María Rivera
18/09/2019 - 12:03 am
La casa
¿Dónde está la casa? Me he preguntado varias veces a lo largo de los años, ante mis mudanzas. Hoy, que la casa está por ser demolida y desaparecer en el aire, sé que la casa no desaparece: siempre estará donde está lo que amamos, sobrevive, pese a todo, de pie, como la monstruosa y terrible Ciudad de México, en su milagro, sobre lagos y chinampas, tal como lo imaginaron los aztecas. Ahí, y no en otro lado, está nuestro corazón, entre sus calles, sus parques y banquetas, entre colapsos y resurrecciones, donde reconstruimos, laboriosos, nuestros sueños.
Dos años. Mañana se cumplirán dos años de que la tierra volvió a moverse violentamente causando un terremoto que azotó a la ciudad de México. Aún me parece sencillamente increíble que volviera a ocurrir el mismo día que conmemorábamos el terremoto del 85. Si ya teníamos una herida profunda que parecía estar cicatrizada, con las violentas sacudidas de la tierra se profundizó como una zanja; por ella vimos aparecer el mismo horror que nos cambió la vida hace décadas. La tierra se mueve, sí. No ha dejado de moverse nunca, digamos, estamos acostumbrados a vivir en la zozobra de una ciudad que se bambolea y se hunde como ninguna otra. Nuestra historia, sus renovadas capas, yacen en el lecho de un lago donde nuestros ancestros decidieron construir su imperio y los conquistadores continuarlo. Vivimos pues en un lecho de lodo. Lo recordamos a cada rato aunque no tengamos conciencia: pasa el camión de la basura y el edificio se mueve, pasa un camión pesado cuadras adelante, el edificio se mueve. Pero insistimos en vivir donde el águila devoraba una serpiente. No solo vivir, seguir construyendo sobre lagos, rellenarlos con tierra para construir aeropuertos. Algo debe pasar en nuestra psique para insistir en cambiar la naturaleza de la tierra “¿La catedral? Ah, sí, se está hundiendo”, le decimos con naturalidad al turista. Los edificios se hunden, las banquetas se enchuecan. Eso es lo normal para nosotros. También lo eran los temblores hasta 1985 en donde conocimos, realmente, la palabra terremoto; la tragedia que causan los suelos lodosos, la tragedia causada por la corrupción, la tragedia. No la voy a recordar aquí, porque esa herida la tenemos todos tatuada en el alma. Los que son viejos y la sobrevivieron, los que éramos adolescentes azorados, los que no habían nacido: la llevamos incrustada en el alma como un sello de identidad.
Precisamente por eso, porque tenía esa herida incrustada en el alma, hace unos años me mudé de casa, tras vivir veinte años de mi vida en la zona cero de nuestros terremotos, con todo el dolor de mi alma, ya de por sí adolorida. Ocurrió que tras escuchar la alarma sísmica una noche y salir corriendo por las escaleras, mi tobillo se dobló como si fuera de plastilina y ya no pude levantarme. Mi hija, pequeña en ese entonces, y yo no alcanzamos a salir: solo veíamos a los vecinos correr, despavoridos, despidiéndose de nosotras como en una película de humor negro. La generosidad de la humanidad está seriamente sobrevalorada, pensaba amargamente. Afortunadamente, el temblor fue muy leve y mi hija y yo pudimos llegar a urgencias del hospital en la madrugada donde otra mujer era atendida por haberse roto el tobillo bajando las escaleras tras escuchar la alerta.
Estar enyesada un mes ocasionó que dedicara buena parte de mi tiempo a investigar mi zona sísmica a detalle y la de todos mis conocidos, a los que llamaba para informarles del peligro que los acechaba “vives en zona 2, olvídalo”, “no, Coyoacán, tampoco”, “la Narvarte, menos”. Mi meticulosa obsesión hizo que más de uno no quisiera ya contestarme el teléfono, me había convertido en “una guía roji del desastre” con mucha iniciativa. En ese entonces nos daba risa: el humor salva y sana, ni duda cabe.
Al cabo de mi investigación me di cuenta de que todos mis sitios amados y familiares de la ciudad estaban en las zonas de más alto riesgo, no había para donde hacerse, como dicen, salvo saliendo de la ciudad, yendo hacia lo que en la época del imperio azteca eran sus márgenes.
Así, tras cavilarlo mucho, decidí mudarme a una zona donde los temblores no se sienten siquiera: quería poder dormir tranquila, vivir pensando que mi hija no correría peligro en la escuela, en la casa, de visita, aunque mi corazón se quedara para siempre entre calles arboladas, camellones, changarros, departamentos, cantinas y parques donde transcurrió mi juventud y parte de mi infancia.
