María Rivera
04/09/2019 - 12:03 am
Una tarea épica
Es necesario poner mucha atención a las palabras y seguir diciendo, con el lenguaje transparente de los ciudadanos, lo que no se quiere escuchar, por ejemplo, que el Presidente de la república es un empleado, sí, un empleado, digno y decente si se quiere, pero un empleado que contratamos para que administre nuestra casa.
Hace unas semanas, reflexionaba en este mismo espacio sobre las palabras que el nuevo Gobierno usa, su retórica. Esta última semana no he dejado de pensar en el tema, me ronda insistentemente cuando no me escandaliza, francamente. A veces, me encuentro a mí misma a un paso de la indignación total sin que los demás parezcan inmutarse. Para eso sirve Twitter en mi vida, pienso, para evitar que escriba más y más columnas encendidas. También, para reírme y consolarme de que otras personas parecen entender mis angustias o por lo menos darme el avión con gentileza.
Hace unos días, en la red, llamaba la atención sobre el título de la exposición pictórica que se inauguró en Los Pinos llamada “De lo perdido, lo que aparezca”, que fue presentada por la Secretaría de Cultura como un mérito heroico de restitución de la “cuarta transformación”. En ella se exhiben las 33 obras de la colección que Salinas de Gortari conformó para la residencia oficial de Los Pinos, cuando todavía era residencia.
La historia del título de la exposición es muy simpática, porque surgió, según notas periodísticas, cuando, tras el cambio de administraciones, los heroicos nuevos funcionarios culturales, enfebrecidos por el cambio, no encontraban los cuadros, que se encontraban perfectamente resguardados en bodegas. Inexpertos y atolondrados, pero sobre todo tomados por la fiebre de las revoluciones pacíficas, buscaban evidencias de las atrocidades que los anteriores inquilinos de Los Pinos hubiesen cometido. Encontrarse con el latrocinio, frente a frente, les subió la adrenalina e idearon la exposición, con los remanentes de ese gran robo a la nación.
Lo que sucedió después de que se asentaron sus ánimos, y les bajó la adrenalina, fue que encontraron todos y cada uno de los cuadros pertenecientes a la colección, lo que significa que los ex presidentes Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña no los habían “perdido”.
Lo que siguió a continuación es todavía más extraño, y es que la inspirada Secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, decidió dejarle el título a la exposición aunque no tuviese ya relación alguna con ella, y faltara, escandalosamente, a la verdad. Tenemos entonces que “De lo perdido, lo que aparezca” es una muestra de un patrimonio que está completo, tal como lo estuvo durante décadas, pero que ha sido usada como propaganda mendaz.
Lo siguiente que ocurrió, todavía más extraño e inaudito, es que el pequeño “detalle” no se haya convertido en un pequeño escándalo periodístico; que nadie, ni los pintores mismos, hayan consignado que se les utilizara para hacer propaganda, descaradamente.
Este pequeño acto dramático me parece que define muy bien la concepción instrumental que los nuevos funcionarios culturales tienen de “la cultura y el arte” y, también, de la poca atención que los actores culturales están poniendo en las palabras “políticas”, que son las que nos atañen a todos.
Pero volvamos al asunto de la propaganda. Es evidente que la “cuarta transformación” en realidad está ocurriendo a nivel del lenguaje, en primera instancia. Hace años, nueve, para ser precisa, reflexionaba profundamente en la relación que el lenguaje usado en ese entonces por los medios (que era en realidad el lenguaje del poder) mantenía con la realidad y en cómo era funcional a las políticas gubernamentales. La propaganda, en aquel sexenio, de Calderón, fue brutal. Llegó al grado de oscurecer por completo la naturaleza de los acontecimientos. Las personas asesinadas dejaron de ser personas asesinadas para convertirse en “sicarios”, los secuestros dejaron de llamarse secuestros y se convirtieron en “levantones”, las víctimas de asesinatos inenarrables se convirtieron en “desmembrados”, “descabezados”, “pozoleados”. La mezcla de retóricas era francamente abrumadora, porque a la retórica gubernamental y mediática también se sumaron las retóricas “justicieras” de los criminales que comenzaron a reproducir el lenguaje del poder para ganar autoridad. De pronto, ellos “limpiaban” a la sociedad y juzgaban y castigaban. Debajo de toda aquella propaganda, esa capa espesa de lenguaje creado para oscurecer la verdad, estaban los cuerpos inermes, las personas brutalmente asesinadas.
Muchas personas fueron colonizadas por esos lenguajes sin tener conciencia siquiera de lo que estaban haciendo cuando se apropiaban de él o mejor dicho, cuando él se apropiaba de ellas. El lenguaje construye realidades y no importa cuán inverificables sean, porque son, esencialmente, verdaderas para quienes se identifican con él. El poder de enunciación, aunque no lo valoremos justamente, es enorme, es bíblico, para frasearlo de otra manera y una de sus funciones más notables es que a través de él se puede ocultar la verdad, hechos precisos, inventar mentiras.
Cuando los lenguajes propagandísticos se apoderan de la sociedad, lo que llamamos “la opinión pública”, y se generalizan, se convierten en enfermedades sociales. Algo de esto ya está ocurriendo en el país, nuevamente, con la retórica del Presidente y del Gobierno que, como en el caso de la exposición que comentaba antes, poco a poco va instalándose subrepticiamente.
Sin embargo, lo verdaderamente notable es que actualmente no está colonizando al país una retórica institucional, sino la retórica de un solo hombre que todos los días encarna la figura del tlatoani que ilumina al pueblo. López Obrador, parecen no entenderlo “sus adversarios”, no habla ni para el Estado ni para las instituciones, ni para los ciudadanos, habla para una idea. Es debido a ello que combatir su lenguaje resulte tan difícil. ¿Quién puede señalarle al Presidente que el pueblo no está feliz, feliz, feliz? Nadie, porque nadie es, como tal, “el pueblo”. Pero el pueblo, esa idea, existe de una manera aplastante en la sociedad porque los recursos públicos y todo el Gobierno está determinado a él, por lo que ha logrado que su sola mención demagógica otorgue legitimidad a quien la enuncia.
El pueblo, naturalmente, no tiene cara, ni fisonomía, ni identidad particular así que servirlo es muy fácil y, también, dejar de servirlo. Precisamente porque es retórico, los funcionarios, que antes jamás hubieran fraseado algo como “yo sirvo al pueblo” ahora se llenan la boca con las palabras mágicas. Nadie puede pedirle cuentas a quien sirve una idea y por eso las repiten, esperando que algo de la retórica imantada del excelentísimo señor Presidente se les pegue, algo de su supra-poder. Porque el poder de pontificar, moralizar, y de “escribir la historia”, obviamente, excede, con mucho, a los poderes administrativos, eso es lo que los nuevos funcionarios están asimilando a gran velocidad siguiendo el ejemplo del Presidente.
Es necesario poner mucha atención a las palabras y seguir diciendo, con el lenguaje transparente de los ciudadanos, lo que no se quiere escuchar, por ejemplo, que el Presidente de la república es un empleado, sí, un empleado, digno y decente si se quiere, pero un empleado que contratamos para que administre nuestra casa, la casa de todos los ciudadanos; que no escogimos a un héroe nacional, ni nos encontrábamos escribiendo un libro de texto cuando votamos hace un año, modestamente, en una urna. Así, sencillito.
Hay que hacerlo antes de que sea demasiado tarde y entonces sí, decirlo sea una tarea heroica.
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