Susan Crowley
06/12/2019 - 12:03 am
El carpintero que quería repoblar al mundo
"Hoy, los desechos devenidos en testigos, a veces incómodos y otras veces hermosos como en el caso de la obra de Jordi Hernández, son los únicos que nos pueden transmitir el valor de la existencia".
Era 1968, Europa había encarado los desastres de las guerras y no dudaba en cualquier intento de recuperar su poderío hegemónico. Italia, devastada y muy mal parada con la historia, asumía las consecuencias del fascismo. Poco dejaron los bombardeos. Los aliados se tomaban el permiso de destruirlo todo a su paso; una lección contra el intento de adueñarse del mundo. En el centro de esa geografía los Alpes Marítimos permanecían ajenos al pasado. Nada podría sacarlos de su inexorable ciclo, de su indiferencia hacia la historia, hasta que apareció un loco y, uno a uno, fue abrazando a todos los árboles. Ese loco es Giuseppe Penone. No contento con estrechar entre sus brazos cada tronco, intentó abarcar con su cuerpo el cause del río; con unos pupilentes de espejo se propuso, no captar la naturaleza sino dejarla penetrarlo, horadó un árbol caído y lo cubrió de oro por dentro.
Sus extravagantes prácticas llamaron de inmediato la atención de otros artistas que, como él, buscaban que el arte renaciera bajo nuevas premisas. Mario Merz, Giovanni Anselmo, Jannis Kounnellis, Alighiero Boetti, Luciano Fabro, Michelangelo Pistoletto y Gilberto Zorio, querían escapar del mundo del consumo y del ya entonces voraz mercado del arte. Utilizaban en sus prácticas materiales pobres, deshechos de la naturaleza que pudieran encontrarse en cualquier sitio, que carecieran de valor económico y que permitieran mostrar la espontaneidad y la libertad de creación. Con la ayuda del crítico Germano Celant, nombraron a su movimiento Arte Povera. Su primera exposición en un antiguo palacio en el centro de Turín fue cancelada el día de su inauguración. ¿Cómo se atrevían un grupo de jóvenes rebeldes e insolentes a exponer basura en un recinto dedicado a las Bellas Artes? Es lógico, la clausura y la furiosa crítica los catapultó a los primeros circuitos artísticos. La coincidencia con muchos otros artistas que desarrollaban más o menos las misma ideas (Richard Serra, Joseph Beuys, Hans Haacke, Richard Long, Robert Smithson, entre otros) permitió que, muy pronto, se hablara de una revolución completa. Detrás de este pronunciamiento en contra del consumismo, la idea era abogar por la consciencia, el equilibrio, el amor al hábitat que merecía una celebración por el simple hecho de existir. Con su trabajo los nuevos “artistas de la tierra”, se rendían delante de la majestuosa naturaleza. El desarrollo, el abuso en el consumo de los recursos naturales, el progreso que no se detiene ante nada, ha provocado desastrosas consecuencias. De consumo en consumo y de moda en moda, conseguimos poner en marcha un amenazante cambio climático de efectos incalculables.
Paradójicamente, muchas de las obras de los artistas Povera, han disparado sus precios y posicionado como las favoritas de las ferias, los museos y de muchos coleccionistas. ¿Qué podemos destacar de un montón de semillas dentro de un costal, un árbol cortado cubierto de oro, un iglú de paja, una tina desbordando grasa o una estrella hecha con desechos de antenas de televisión? Parece que mucho más de lo que imaginamos. Tal vez nos recuerde ese estado infantil cuando creíamos en las cosas nimias y nos divertíamos con lo que encontrábamos al alcance de la mano. Claro que, visto así, el arte povera sería una simplificación de los elementos, pero en realidad es mucho más que eso.
