María Rivera
07/08/2019 - 12:03 am
Vacaciones
Las vacaciones, ese espacio del tiempo donde uno hace todo menos descansar, abren un espacio para pensar en otras cosas, a veces.
Cada año, desde hace por lo menos una década, toda mi familia vacaciona junta. Hemos desarrollado una relación muy saludable que dura exactamente una semana. Estamos los que vivimos en México y los que viven o vivían en otros países y ciudades: todos nos reencontramos donde fuimos más felices de niños. Venimos al mar como un ritual que repite nuestros años de infancia cuando mi madre, cada año, subía a sus hijos a su pequeño Renault anaranjado para llevarnos a Acapulco. Ahora venimos con hijas a sumergirnos en las olas, que nunca son una forma de la rutina, sino del asombro. Cambiamos de playa, pero no el deseo por el mar que desde pequeños se convirtió en una Ítaca que guiaba nuestros anhelos. Las vacaciones, ese espacio del tiempo donde uno hace todo menos descansar, abren un espacio para pensar en otras cosas, a veces. Claro, el país no descansa, sigue en su marcha incansable y las noticias no dejan de suceder –hay que saber abstraerse-, dice mi madre en el desayuno, que es experta en el arte de desaparecer de las reuniones familiares. Es una lectora voraz que se contenta con poder leer mirando el mar: solo necesita una terraza. Este año vino enferma, recién operada de la rodilla, que le impide nadar así que la hemos visto menos de lo que solíamos: la terraza es su dueña. Mi madre sabe de lo que habla: para vacacionar hay que poder desaparecer del mundo. No tiene Twitter ni Facebook, está fuera de la simultaneidad en que el resto de los mortales vivimos. No está acosada por la urgente realidad de los otros. No recibe mensajes, ni se entera de las noticias en tiempo real. Tampoco de las fake news, ni de la propaganda que invade las redes. Su ritmo es otro, más parecido a las olas.
Mis hermanos, en cambio, viven como yo, con la comunicación electrónica integrada, súbditos del instante y sus demandas caprichosas ¡Qué ganas de no saber nada! pienso, mirando al mar. Una “tristeza reaccionaria” me invade, como dijera el poeta. Qué ganas de apagar todos los aparatos, no saber nada, no enterarse más que de la novedad de los poemas: sentir el papel en los dedos, verlo alterarse por la sal y la humedad de la playa. Y es que nunca me ha gustado leer libros electrónicos: no se desarrolla con ellos esa relación física, indispensable y natural, que solíamos tener los lectores del siglo pasado, con esos objetos llamados libros, que generan afectos; la ilusión de que poseemos tesoros que nadie más puede poseer, pues nadie lee un libro de la misma manera. Los libros hablan siempre dialogando, no dicen lo mismo para todos. En poesía esto es especialmente cierto: el lector aporta sus silencios, su respiración, el sentido último del verso. Yo mantengo con ellos romances o abiertos pleitos y los miro, a veces, como si fueran personas a las que quiero o desprecio cuando termino de leerlos. Nunca soy más consciente de esta relación que cuando vengo a la playa. He convertido en un ritual personal, desde hace muchos, leer los libros de poesía que me interesan en mis vacaciones de verano, entre ellos las novedades editoriales que suelo reservar para estos días.