La casa tiene algo terrible: nos imanta, nos regresa, nos convoca, sin importar cuánto creamos habernos alejado. Fue por eso, tal vez, que hace dos años a la una y cuarto del 19 de septiembre el piso comenzó a moverse como nunca antes, mientras yo estaba en “el lugar de siempre”, como dice el clásico. Supongo que no, al final, uno no puede huir de su destino, por más que lo intente: allí estaba yo, abrazada de un extraño porque no podíamos mantener el equilibrio, literalmente, viendo cómo el edificio de enfrente se tambaleaba de un lado a otro, se fracturaba frente nuestros ojos atónitos, amenazaba con derribar los edificios contiguos mientras se rompían los vidrios, volaba una lámpara de piso por una ventana, caían pedazos de las cornisas y se levantaban nubes de polvo. Sucedían, finalmente, nuestros peores temores, de manera cruel e inesperada. ¿Quién podría creer o siquiera imaginar que habría un terremoto el mismo 19 de septiembre?
Cuando el sismo terminó, caminé para encontrarme con mi amiga Adriana y marchar hacia la casa de mi padre, a unas cuadras. Aún desconcertada, miré el horror y la tragedia, con azoro. Mi mapa mental, construido años antes, por cuadras, se confirmaba con precisión terrible: mis sitios amados, mis recorridos, mis recuerdos avasallados por apenas unos minutos de movimiento telúrico. Caminábamos por las calles como rebaños desorientados, sin transporte, sin una idea clara de qué hacíamos. Finalmente, logramos reunirnos en casa de mi padre, mis hermanos y yo; su edificio era una foto mental reeditada del 85: las escaleras derrumbadas, fugas de agua. El plafón en el piso, muebles tirados. Las columnas traseras torcidas. Caminamos a las casas de mis hermanos, en medio de fugas de gas. Ver los daños. Aquí, vidrios rotos, allá columnas cuarteadas, copas y vajillas rotas. Caminamos, para descubrir edificios colapsados y derrumbes, ríos de gente en las calles. Largas filas sacando escombros en Amsterdam. El Ejército tratando de rescatar personas en Avenida México. Días terribles y extraordinarios, la ciudad se dolía y ayudaba en medio de la tragedia.
Nuestra vida quedó herida, mi familia damnificada: mudarse de casa en casa, intercambiando llaves. Mi hermana en mi casa, mi padre en su casa, luego mi padre en la casa de mi hermano, sin la sala donde solíamos sentarnos horas, el comedor donde eran las reuniones familiares. Improvisamos entonces la banca del parque como sala hospitalaria, donde nos sentábamos por las noches, tras hacer un recorrido, a platicar o estar en silencio.
Meses después tuvimos el dictamen del estudio: el departamento quedó irremediablemente dañado, recargado su edificio en el de junto, sus lozas desplazadas, las columnas vencidas, sus cimientos dañados: mi padre no volvería nunca a dormir en él, ni nosotros a comer sobre su mesa, entre vitrales que pintamos hace muchos años. Hace un mes, finalmente, lo cubrieron con una lona negra como mortaja, le hicieron su ataúd con vallas de madera, le pusieron cinta alrededor y en estas semanas deberá desaparecer para siempre con sus cinco pisos, sus balcones, y toda nuestra historia.
Mirándolo hacia arriba, hace unos días, pensé en lo que se irá con su cemento destrozado: nuestra historia, su referente, desaparecido en el viento. Lo pensé en silencio, porque desde aquel día la vida de mi padre pareció caer en una espiral de pesares, fatalmente herido por la pérdida de ese espacio familiar que construyó a lo largo de las décadas, donde crecimos y soñamos. Lo pensé en silencio, con tristeza muda, como lo piensan los miles de sobrevivientes que perdieron sus casas, su corazón, su brújula, sus hojas de ruta familiares. Lo pensamos en silencio por todas las personas que perdieron la vida, no sobrevivieron en el colapso de los edificios, a diferencia de nosotros.
¿Dónde está la casa? Me he preguntado varias veces a lo largo de los años, ante mis mudanzas. Hoy, que la casa está por ser demolida y desaparecer en el aire, sé que la casa no desaparece: siempre estará donde está lo que amamos, sobrevive, pese a todo, de pie, como la monstruosa y terrible Ciudad de México, en su milagro, sobre lagos y chinampas, tal como lo imaginaron los aztecas. Ahí, y no en otro lado, está nuestro corazón, entre sus calles, sus parques y banquetas, entre colapsos y resurrecciones, donde reconstruimos, laboriosos, nuestros sueños.
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