María Rivera
25/09/2019 - 12:03 am
Las redes, las formas, la poesía
La poesía mexicana puede ser una poesía de pequeños destellos, en sus peores momentos, pero jamás será una poesía desaseada, ¿es también un síntoma de nuestra ceremonialidad?
Las redes sociales son un espacio extraño. Es verdad que se prestan para las peores expresiones de quienes se escudan en el anonimato, pero también para quienes firman sus opiniones. Es como si fueran un espacio sin códigos compartidos, más que las personalísimas convicciones morales de cada quien. Su irrealidad contagia de una sensación de impunidad muy peculiar: una forma de la excepción posibilitada por el medio mismo donde la gente se convierte en emisor de un mensaje, pierde la noción de su corporalidad; si las palabras no suenan, si los cuerpos no se ven, no existen: hablamos con proyecciones mentales, no con personas.
El extremo puede verse en funcionarios públicos bloqueando e insultando ciudadanos, desinhibidos por la inmediatez del medio (y su patanería, por supuesto). Y es que la mayoría de la gente no se imagina diciendo frente a frente lo que tuitea y, sospecho, sería incapaz de sostener sus desencuentros en una charla. ¿Este desfogue solo tiene que ver con las redes en sí mismas o también tiene que ver con “el carácter del mexicano”, si es que eso existe, o con ambas? Me explico: he estado pensando que nuestro carácter, poco propenso a las confrontaciones, a las discusiones y debates de ideas, francas y no necesariamente hostiles, encuentra en las redes un espacio para el desahogo: una especie de alter-espacio mental donde se exterioriza lo que no puede expresarse socialmente, en un espacio real de diálogo con el otro. Más un espacio para las pulsiones, que para las ideas: muchas de las invectivas no buscan el diálogo, sino la compensación mera de descargarse de sentimientos nocivos como el odio y el resentimiento, probablemente de la represión misma.
Esto contrasta con lo que sucede afuera de las redes, donde la gente suele ser muy ceremoniosa en su comunicación con el otro. Es de todos sabido que los mexicanos, especialmente los sureños y los del centro del país lo somos. No solemos ser directos, ni francos y cuidamos las formas en extremo. “Por favor, disculpe, por favorcito, le encargo, sería tan amable, disculpe que lo moleste”, son fórmulas cotidianas de referirnos los unos a los otros. A veces, en realidad, parece que rogamos, nos disculpamos por decir las cosas. Hablamos, muchas veces, para no decir nada o casi nada y rara vez manifestamos nuestros desacuerdos. Es proverbial, de hecho, nuestra manera de no decir “no”, nunca, por no ofender al otro, en un juego de espejos infinito. “Sí, puede ser, padrísimo”, respondemos cuando no queremos ver a una persona, no le decimos: “No se me antoja verte”, añadiríamos, irremediablemente el “gracias”, al menos para suavizarlo, “no, gracias, no se me antoja”. Entendemos la cortesía como una forma de la cortesanía “mande usted”, les enseñaban a los niños a contestar, desde muy chicos y naturalmente, entendemos como groseras e irrespetuosas aproximaciones que no guardan las formas y son directas, ¿a quién cortejamos cuando hablamos? Muchas veces he pensado lo cansado que es guardar las formas, en ciertas circunstancias sociales, y me pregunto cómo fue que aprendimos a conducirnos de esta manera. Especialmente cuando he tratado con personas pertenecientes a otras culturas, que ven con gracia nuestras delicadezas, cuando no con franco y exasperado desconcierto.
Las formas de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo y nuestro mundo está constreñido por la ceremonia: pequeños corsés rígidos que ajustan la materia de nuestros deseos, los reprimen y los subliman en la esmerada construcción de nuestro lenguaje. Alguna vez, un amigo escritor, exasperado porque no le entregaba un texto, me dijo “por favor, María, no es un poema, olvídate de la forma”. Lo escuché con resignada frustración: la forma es una forma del orden y de la inteligencia, pensaba, ¿cómo se escribe sin preocuparse por la forma?
Y es que “todo puede decirse, pero educadamente”, sería un consejo típico, aunque no sea cierto. No todo puede decirse educadamente, porque no diría lo mismo. Nuestras formas son, también, formas de censura para no causar disturbios –como si temiéramos ser rechazados o incluso violentados por lo que queremos o decimos. La carga de represión que se ha gestado en nuestra lengua es una marca histórica. Somos churriguerescos, amamos el decorado que esconde lo que deseamos, sentimos o pensamos. Esto pensaba ayer, cuando escuché una descripción de la poesía de José Emilio Pacheco, dicha por Vicente Quirarte, como un elogio “nunca emociona a su poesía, por eso nos emociona”. ¿Qué significa que no haya emocionado a su poesía? Se refiere, me parece, a la pasión hasta el desmayo de conseguir la transparencia y corrección del lenguaje para mantenerlo bajo control, no salirse “de tono”. Más cerca del poeta Borges que del barroco, José Emilio Pacheco desconfiaba del lenguaje como númen, que es otra manera de “guardar las formas”.
La poesía mexicana puede ser una poesía de pequeños destellos, en sus peores momentos, pero jamás será una poesía desaseada, ¿es también un síntoma de nuestra ceremonialidad? El poeta López Velarde la llevó al extremo, ocultando buena parte de lo que decía con ingenio deslumbrante. A veces creo que las insurrecciones en nuestras letras han obedecido más a la pulsión de liberar lo que las formas reprimen del campo político que del estético: manchar, desarticular, crear otras formas que crean a su vez otros significados como espejos de movimientos profundos ocurridos en la sociedad, frecuentemente negados por el poder. Cada generación ha ido ensanchando o incorporando eso que nuestras formas han negado sistemáticamente, o dicho metafóricamente, le han ido quitando el centralista “porfavorcito” que llevamos tatuado en el alma. Basta con ver buena parte de las últimas escrituras, constituidas por mujeres poetas. Una irrupción de nuevas identidades, de sujetos poéticos, pero también políticos, se están incorporando a “la lengua” de la poesía mexicana. Si hace unas décadas se incorporó la poesía erótica como un nuevo sujeto poético (pienso en la generación de autoras nacidas en los cincuenta), ahora hay una avalancha de creaciones centradas en la construcción de una voz identitaria, novedosa y reivindicativa, configura buena parte del panorama de la poesía “joven”. Muchos apuntes críticos habría que hacer al respecto en otro espacio. Como sea, eso nos trae de regreso a las redes sociales e Internet con las que empecé esta reflexión y que han sido fundamentales para la configuración de este nuevo sujeto poético, formado por las voces de jóvenes mujeres, ciberconectadas. Me pregunto cuánto de la naturaleza misma del medio –innegablemente más horizontal y democrático- ha posibilitado la configuración de otras hablas y otras identidades.
Para bien y para mal, las redes sociales, especialmente Twitter, han causado una revolución en la manera en que nos comportamos, escribimos, nos comunicamos. Son espejos reveladores de lo que no queremos mostrar fuera del ciberespacio, nuestra realidad concreta, donde la gente no se insulta, por fortuna, en cada esquina, aunque esté cada vez más polarizada, más maniquea, más incapaz de decirse, frente a frente, lo que realmente piensa. Ojalá que el espacio de libertad de las redes sirviera para aprender a procesar nuestras diferencias y no solo para descargar nuestro odio.
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