Susan Crowley
01/11/2019 - 12:03 am
Alcanzar lo sublime en pagos diferidos
Los mercados, nerviosos, acuden a las zonas no atendidas. Si la humanidad entera se vuelca por los temas verdes y el discurso de Greta, la encolerizada infante sueca, París responde con una instalación de Tony Oursler en la fundación Cartier y otra de Giusepe Penone, un árbol gigante partido en dos que deja ver un río de vida en su interior, en el Palacio de Iêna.
Las estanterías de cualquier supermercado nos otorgan una reconfortante sensación de libertad. Somos libres y autónomos para elegir lo que nos conviene. ¿De veras? En realidad, la noción de libertad ha ido acomodándose a la practicidad y al confort; la aparente amplitud del mundo se ha reducido por completo. No importa si es a la vuelta de la esquina o un país lejano, todo empieza a parecerse. La nuestra es una sociedad que ha sucumbido a sus propias complacencias; la máxima prueba de libertad es subirnos a nuestro auto e ir a un centro comercial, si es en Uber, mejor. Hoy nos anima la firme convicción de que la amplia gama de productos es igual a nuestra habilidad para consumirlos y desecharlos. Los colores en las vitrinas nos fascinan porque nos permiten imaginar que los vestimos, no importa la talla. El auto, el reloj, la bolsa, los zapatos, el suéter, la computadora, son elegidos tras una profunda elección. En la comodidad de nuestra casa, en la que vivimos rodeados de objetos y sistemas que facilitan nuestra conectividad, nos enchufamos a la más reciente tecnología en materia de programación. Netflix o similares contienen miles de posibilidades en su menú, libremente nos dejamos seducir por la serie elegida, la que más likes tiene y de la que todos hablan.
Como dueños de nuestra libertad solemos atender lo que llamamos la parte espiritual, con sofisticadas “pinceladas de cultura”. Para ello visitamos museos, galerías, centros culturales, ferias, bienales, etcétera, con la intención de vivir una experiencia estética. A través de los objetos los artistas nos muestran su inalienable libertad. Si entramos en su obra sin la tentación de consultar el celular, podemos acceder a un instante privilegiado, a eso llamamos libertad.
Me gusta o no, me emociono o no, me produce asco o me llena de sentido, me transmite felicidad, me mueve por completo, me deja sin palabras, me perturba, me hace pensar o tal vez, me da lo mismo. Todas estas y otras expresiones son comunes a quien en un acto de libertad acude a una exposición. Pero, tristemente, ni los objetos, ni los gustos, ni las emociones, ni los sentimientos que nos produce el arte son del todo libres. Como tampoco lo ha sido la compulsión que nos llevó a adquirir tal camisa o ese par de zapatos que nos van a otorgar “un toque de originalidad”. Un enorme mecanismo de elementos dados ha pensado por nosotros. Desde el momento en el que decidimos entrar a una exposición hemos sido determinados incluso para sentir que nuestra voluntad se ejerce y para ello se han planteado elaboradas estrategias. Todas de control.
La libertad que define al acto creador termina cuando el objeto es arrojado al mundo. El misterio se sustituye por la especulación, ¿qué pasará con lo creado? ¿hacia dónde va?, ¿quién lo adquirirá?, ¿será parte de una colección?, ¿inmortalizará el nombre de su creador?, ¿pasará inadvertido para los críticos?, ¿merecerá un sitio en los anales de la historia del arte? El objeto ha dejado de serlo para convertirse en un producto para el mercado; su creador, es ahora un vendedor que espera ser adquirido.
El sistema que abreva de la creación de los artistas se conoce como mundo del arte. Un mundo que no es libre. En él caben una serie de mecanismos que operan en función de muchos intereses. Su condición es estar sujeto a los beneficios que genera. Las listas de compromisos y pendientes en el sistema artístico son enormes. El artista crea, la galería lo promueve, el coleccionista lo adquiere, los museos lo exhiben, el crítico hace exegesis de su obra, el historiador lo inscribe en su trascendencia, el mercado lo tasa. En nuestros días la obra del artista fuera de este mecanismo es como un retablo sin iglesia, pierde el significado y el sentido para lo que fue creada.
