Esta es la vida de la luchadora social Neus Català, quien fue delatada, apresada y sobrevivió al holocausto. Una vez liberada, se consagró a perpetuar el recuerdo del horror, para que la humanidad no se permita olvidar.
El libro La paloma de Ravensbrück le ha valido el reconocimiento a la escritora Carme Martí como una de las grandes narradoras catalanas de la actualidad.
Ciudad de México, 14 de diciembre (SinEmbargo).- Activista precoz contra las desigualdades sociales, a Neus Català le sobrevino la Guerra Civil Española antes de los veintiuno. Responsable sanitaria de una colonia infantil durante la contienda, cruzó la frontera hacia el exilio con los 180 niños que tenía a su cargo.
En Francia, ante la ocupación y el régimen de Vichy, se unió a la Resistencia. Delatada y apresada, sobrevivió a la barbarie nazi en los campos de concentración de Ravensbrück y Holleischen. Una vez liberada, consagró su vida a perpetuar el recuerdo del horror, consciente de que la humanidad no puede permitirse olvidar.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de La paloma de Ravensbrück, libro de la escritora y gestora cultural Carme Martí, que le ha valido el reconocimiento como una de las grandes narradoras catalanas de la actualidad. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.
***
Prólogo
“La nube no se va nunca. Tiene alquilado
este trozo de cielo para siempre”
Viajes y flores, Mercè Rodoreda
Me despierto y busco los puntos de luz que pasan a través de la persiana y me anuncian que ya es de día, pero no los encuentro. Primero pienso que todavía debe de ser de noche, después recuerdo que no estoy en casa, y que hace unos días ingresé en el geriátrico del pueblo.
No sé qué hora debe de ser, tampoco miro el reloj. Espero.Me quedo despierta en la cama, sin sueño. Escucho el silencio. Si cierro los ojos aún puedo oír los gemidos, las toses, los llantos... pero los mantengo abiertos. Me tomo las manos y palpo todos los nudillos, me las froto. Tengo las manos pequeñas y carnosas, surcadas de arrugas y un poco deformadas.
Espero.
Me froto los nudillos.
Como cada verano desde que acabó la dictadura de Franco,he vuelto a Els Guiamets. Vengo de un invierno largo. Me ha dolido bastante la rodilla y he estado muy recluida en casa. Tenía una chica que me venía a ayudar por las mañanas, pero nonos llevábamos bien. Después de ducharme y de vestirme, en el tiempo que yo tardaba en elegir un collar, ella arreglaba toda la casa.
A paso de tortuga, yo iba al comedor y me sentaba a desayunar, ella cogía el dinero que le había dejado preparado y salía a la calle. Al cabo de un rato yo refunfuñaba para mí preguntándome cómo se podía tardar más de una hora en comprar cuatro cosas en la plaza de debajo de casa. Cuando llegaba ella me encontraba sentada en la butaca, con el mando a distancia en la mano, buscando la mejor manera de saber cómo está el mundo. Se sentaba en una silla detrás de mí y oíamos cada una la respiración de la otra, pero pasábamos el resto de la mañana como si estuviésemos en habitaciones distintas, ¡en pueblos distintos! Ella jugaba con el celular, enviaba algunos mensajes y hacía un par de llamadas. Yo veía la tele esperando con ilusión el día de volver al pueblo.
Después de vivir treinta y siete años en el exilio, volver a Els Guiamets significó retornar a la patria y a la libertad. Volver aquí durante los últimos treinta y cuatro años para las vacaciones de mi vida de jubilada —¿cómo es posible que los años los cuente por treintenas?— ha sido hacerlo al paisaje de mi infancia. Las personas queridas, la casa de toda la vida, las calles del pueblo, las viñas bajo un cielo claro...
Llegué hace diez días. Me trajo Elisenda. Después de despedirnos llamé a Mariona, que vino enseguida. Charlamos encantadas, como cada vez que vuelvo, y me puso al día de las novedades del pueblo. Abrimos la casa y me ayudó a instalarme.