Jordi Hernández es un artista mexicano. Heredó de su abuelo el oficio de carpintero y el taller de Neza en el que trabaja todos los días. Conoce los distintos tipos de maderas, sabe transformarlos en muebles; sus manos pueden recorrer una tabla y sentir si está bien pulida. Incluso, puede calcular la edad de un árbol por los nudos que se dibujan en la superficie de su tronco. Un día se dio cuenta que más que carpintero, era artista. Como muchos, pasó las de Caín para cursar la carrera de artes plásticas en la facultad de arte y diseño, la FAD. Dice que son años perdidos, que la carrera le debe a él todo lo que no le enseñó. Es posible que haya adquirido otro tipo de aprendizaje. Toparse con malos maestros es parte de una enseñanza, encontrar a los “peores maestros”, sin duda deja más de una lección. La madera le ha permitido establecer una relación con la naturaleza. El trabajo con un elemento vivo le revela muchas cosas de sí mismo: es una extensión del organismo y en sus entrañas circula la vida y un orden que podrían ser espejo de nuestro interior.
Para Jordi tratar con la madera es tratar un cuerpo animado que guarda en sí muchos secretos que se transmiten con la simple experiencia táctil. Sus piezas son estructuras que igual pueden estar contenidas dentro de un soporte, que exentas flotando en el espacio. La maleabilidad que adquieren se debe al cuidadoso juego de poderes que el artista establece, la madera tiene una resistencia que va cediendo, pero no se sabe en que momento se puede quebrar. La estrategia es someterla y darle tiempo para que acepte su dominio. Es una práctica distinta cada vez, Jordi no puede dar por hecho que domina la técnica. Si observamos alguna de sus obras, podemos compararlas con caligrafías que danzan libres, sin intención alguna, dibujan formas en el espacio y se extienden en las sombras que generan. Como un continuum, parecen haber brotado sin prisa de la naturaleza. En realidad, han sido forzadas a tomar un aspecto que las hace bellas, misteriosas, únicas. Como si fueran raíces de un árbol que no vemos irrumpen, se adueñan, metáfora de un bosque distópico que, aun sin vida, se aferra a seguir creciendo.
“Detrás de esa ficción llamada pintura -apunta el artista-, se ha mantenido oculta la verdadera vida; un bastidor de madera, vestigio de lo que alguna vez fue un árbol que respiró, bebió, se adaptó, creció; un ser cuya vitalidad fue interrumpida para cumplir una función práctica. Mis formas son la evidencia de esa vitalidad en potencia congelada en un instante de apariencia perecedera”.
A la manera de los artistas povera, Jordi intenta celebrar la silenciosa presencia de la naturaleza: “El sacrificio de un ser vivo habla en nombre de los miles y miles de árboles que son talados diariamente para la producción de papel y mueblería, de aquellos que son incendiados para crear plantaciones o nuevas ciudades. Creemos que la naturaleza de la madera es el bloque regular que tenemos de mesa y no el fragmento de tiempo materializado producto del esfuerzo de un ser vivo por alcanzar un poco de agua o de luz. Invito a contar las vetas de nuestros muebles para saber cuántos años de espesa paciencia tomó a un ser vivo ser una mesa. Esa vida ya no puede ser contenida por el lienzo, ahora se manifiesta con toda la fuerza que la caracteriza deformando, no sólo la tela que la oprime, sino el espacio que la circunda. La vida en el bastidor no puede seguir siendo sólo una representación, nuestra relación con la materia no puede ser superficial. No hay tiempo para superficialidad, si esta perdura, no habrá mas sillas ni mesas pues no habrá nadie que las haga”.
Sincronía de un gesto que redime el ansia destructiva que todos llevamos dentro y que hoy nombramos inconsciencia. Ajuste de cuentas con la historia que, en su implacable idea de progreso, nos vuelve verdugos de lo vital. El arte de Jordi Hernández y de los Povera intenta recuperar el poder sobre los materiales que alguna vez pertenecieron a los dioses: el fuego, el viento, el agua, los bosques, eran los dominios en los que los seres mitológicos establecían su sede. Desdeñamos a los dioses y derrotamos los mitos, los exiliamos por no creer en ellos. La ingente labor del artista es inocular un alito de vida en los residuos de una civilización que se empeñó en autodestruirse. La pulsión rescatada es representada por las formas de Jordi, ofrece la posibilidad de suspenderse en una instantánea y ser admirada. En cada curva, con la tensión, en su fluir, con el ritmo, intentan significar y otorgan una prórroga en contra de su inminente expiración. Hoy, los desechos devenidos en testigos, a veces incómodos y otras veces hermosos como en el caso de la obra de Jordi Hernández, son los únicos que nos pueden transmitir el valor de la existencia.
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