Susan Crowley
10/01/2020 - 12:03 am
Gracias, John
"Entrar al universo de Baldessari es como obtener un certificado de perseverancia con el arte llamado Contemporáneo".
Para inicios de los años sesenta, el arte norteamericano había logrado posicionarse como un referente mundial. Los creadores que emergieron en la Costa Este eran reconocidos como los grandes genios de la pintura. Todos ellos crearon una especie de mitología personal, el esplendor y la decadencia del arte en manos de un grupo que había antepuesto a la academia el impulso vital. Las pulsiones de Gorki, Pollock, Rothko, De Kooning, Motherwell, Klein, se habían desparramado en los lienzos hasta agotarlos. Estos dioses, algunos nacidos en Europa pero afincados en Estados Unidos, habían muerto un poco en cada una de sus obras; fueron capaces de instaurar ámbitos insondables al mismo tiempo que anunciaron su inexorable final. Para el crítico y voz de este grupo, Clement Greenberg era imposible que el arte resurgiera después de la muerte de Morris Louis en 1962, el último de los grandes.
El arte había llegado a su fin. Todo lo que quedaba era confusión pura. Las emociones personales habían cruzado los límites generando lenguajes oscuros e intrincados que no eran factibles de convertirse en método. Para bien y para mal, con su muerte, los expresionistas abstractos dejaban abierta la puerta a las nuevas generaciones sin la posibilidad de vincularse o recibir su herencia. Había todo por hacer.
Surgida en 1933, la dogmática Black Mountain College en Carolina del Norte, impulsaba el espíritu puro del arte y se expandía en las distintas universidades de la Unión Americana siguiendo los principios evangelizadores del conceptualismo. Todo ser que se preciara de artista debía tomar como su “credo” los principios de Sol Lewitt, seguir al pie de la letra las indicaciones de Joseph Kosuth y propagar el arte como una mística. El conceptualismo no intentaba mostrar un antes y un después, no se concebía como un movimiento artístico más. Era la manera honesta de hacer arte: infinita, cíclica, científica, incluso fría, a base de demostraciones. Algo parecido a un laboratorio en el que las obras no eran más que parte del proceso. El conceptualismo influyó al Minimalismo y al Land Art que tomaron una vía similar. Por otro lado, el inmaduro Pop Art, se abría camino muy lentamente y sin buenos resultados. Se le acusaba de ser demasiado fácil para considerarse inteligente, se le tachaba de harto comercial para se trascendente, o se argumentaba que era poco exigente para quienes buscaban un arte intelectual. Dicho por el mismo Greenberg, era la prueba de la decadencia y el mal gusto al que la sociedad norteamericana había sucumbido. El filósofo se apropió el término kitsch, para adjetivarlo. No hubo alguien que no profetizara su fracaso.
Pero en la Costa Oeste las cosas caminaban de otra manera. Tras el golpe recibido por la guerra de Vietnam, el hipismo había venido a ser una especie de “egorreductor” de la doble moral norteamericana. Los jóvenes lograron colocarse como líderes de la opinión, el flower power había inundado la atmósfera de marihuana y libertad. Las letras de las canciones hablaban de respuestas en otro lado que no era la vida política ni los sistemas de educación anquilosados. La rebeldía de los estudiantes ante la mano dura de los adultos permitía nuevos lenguajes y rechazaba los sistemas tradicionales por completo. Los jóvenes universitarios habían roto el cerco generacional y se apropiaban al mundo. Dejaron atrás los dogmas y se iniciaron por el camino del instinto. No sabían muy bien a dónde los llevaría horadar en lo desconocido, pero asumían que se trataba de algo que los alejaría de la rígida educación que habían recibido y que a esas alturas resultaba insuficiente.