Hace tiempo que tengo dificultades para andar, y el año pasado ya pusimos la cama en el comedor, de manera que tengo toda la vida organizada en la planta baja. El comedor-dormito-rio, la cocina, el lavabo y la puerta que da a la calle; poco más necesito. El verano pasado me dejé aquí el andador, pero nada más verlo lo cogí. Voy muy bien con él, me da la seguridad que necesito.
A media tarde dimos un paseo por el pueblo y volvimos a casa a esperar a la chica que vendría para ayudarme. Dos días después llegaron Margarita, Paul y una amiga, Malgosia, hija de deportada, con quien Margarita de joven hizo amistad para toda la vida. ¡Qué alegría sentí! Fui a cenar a su casa, en aquella terraza magnífica, con el campo y las montañas que lo invaden todo. ¡Qué paisaje más bucólico! Solo faltaba Ludi, que toda vía no tenía vacaciones
Al tercer día de estar en casa, después de desayunar, cuando se fue la chica y sabía que no era hora de recibir ninguna visita,subí al piso de arriba. Después de dos años sin poner los pies allí, tenía ganas de verlo.
Subí el primer escalón, y el segundo y el tercero, pero me volví. Acabaría agotada. Miré las escaleras desde abajo, como si fuesen una montaña, y decidí ascender a la cima costara lo que costase. Me senté en el primer escalón y fui subiendo de espaldas, sentada. A mitad de camino me entró un ataque de risa.¡Ay, si me viesen así me reñirían como a una cría!
Una vez arriba paseé por las habitaciones. Dejé vagar la mirada como si estuviese delante del mar. Miré las colchas que hacía dos años que no veía, y que hablaban de otros tiempos; la cómoda de mis padres, los armarios cerrados, las imágenes congeladas de las fotografías... Me senté en una silla donde permanecí mucho rato. Sentía la compañía de los objetos muy dentro de mí.
Volví a bajar sentada y fui hacia el comedor. Volvía de una especie de proeza cuando tropecé con una baldosa que siempre ha estado suelta. No me dio tiempo de agarrarme a ningún sitio: noté el golpetazo en todo el cuerpo y me quedé tirada en el suelo, boca abajo.
Tirada en el suelo, no sé cuánto rato, como en 1937 enBarcelona, después de un bombardeo. Tirada sin poder moverme y temiendo las consecuencias de una caída tan tonta a los noventa y cinco años. Tirada, recordando que hacía tres meses también me había caído en el piso de Rubí. Tirada en el suelo, moviendo un poco las piernas y sintiendo que, por suerte, me respondían. Tirada, como cuando me echaron en la celda de la prisión de Limoges. Sin poder llamar a nadie y sin llevar en el cuello el colgante que tenía en Rubí, que me aseguraba asistencia domiciliaria en caso de necesidad. Allí tirada, con la sangre brotando de algún sitio, saboreándola entre los labios.
Acabé en el hospital de Móra. Me había roto dos costillas y no tenía fuerzas para andar. Se me quedó la cara morada y el susto en el cuerpo. El médico me dijo que tenía que guardar cama para recuperarme. Cuando estuvimos en casa, cuando a pareció Margarita con mi camisón y Mariona deshizo la cama del comedor a media tarde, supe que, por desgracia, había llegado el momento
—Quiero ingresar en el geriátrico.Se quedaron heladas.
—Mamá, pero ¿qué dices?
—Digo que quiero ingresar. No me puedo valer por mímisma, y no quiero dar trabajo a nadie. En el geriátrico están preparados para cuidar a viejas como yo.
—¿Mamá?
—Margarita, ya puedes ir a preguntar si tienen plaza.Se fue muy nerviosa y volvió con una silla de ruedas. La directora le había dicho que el ingreso tenía que solicitarlo yo misma, de manera que una servidora, la silla, Margarita, Mariona y Malgosia ocupamos toda la calle, cruzamos la carretera y fuimos al despacho de la directora.
