Susan Crowley
11/10/2019 - 12:03 am
La artista que no necesitó el #Metoo
Por todos lados brinca el talento femenino: Hilma af Klint en el Guggenheim acompañada de R.H. Quytman, Dora Mar llorando sus penas por Picasso en el Pompidou, Ethel Adnan recién sacada de algún archivo olvidado, encabeza las exposición de Punta della Dogana, en el MAXXI de Roma la nueva diosa de las costuras artísticas, Maria Lai.
Las constantes llamadas de atención de parte de las activistas han servido de algo. Por fin “las artistas” protagonizan un buen número de exposiciones en los grandes museos alrededor del mundo. Una de las transformaciones más significativas del arte en el siglo XX y XXI, a pesar de la fuerza masculina que representaba la totalidad de los expositores, es el haber abierto sus puertas a las minorías. Tal vez la más amplia de todas esas minorías sea la de las mujeres. Son muchas, gritan y se manifiestan en contra de los controles que han padecido por años. La vuelta de tuerca ha creado un fenómeno: los expertos están revisando la historia del arte desde sus inicios rastreando a las mujeres que estuvieron a la altura de los hombres de su tiempo y que por su género fueron ignoradas o insuficientemente valoradas. Investigadores, historiadores, curadores, críticos se han obsesionado con una única búsqueda: la artista de la próxima exposición. Urgidos de equilibrar las cuotas de género, persiguen a las olvidadas, vivas o muertas; el mercado las quiere a todas. Hoy, las agendas de los espacios estelares, antes dedicados a los hombres, blancos y centroeuropeos se abarrotan de mujeres. Lo políticamente correcto se puso de moda. ¡Irónico!, por años se dejaron a un lado los temas que hoy resultan urgentes: las consecuencias del imperialismo, el calentamiento global, los daños económicos generados por la globalización, el desequilibrio entre ricos y pobres, la migración, todas las minorías: homosexuales, afroamericanos, latinos. Por supuesto la primera en la lista es la mujer.
El arte no es la única zona de la vida tocada por esta necesidad de hacer justicia a los agraviados. Observamos esta atención en muchos otros terrenos, incluso el de la vida cotidiana. Hay un exagerado esmero en no herir susceptibilidades: “¿dije algo incorrecto?”, “no vayas a pensar que yo soy…”, “perdón por comentar esto, pero…” y la mejor de todas: “en mi humilde opinión…”, las disculpas siempre van por adelantado. Todo menos ganarse el apelativo de macho, misógino, acosador, racista, homófobo, etc, etc.
Ante la premura de los mercados, siempre ávidos de vender y con tantos deudores culposos con las mujeres, se ha iniciado una buena revisión de la historia del arte. Por todos lados brinca el talento femenino: Hilma af Klint en el Guggenheim acompañada de R.H. Quytman, Dora Mar llorando sus penas por Picasso en el Pompidou, Ethel Adnan recién sacada de algún archivo olvidado, encabeza las exposición de Punta della Dogana, en el MAXXI de Roma la nueva diosa de las costuras artísticas, Maria Lai.
Quizá el caso más meritorio es el de la pintora rusa Natalia Goncharova. Compañera de vida del gran artista Mikhail Larionov, hoy merece dos exposiciones enormes, una en la Tate Modern de Londres y la otra en el Palazzo Strossi en Florencia. La segunda, Una donna e le avanguardie, tra Gauguin, Matisse e Picasso (Una mujer entre las vanguardias de Gauguin, Matisse y Picasso), ha requerido de un gancho publicitario francamente innecesario: tener como invitados de honor, nada menos que a Gauguin, Matisse y Picasso para mostrar, a través de su genialidad más que probada, que Goncharova es tan buena como cualquiera de ellos.
El público curioso se aproxima al maravilloso edificio renacentista con la enorme duda, ¿será tan buena como estos genios? Entrar a la exposición es penetrar al universo de una mujer única por sus ideas, por su forma de vivir la vida y de amar. Goncharova fue una revolucionaria en todos los sentidos, además de una artista descomunal en sus alcances, un ser de un poder y una capacidad para construir una realidad distinta a pinceladas. La pasión con la que vivió, su lucha y rebeldía son una misma cosa y aparecen en cada cuadro con la misma intensidad, ¿hace falta tanto preámbulo para darnos cuenta de lo que una mujer vale? ¿No tendríamos que empezar a colocar a cada artista en su sitio sin los molestos calificativos y comparativos? Se entiende que es un gancho publicitario, pero hace más daño que bien. Veamos por qué.
Ningún hombre ni de su época ni de ninguna otra hubiera podido expresar lo que Natalia logró en su vasta obra. No por el hecho de ser mujer, si no por la forma de generar una narrativa construida con una cierta mirada. La artista rusa sabía ver algo que tal vez se le hubiera escapado a los demás. Su fascinación por cierta luz, colores, brillos y momentos parecen venir desde su mundo interior. El cuerpo de una mujer desnuda, expuesta por completo sin ningún pudor, nos evoca a esas viejas Venus que representan lo femenino antes que a la mujer. Ancestrales, surgidas de las cavernas, Natalia las hace aparecer como si fuera la traslación de su propio cuerpo. No importa si es masculino o femenino, es único porque solo puede surgir en cada trazo, es saber abordar la tela desde su esencia, es traducir un gesto en sustancia. Es como respirar, así respira Goncharova, a través del pincel.