John Baldessari fue uno de esos jóvenes. Como muchos de ellos confiaba en su intuición. La mostraba en forma de revelaciones que iba llamando epifanías. Tuvo muchas. La primera, que toda su obra de carácter expresionista abstracto se redujera a cenizas. Literalmente, quemó todas sus obras. En la mitología griega el parricidio es una sanguinaria herramienta para el autoconocimiento. Podría decirse que, al incinerar su trabajo, Baldessari estaba rompiendo con el pasado y generado su propia voz que jamás volvería a expresarse en pintura. Como ocurrió a muchos jóvenes de su época hablar de justicia, igualdad y derechos de los demás, era fundamental. El arte para él tenía una función social. La ruta que siguió no fue fácil, abrir camino implicaba aguzar todos los sentidos y entender lo que ocurría en el mundo. Esta forma distinta de hacer arte incluía reflexionar, no solo sobre los cambios sociales, además debía iniciar una crítica a los nuevos medios, a las tecnologías y a los avances que parecían infiltrarse en todo, incluso en el arte. El artista no podía quedar indiferente ante el movimiento de las estructuras que él mismo había propiciado. Los numerosos ensayos y errores, atisbos, experimentaciones, juegos de inteligencia y agudeza fueron la base de la que abrevó su enorme cuerpo de obra. Tan vasto como su propia humanidad y la longevidad que alcanzó. De más de dos metros, Baldessari murió a los 88 años. También nos dejó un enorme catálogo de obra: series de fotografías en las que enmarcaba las cosas más absurdas (un globo volando, él coronado por una gigante palmera); videos e instalaciones, en las que a veces domina el lenguaje, pero otras en las que manda la imagen, poniendo en duda las estructuras conceptualistas. Y sus reconocidos “dots” con los que intervenía todo tipo de escenas, ya fuera la chica sexy del shampoo hasta los héroes y galanes del cine hollywoodense. Romper la imagen cliché para dot- arla de una nueva energía y sentido del humor, ambos con una bestial inteligencia.
Entrar al universo de Baldessari es como obtener un certificado de perseverancia con el arte llamado Contemporáneo; el que deriva de todas las experimentaciones, dudas y aproximaciones que se hicieron en los años sesenta y setenta. El artista norteamericano representó uno de los primeros desafíos entre las grandes escuelas del Noreste americano y las contribuciones de la hoy famosa California Institute of Arts, conocida como Cal Arts en la costa Oeste. Ahí se mantuvo dando clases durante toda su vida.
El oficio de la enseñanza tiene un truco que no todo el mundo conoce: es la mejor manera de aprender. El maestro habla, el alumno cuestiona y eso crea un diálogo de aprendizaje en ambos. El universo de Baldessari se conformó por actos significativos, unas veces podían ser conceptuales, otras, una crítica directa al enfriamiento que el conceptualismo había sufrido al paso de los años, siempre con un baño de humor y los colores estridentes del Pop. Así eran los temas en sus clases: irreverentes, lúdicos, profundos y llenos de una conciencia que necesitaba hacer frente a los voraces mercados del arte al alza. Ponía en el centro del salón su gran humanidad cargada de sabiduría al servicio de sus alumnos. Todo tipo de mensajes, argucias, ironías surgían cuando se confrontaba una imagen y un concepto, era el principio de una epifanía. De esta manera logró hacer cómplices a los que lo escuchaban en Calarts, y a su público en todos los museos del mundo. Baldessari siempre fue un rebelde y un desafío para las instituciones del arte. Curiosamente, pocos artistas han tenido su pasión y consistencia a la hora de impartir cátedra. Sus alumnos son hoy grandes artistas: Mike Kelley (muerto hace poco), David Salle, Barbara Bloom, Tony Oursler, Matt Mullican, entre muchos otros quienes aprendieron de Baldessari el oficio de argumentar, de dar vida a sus ideas, defenderlas y cambiarlas cuando había algo mejor.
El poder de Baldessari fue no creerse superior, no tomarse demasiado en serio, y como lo dijo en 1971 en uno de sus más reconocidos trabajos, no hacer más arte aburrido (“ I Will Not Make Any More Boring Art”). Cumplió, gracias John.
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