El surgimiento del gran mercado del arte, lo generaron artistas del movimiento pictórico expresionista abstracto que, si bien requería de un ejercicio mental complejo, también contaba con vivos colores que estallaban contra el lienzo. Con estos atributos terminaba por ser una perfecta pieza de decoración que combinaba con los sofás y los cojines de cualquier mansión de nuevos ricos o lofts de jóvenes inversionistas de la bolsa.
Poco después el arte conceptual puso un acento distinto y un grado de dificultad mayor. Quien lo poseía, mostraba su mente sagaz: ecuaciones incomprensibles, la fórmula de Fibonacci, la levedad de la materia, las infinitas e invisibles partículas del hidrogeno; los silencios y las palabras ocuparon el sitio privilegiado.
Pero aun había más: el millonario quería destacarse por su osadía, si los colores y los signos lo habían cansado había que ir por más. Qué mejor para mostrar su audacia que adquiriendo seres recién muertos, atrapados en formol que exhiban la capacidad económica del coleccionista. No importa que se desbaraten y no haya manera de recuperarlos; el placer de poseer lo inefable es suficiente y se cotiza muy alto. El éxtasis dura poco, pero vale mucho, esa es su condición. Pero los juguetes gigantes del arte se vuelven cada vez más ordinarios, más gente poco interesante los tiene.
Ante esto el mercado no se acongoja ni se debilita, al contrario. Ya pasados los tiempos de las estrellas de los precios inauditos que resultan aburridos y demasiado vistos, hay que buscar nuevos territorios. Los mercados, nerviosos, acuden a las zonas no atendidas. Si la humanidad entera se vuelca por los temas verdes y el discurso de Greta, la encolerizada infante sueca, París responde con una instalación de Tony Oursler en la fundación Cartier y otra de Giusepe Penone, un árbol gigante partido en dos que deja ver un río de vida en su interior, en el Palacio de Iêna.
En la Fundación Prada, durante la Bienal de Venecia, una retrospectiva de Jannis Kounellis, el precursor del arte povera: hasta hace algunos años visto con desdén como el productor de cacharros, hoy se vuelve el teórico de la historia de un arte que toma en cuenta la naturaleza, los objetos nimios, la memoria, lo olvidado. ¿Quién más está fuera?, ¡invitémoslo!, parece decir el mercado, aquí todo se vende. Las minorías raciales, si se enfermaron de sida y pelearon contra Reagan se ven bien en el muro de mi casa, ¿por qué no, el colectivo General Idea o Félix González Torres? Si son transexuales como Wu Tsang quedan muy bien en esta nueva forma de consumo. Las mejores las más cotizadas, las mujeres que murieron a sus más de ochenta sin ser reconocidas, olvidadas por todos. Muchas de ellas enloquecieron y pasaron miseria y desesperación, hoy hay que comprarlas a precios de oro: Hilma af Klint, María Lai, Natalia Goncharova, Dora Maar y una larga lista suben de precio todos los días. La norteamericana Kiki Smith merece un sitio especial por su osadía: crear un universo de fuerzas femeninas. La Monnaie de París la exhibe con bombo y platillo. En la lista siguen las mujeres, si son afroamericanas como Simone Leigh y Mikalele Thomas o de plano africanas como Otobonga Nkanga y, desde luego, lesbianas como Zanele Muholi, tienen garantizada las exposición en la galería de Paris o Nueva York: Las minorías ya no tienen que luchar, el mercado va por ellas. Disidentes y activistas, feministas y uno que otro alienígena o deficiente mental. Los títulos son conmovedores, art brut, outsider art, arte feminista, artivismo, black power, cualquier nomenclatura a la que se anteponga la palabra “Art”. Que quede claro, los heterosexuales blancos, hombres, a la baja a menos que tengan muy pocos años y se puedan contar entre los fenómenos.
Este es el mundo del arte, un entorno de libertad apresado por los clichés. Dentro de poco no sabremos si vamos a un museo dentro de un centro comercial o si un centro comercial se ha convertido en museo. En el mundo del arte y en todos los otros mundos, la libertad es solo una abstracción que se paga al precio del mejor postor.
@Suscrowley.com
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