechtianos del absurdo; parecen actuar en un teatro en el que todo está permitido, ahí están al borde de la muerte, vivos de manera inexplicable. Donde las cosas podrían ir mejor y significar una oportunidad de vida pareciera que el cruel destino se empeña en que salgan mucho peor. Sin embargo, su nobleza y sentido del otro los vuelve entrañables.
¿Qué hacer con ellos?, ¿cómo devolverles lo que la patria les arrebató?, ¿merecen homenajes o deben ser borrados?, ¿cómo reconocer su sacrificio y resolver las condiciones en las que se les obliga a vivir después de la guerra? Lacras sociales, seres imperfectos, residuos de una práctica espeluznante que horas antes se decidía en una mesa de negociaciones y que en nombre del honor los arrojó a los campos de batalla. La vida se define en las condiciones más adversas. En un segundo la explosión de un obús derrumba los sueños, abre la puerta de la muerte y hunde el futuro entre cadáveres. Morir es triste, salir vivo es peor. En esta historia, el destino del sobreviviente es un limbo. Lemaitre teje con minuciosidad cada escena para que sintamos, olfateemos y palpemos la muerte y el valor de la vida al lado de Edouard y Albert. La muerte es solo el principio.
Otto Dix ya había retratado los fosos con una crudeza única. Cuando nos asomamos a cualquiera de sus apocalípticas obras de pequeño formato, asistimos a las escenas más desoladoras. Grabados en su mayoría, las obras de Dix carecen de colorido alguno, como si un respeto último obligara al artista a renunciar a cualquier recurso estetizante. Las muecas, garabatos y caricaturas hacen de la muerte su modelo ideal. Los personajes anónimos nos llenan de ansiedad, son explícitos en su aberrante forma de reír, ¿ríen de dolor?, las quijadas se desgarran en una carcajada que los destroza. La risa es una pulsión de muerte. Donde hubo un rostro quedan solo agujeros, vanos que permiten ver como se escapa el alma. Los seres de la novela y de Dix, se ocultan en máscaras que revelan el mundo interior podrido en vida. Son también la única protección, antifaces contra los gases mostaza. Sobrevivir, no importa que sea en pedazos con la muerte tatuada. La monstruosidad es una nueva perfección en el arte, reemplazo de unos labios por fauces, de unos ojos por boquetes, de una nariz por un badajo. Lo que alguna vez nombramos rostro es tan solo el rescoldo de lo que fue la persona.
Woyzek, el patético personaje, es otra víctima de la guerra. Georg Büchner, su autor, nunca la pudo ver representada. Años después, cuando Alban Berg asistió al estreno, tuvo una impresión tal que decidió escribir una ópera. Por un error en la impresión la titularon Wozzek. La atonalidad utilizada por Alban Berg nos lleva a vivir el drama de un soldado que, al final de la guerra sufre alucinaciones y paranoia. Lo que jamás atenderíamos como nota de un periódico con el poder del arte se transforma en una revelación. Las emociones, los procesos de descomposición mental del personaje se transmiten a través de la ejecución de los instrumentos que podrían compararse con los sonidos estridentes, ensordecedores de las metralletas y las bombas, son los que se oyen incesantemente dentro de la cabeza. No hay silencio posible, todo es un ruido ensordecedor, único compañero incondicional, espejo del mundo interior brutal y sin concesiones. Pero como en la novela de Lemaitre, hay también momentos de grandeza, de amor y de humanidad que se contraponen al abuso y la brutalidad. Lo ordinario, lo mundano, lo grotezco, cobran un cierto tono en la ópera y en la novela; transcurren como pasajes que nos permiten adentrarnos al interior de seres que en todo momento muestran lo que piensan. No hay filtros.
Dix en sus grabados, Berg en su ópera y Lemaitre en su novela, sustituyen el clásico género bélico por relatos que se internan en el alma de los protagonistas y en la banalidad y trascendencia del orden trastocado por la guerra. Son las historias de los seres condenados a deambular como fantasmas. Al final no hay alegorías, es la realidad palpable, la que vivieron aquellos que no tuvieron remedio más que ser soldados, pertenecer a un ejército. Servir a la Patria, pertenecer a cualquiera de los bandos, los buenos y los malos, no importa; ellos son los que mueren. La poesía nos la quedamos nosotros.
1917 es una película que cumple la tarea de entretenernos, un alarde de tecnicismos; pero a diferencia de las obras maestras descritas antes, nunca sacudirá nuestras entrañas aun cuando esté filmada en HD y con todos los recursos que el dinero puede comprar.
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