—Neus, si quieres puedes quedarte aquí hasta que te encuentres bien.
—Si puede ser ya me quedaré a vivir. Siempre he pensado que pasaría aquí mis últimos años, que acabaría viviendo en este lugar un día u otro. Creo que ahora es el momento de quedarme para siempre.
Siempre…
La directora dio instrucciones a Margarita, que fue a casa a buscar mis cosas, y yo me quedé mirando el geriátrico como si fuese la primera vez que lo veía. En la silla de ruedas me llevaron a la habitación de mi hermano y charlamos un buen rato, hasta que apareció mi hija con la maleta.
—¿Adónde vas con eso? —le pregunté, sin entender qué hacía.
—He traído tus cosas.
—¿No me querrás encerrar aquí?
—¿Mamá?
—¡Yo aquí no me quedo! —le grité.
—¡Pero mamá!
Me convencieron de pasar allí la noche y al día siguiente; cuando vi que no podía ni andar, acepté. Me dolía todo y estaba inválida.
¡Con las ganas que tenía de venir al pueblo y me he pasado una semana entera en la cama en camisón!
Durante más de treinta años he vivido entre Rubí y Sarcelles (Francia) para poder estar cerca de mis hijos. Era difícil abandonar el país donde nacieron, a pesar de la necesidad devolver a mi patria. Pero los veranos, invariablemente, los he pasado en Els Guiamets, adonde ellos han venido también siempre. Ahora debe de hacer tres años ya que no viajo a Francia. Poco a poco, quizá sin tomar la decisión, he ido espaciándolas estancias en Sarcelles y reduciendo el círculo por donde me movía a Rubí y Els Guiamets.
Cuando venía en verano hacía alguna visita a vecinos que ya vivían en el geriátrico y le decía a la directora: «Reservadme una plaza, ¿eh?». A mis hijos les repetía: «Cuando veáis que estoy a punto de morir, llevadme a Els Guiamets». Pero no pienso en la muerte, y siempre he creído que me quedaban un par de años más de autonomía. De los ochenta y cinco a los ochenta y siete, de los ochenta y siete a los ochenta y nueve, de los ochenta y nueve a los noventa y uno, de los noventa y uno a los noventa y tres, de los noventa y tres a los noventa y cinco,y ahora que tengo noventa y cinco me digo que no, que todavía no. Que el pájaro quiere morir en el nido y yo quería volver a Els Guiamets para morirme, pero todavía no ha llegado el momento.
Después de guardar cama durante una semana en una habitación provisional, ayer Margarita y la directora me acompañaron a la que será mi habitación.
—Ya verás como te gusta, mamá. Tiene una ventana desde donde se ven las montañas, el pantano, la estación de tren...como desde la terraza de mi casa —me dijo mientras entrábamos.
Pero nada más poner allí los pies, Margarita se quejó a la directora.
—¡Esto no puede ser!
—¿Qué no puede ser? —preguntó la mujer, sorprendida.
—Hay que cambiar esta colcha.
Claro que había que cambiarla, me dije. Lo que me sorprendió fue lo rápida que fue la reacción de mi hija. Y eso me hizo pensar lo que debe de soportar una mujer inteligente y decidida como ella por ser hija de deportada. La miraba y la veía con cuatro añitos, dejándola en una casa que no era la suya.
—Mi madre no puede tener una colcha de rayas a la vista todo el día.
—Como queráis.
—Es por el traje de prisionera que llevábamos en los campos —le expliqué, por si no lo acababa de entender.
Margarita y yo nos miramos. ¿Quién puede comprender lo que supone, después de sesenta y cinco años, tener que convivir con las rayas? Una deportada y su hija.