Lo que brota, ya sea una mujer desnuda, un paisaje nevado, un grupo de campesinos envueltos en una danza, un deportista o las chimeneas de una fábrica, son momentos robados a la naturaleza rusa, a la estepa, a los hombres y mujeres que trabajan a brazo partido y comparten el pan y la vida. Son las fiestas y los rituales de esas otras mujeres a las que Goncharova admira y se cuelan en su autorretrato. Es la mujer que amó al gran artista Mikhail Larionov y que fue amada por él toda su vida. Que fue su compañera y que supo jugársela con él más allá de la guerra, el exilio y las infidelidades. Que también amó a otros hombres, libre, compleja, profunda. Pero que cuando Larionov quedó invalido y la necesitó, estuvo hasta el final y trabajó desesperadamente vendiendo su obra para sufragar los gastos médicos que se requerían.
Natalia es una artista única, solo ella puede ver las chimeneas de una fabrica como una danza macabra, apocalíptica, en tonos grises y ocres que se confunden con la bruma de los agentes contaminantes que algún día iban a deteriorar al planeta; muchos años antes de que siquiera imagináramos el desastre de Chernobyl. Ve también a los deportistas que se embarcan en la competencia en una bicicleta y saben convertirse en movimiento puro, Natalia lo lleva a su máximo límite dentro de un cuadro y causa la envidia de cualquiera de los artistas que se adjudicaban la autoría del Futurismo. En sus cuadros los remeros avanzan a ritmo de una canción rusa y llevan los sueños de todos esos hombres que creyeron en la Revolución de Octubre y que, como la poeta Marina Stvietaieva y la misma Natalia vivieron el terrible fracaso y serían perseguidos por la dictadura. Marina se ahorcaría, Natalia alcanzaría a refugiarse en París, con Larionov siempre. Ahí se volvería la gran escenógrafa y vestuarista de los ballets con la música de Stravinsky y la producción de Diaghilev. Otra vez a la altura o más alta y admirada por los hombrones, genios, los Picassos de la época. Los detalles de los vestidos que diseñó para las bailarinas del gallo de Oro son maravillosos; las telas se ciñen al cuerpo revelando sus formas y al mismo tiempo flotan para impulsar el movimiento. Parecen extraídos de alguno de sus cuadros, son la transición perfecta: pintura en movimiento.
Lo más espectacular en la obra de Natalia quizá sea la libertad con la que acometió los temas religiosos que en Rusia solo eran autorizado para miembros varones de la Iglesia Ortodoxa. Sin miedo, sin oscuridad, sin culpa, los santos y mártires aparecen en sus cuadros tocados por la gracia, cantan en un coro infinito. Casi se pueden escuchar los murmullos y percibirse el poder de la fe que permite la construcción de una iglesia. Las obras religiosas de Goncharova componen su propia ritual, están abiertas a cualquier pensamiento y así se sostienen, aunque sea colgadas en el muro de un museo.
Conjugación de tiempo y espacio los rostros de los evangelistas, la virgen María que nos observa con absoluta humildad y grandeza, son los ojos de piedad y justicia de un pantocrátor rodeado de temas florares igual que de ángeles. Los colores nos llenan de ese particular sentimiento que aparece en tantos bordados que podrían ser también de Hidalgo, de Oaxaca o de Chiapas. Goncharova supo ver cada detalle de algo que viven los seres humanos desde siempre, especialmente las otras mujeres de su tierra con las que nunca perdió contacto y a las que llevó en el alma, un alma que también quiso quedarse en su tierra; en las casitas de madera y en la Pascua rusa. La gran artista logró contener todos esos universos en su pintura, les permitió a los cantos de los campesinos aparecer mudos en cada uno de sus lienzos, como una caricia, como un guiño a cada uno de nosotros. Por eso no hay que compararla, no es necesario. Si lo hacemos corremos el riesgo, no de elevarla, sino de mostrar cómo el mundo de esos artistas, con los que se le compara, pueden ser muy menores. No por ser mujer, insisto, por haber sido tocada por los dioses para saber contar a través de la pintura lo que en verdad tiene sentido.
Las grandes artistas empezarán a aparecer con más frecuencia en nuestras visitas a los museos. Nos permitirán reelaborar las ideas, la historia y agregar muchos capítulos olvidados o simplemente ignorados por la soberbia de una historia contada desde un solo lado. Los artistas jamás han sido seres de su tiempo, lo trasgreden con sus ideas y con las visiones que logran en su obra. Es otro tiempo que está siempre por descubrirse.
@Suscrowley.com
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