Este año, sin embargo, no traje casi ninguno: o ya los había leído o eran muy caros o mi ánimo estaba alterado cuando hice la maleta. Todo en este año es anómalo, extraño, pienso, mientras miro al mar sosegadamente. También pienso ¿para qué sirven los poemas? Acabo de leer La herida en la lengua de Chantal Maillard, uno de los pocos libros que traje, que no es precisamente una novedad y que es todo él decantado pensamiento, riguroso, inclemente. Me imagino entonces, al director del Fondo de Cultura Económica, Paco Ignacio Taibo II preguntándose en la noche, en su cama, lo mismo -¿para qué sirven los poemas? ¿para qué editarlos si no se venden, no se agotan los tirajes, no le interesan “al pueblo”? ¡No son negocio, es literatura neoliberal que no le interesa a nadie! El Fondo es para el pueblo y al pueblo, ya se sabe, no le interesa la poesía… salvo las novelas de gestas patrias, detectives y extraterrestres, y lo que me guste a mí, Único Dictaminador Plenipotenciario. La poesía, la poesía ¿hay un arte más elitista, camaradas?- Me lo imagino así, imaginándose frente a una multitud de jóvenes, adoctrinándolos y después, en silencio, respondiéndose a sí mismo, orgulloso y viril -se las metimos doblada-.
Luego, las olas me despiertan de mis ensoñaciones; me intriga qué hará la cuarta transformación cultural con la poesía, la más libre y rebelde de las artes, precisamente porque no se vende ¿dejarán de editarla o le exigirán que demuestre lealtad al gobierno, sea portavoz de los valores de la 4T?
No sería extraño, ya se lo pidieron a la prensa y a las series de televisión. Nada de “lujos baratos” dijo el presidente, en las representaciones culturales, ni de violencia “no hablen mal de México”, dijo el Canciller. Nada de romantizar la vida ilícita, nada de casotas, ni coches último modelo, ni ropa de marca, ni alhajas: el pueblo es pobre y el pueblo debe aspirar a permanecer pobre, contentarse con el espíritu. La felicidad del lujo “barato” es efímera. Las drogas destruyen y el país se ha desangrado por el comercio ilícito de drogas, es cierto. Y es que los jóvenes pobres ven en el narcotráfico una posibilidad de ascenso social, aspiran a tener los coches de lujo, las alhajas, la ropa de marca. Tal vez, lo ven en sus comunidades: ven pasar las camionetotas, escuchan los corridos, saben que es la única manera de acceder a esos lujos. Yo me pregunto, sin embargo, qué está diciendo el presidente cuando dice lujos “baratos”. Me asalta entonces, otra imaginación y pienso que tal vez, eso pudo suceder en San Luis Potosí, cerca del campamento donde vacacionaba su hijo. Tal vez, vuelvo a imaginar, un joven muy pobre, como el trapichero que elogiaba el presidente en un video, trabajaba en las caballerizas del camp. Tal vez, tenía la misma edad que el hijo vacacionista, y tal vez, mientras los hijos de millonarios y políticos se divertían en el campamento lujoso y exclusivo, él limpiaba la caballeriza, los ayudaba a montar. Tal vez, ese muchacho llegó a su casa y escuchó al presidente romantizar sus carencias, tal vez, se llena de indignación cuando escucha que no hay que aspirar a los lujos “baratos” conociendo los lujos del hijo del presidente. Mi imaginación me destempla un poco, ¿a qué es legítimo que aspiren los pobres? me pregunto mientras veo las olas romper y pienso que son, innegablemente, un lujo. Es un lujo ver las olas, pagar un hotel, tenderse en una toalla a leer poemas. Es, también, una felicidad efímera. La luz del sol se irá, yo tendré que regresar a la ciudad de México, a su horrible aire.
Más tarde, en la noche, en la alberca, se acerca mi hija a contarme que escuchó una plática entre dos hombres, mientras yo la esperaba afuera. Ninguno parecía pobre, ni sus lujos “baratos”, ciertamente. Me dijo, susurrándome “ese señor le dijo al otro que llevaba un año traficando y que todo cambia”. La envolví rápidamente en la toalla, subí las escaleras tratando de no pensar en nada, salvo que debí traer mis libros de poemas. Es difícil escapar de la realidad, incluso mirando romper las olas. Los debates del presente nos persiguen allá a donde vayamos. Entonces, me propongo, durante todo el día de mañana, pensar solamente en las olas, seguir el ejemplo de mi madre que está muy contenta en la terraza.
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