La directora volvió enseguida con una colcha estampada de flores. La puso con ayuda de Margarita y salió. Mi hija me enseñó cómo había guardado mi ropa en el armario, mi ropa marcada con el nombre y el apellido con unas etiquetas que se pegan con la plancha... Me puso el mando de la televisión junto a la mesilla de noche y me enseñó la lista de teléfonos, con letra grande, que guardó en el primer cajón de la mesilla para que la tuviera a mano. Me gustó que reservase un cajón del armario para los collares. Cuando va de viaje me trae alguno, y me hace ilusión saber que el collar que llevo proviene de la India, de Venecia o de Cracovia.
Se fue con expresión triste, pero le dije que se marchase tranquila, que estaría bien. De hecho, en cuanto me haya recuperado, volveré a Rubí.
Cuando vinieron las auxiliares a acostarme, me cogieron de la silla de ruedas para meterme en la cama, pero les pedí que no lo hiciesen. Quería andar aunque fuesen solamente aquellos tres pasos. Me levanté con dificultades y anduve rodeada de sus manos protectoras, aunque no me tuvieron que sostener.
Sentada, con ese pequeño triunfo en el rostro, me tomé la pastilla para dormir. Las auxiliares bajaron la persiana, corrieron las cortinas, apagaron la luz y me dieron las buenas noches. Fuera todavía era de día.
Estuve un rato mirando cómo la luz del pasillo dibujaba un triángulo en el techo. Tendría que pedirles que no me bajasen tanto la persiana, porque por la mañana me gusta ver cómo se empieza a dibujar el día.
Hace un rato que se oye ruido. Van levantando a los demás residentes y pronto llegarán a mi habitación. Esta mañana me ducharán y tengo sesión de peluquería. Después de tantos días en camisón, hoy me vestirán y me parecerá que me encuentro mejor. Bajaré en silla de ruedas a desayunar al comedor, y compartiré la mesa con mi hermano y dos residentes más.
Me siento preparada para empezar la última etapa de mi vida, la última soledad.
1
Durante una semana entera, cada vez que abrían la celda era para encerrar en ella a más prisioneras. Desde que los resistentes habían volado el nudo ferroviario de Brive, los nazis estaban furiosos y llevaban a cabo detenciones masivas.
Ya no nos dejaban salir al patio, y nos traían la sopa a intervalos cada vez más largos. Vivíamos once mujeres hacinadas en una celda para tres personas, y nos temíamos lo peor. Una oscura mañana de enero de 1944 nos ordenaron recoger nuestras cosas:había llegado el momento de salir de la cárcel de Limoges hacia un destino incierto.
Dejé la manta que llevaba encima, me puse el abrigo y me desaté el pañuelo que me sostenía la mandíbula, que me habían fisurado durante el interrogatorio de hacía unos días.
—¿Irás bien sin pañuelo? —me preguntó Tití.
—No sé, pero prefiero que me vean bien —contesté sujetándome la mejilla.
—¿Irás bien sin pañuelo? —me preguntó Tití.
—No sé, pero prefiero que me vean bien —contesté sujetándome la mejilla.
Cogí la maleta, que guardaba cerrada; no tenía nada más que recoger. Un grupo de cincuenta mujeres famélicas y abatidas formamos fuera. El frío se nos había metido dentro y lloviznaba. Pensé en Albert; de la prisión salían convoyes cada día, y con tanto movimiento temía que se lo hubiesen llevado,porque hacía días que no sabía nada de él. Pasaba el tiempo y seguíamos allí de pie, y la espera se hacía eterna.
Apareció el SS Meier y pasó delante de nosotras con aquel aire presuntuoso e insolente que tenían todos los nazis. Se despidió de nosotras diciéndonos que haríamos un viaje muy largo en tren, y que allí donde nos llevaban estaríamos muy bien,como en una casa de reposo. Tendió la mano a una prisionera, que permaneció inmóvil. Se dirigió hacia la prisionera de al lado, que cruzó las manos a la espalda. Tenía la cabeza agachada y seguramente temblaba de miedo, pero todas las que estábamos detrás de ella vimos su gesto e hicimos lo mismo. El SS Meier se quedó con el brazo tendido y cincuenta mujeres ignorándolo. Yo reía por dentro. Sentía una satisfacción tan grande que fui a la estación con el ánimo suficiente para subir al vagón del tren con fuerzas renovadas
Imaginaba que el trayecto sería duro, y creo que por primera vez quise mirar atrás en lugar de mirar hacia delante. Rodeada de mujeres amigas y de mujeres desconocidas que sufrían el mismo destino que yo, me sentía sola y a la vez me sabía acompañada. En nuestra inmensa soledad, nos teníamos las unas a las otras
El tren avanzaba. Cerré los ojos, cogí aire y fingí que podía desprenderme de mi cuerpo, como si pudiera atravesar el techo del vagón, como si nada me impidiera subir hasta el cielo, seguirlas vías del tren, pero en dirección al sur, hacia mi tierra. Después de sobrevolar toda Francia me detuve en los Pirineos, y volví a ver aquella caravana de gente que se arrastraba camino del exilio. Vi viejos, mujeres, niños y alguna cabrita perdida. Agotados, se iban desprendiendo de todo. En el camino que dejaban atrás había colchones, somieres, cestas, garrafas, fardos,una mesa, un pequeño armario, el carro lleno, la pobre mula…
Una vez en Catalunya, el primer sitio donde me detuve fue Darnius. Vi a mi padre, que, envejecido, bajaba de la montaña,y entre niños y mantas de colores nos fundimos en un abrazo.Se me humedecieron los ojos, así que lo dejé y volví a emprender el viaje. Tenía prisa por llegar a Els Guiamets.
El cielo era de ese azul tan intenso y limpio que tenemos en el Priorat. Tan claro y tan azul era que me deslumbraba. Aunque estábamos en pleno invierno, quise imaginar que veía las viñas a finales del verano, en todo su esplendor. Filas y más filas de cepas, y campesinos, mujeres y niños vendimiando. Les oía hablar;de un momento a otro se pondrían a cantar. Cuando llegué al centro del pueblo la intención era irme a casa, pero algo, mientras buscaba mi primer recuerdo, me llevó a la de mi tía.
La tía Providencia no había tenido hijos, pero su casa era el lugar donde íbamos a parar todos los sobrinos. Era dulce y muy trabajadora, y fue el sostén de todos sus hermanos. Aunque era la prima de mi padre, yo para ella era como una sobrina más. Me acababa de levantar, estaba sentada a su mesa, balanceaba las piernas y la miraba.
—Neus, hoy vuelves a casa —me anunció muy contenta mientras me miraba de arriba abajo, y volvió a sus ocupaciones sin esperar respuesta.
Con las ganas que tenía de volver y nada más oírla sentí ganas de llorar. Ella removía las brasas, me preparaba el desayuno y no paraba de trajinar con movimientos rápidos y seguros. Yo solo balanceaba las piernas.
Siempre quería ir a casa de la tía, pero aquella vez ella me había venido a buscar. Me prepararon un hato con toda la ropa, y la esperamos juntos mi madre, mi padre, la abuela y yo. A mi hermano Lluís ya lo habían llevado a Cal Vallès. Corría el año1922, yo tenía siete años y era consciente de que algo no iba bien, pero no pregunté.
Mi madre me explicó que Lluïsa estaba enferma y que yo tenía que irme unos días a casa de mi tía para no contagiarme.Pensé que no se moriría, que una niña de siete años no podía ver morir a dos hermanas, y pedí que la curasen rápido, que ya no hacía tanto frío y que podríamos salir a jugar a la calle.
La otra Lluïsa, la mayor, murió de meningitis cuando Lluís tenía ocho años y yo cuatro. Fotos no teníamos, y yo conservaba de ella un recuerdo difuso. Era más bien la sensación de una espera que una presencia.
Pasaban los días y no me dejaban ver a la Lluïsa pequeña, y yo me desesperaba. La epidemia de viruela se extendió por todo Els Guiamets, pero como en casa de mi tía se habían refugiado más sobrinos, yo estaba bien.
Después de meditarlo bastante, un día me escapé. Tenía fama de traviesa y de chicazo solo porque era decidida, me gustaba ir descalza y no paraba ni un momento. La tía Providencia decía que yo era diferente, como una ciruela negra: «Ciruela, ciruelita mía…».
Me escapé de su casa para ir a la mía. Quería mirar desde la entrada de la barbería, pero cuando me vi delante de la puerta,que acostumbraba a estar abierta, oí el cerrojo y corrí a esconderme. Salió mi padre, que llevaba algo en brazos tapado con una sábana. Mi madre se quedó en la puerta. No hablaba, no se movía. Mi padre desapareció al doblar la calle.
Corrí por la calle de abajo mientras él iba por la de arriba, y le seguí de lejos. Mi padre andaba muy despacio, a lo mejor tampoco se encontraba bien. Dejé de seguirlo porque no había más calles. Cuando salió del pueblo me quedé mirándolo, resguardada por una pared. Se iba empequeñeciendo, y así de pequeño lo conservaría en la memoria. Entró en el cementerio y yo eché a correr hacia las faldas de la tía Providencia.
Pasaban los días y no me venían a buscar para que fuese a casa, así que me volví a escapar. Aquella vez la puerta estaba abierta, no había nadie abajo. Se oía algo arriba y subí sin hacer ruido. Las conversaciones venían de mi habitación.
—¿No veis que no hacéis nada aquí? Para hacer compañía solo se necesita una persona —se lamentaba una mujer con la voz ronca—. Y ella no nos quiere a ninguna de nosotras, solo quiere a su nieta.
—No discutáis, no es momento de discusiones.
—Id a buscar a la niña y le daremos un poco de paz —dijo otra mujer, dulcemente.
—Neus no puede entrar en casa, no lo permitiré de ninguna manera —exclamó mi madre.
Entonces fue cuando asomé la cabeza para ver qué pasaba en mi habitación. No entendía qué hacían allí tantas señoras, y por qué no se oía la voz de mi abuela. Quizá había cinco o seis mujeres. Mi madre miraba por la ventana, las otras estaban sentadas en sillas en torno a mi cama y hablaban entre dientes.La abuela estaba en la cama y en aquel preciso momento volvió la cabeza. Me vio, me sonrió, yo le sonreí a ella. Después todo fue silencio. Me quedé inmóvil, congelada en la quietud de sus ojos. Tuve miedo de que me riñesen, tendría que haber corrido hacia la tía Providencia, pero miré a mi abuela, tan tranquila, tan quieta.
Mi madre me cogió rápido y me sacó a la calle y me abrazó como no me había abrazado nunca. Noté que mis huesos se clavaban en sus pechos y me sentí muy pequeña, yo, que quería ser mayor. Fuimos a casa de la tía y me hicieron subir a la habitación.
Arriba me quedé en silencio, pero como hablaban bajito me costaba mucho seguir el hilo de la conversación. Mi padre no quería que volviese hasta que la casa se hubiese ventilado bien. Después la pintaría. Es que mi padre sabía hacer de todo. Era campesino, barbero, pintor y ayudaba al médico.
Recorrí las tres calles de vuelta a mi casa de la mano de mi tía, como si tuviese que cruzar el mundo entero. Mi madre me recibió con su gesto habitual, más bien serio de tan correcto.Me hizo sentar a la mesa, y allí había un vaso de leche de cabra, un plato con una rebanada de pan y un trocito de longaniza seca.
Ellas hablaron mientras yo me entretenía con la rebanada de pan. Me puse a hacer bolitas, cosa que a mi madre no le gustaba que hiciese. Las apretujaba bien apretujadas y después me las comía. Teníamos que ser fuertes la una para la otra, eso sí que lo entendí.
Cuando oscureciese llegaría mi padre del campo, pero el sol todavía estaba muy alto.