María Rivera
31/07/2019 - 12:13 am
Sobre la muerte
A Mayra Inzunza ¿Será la edad? La vida marcha a una velocidad vertiginosa, no como como lo solía hacer hace apenas un año. Como si tras cierta edad una ya no viviera, sino se precipitara, que no es lo mismo: dicen que los meses se precipitan a partir de los cuarenta. En mi caso sucedió […]
A Mayra Inzunza
¿Será la edad? La vida marcha a una velocidad vertiginosa, no como como lo solía hacer hace apenas un año. Como si tras cierta edad una ya no viviera, sino se precipitara, que no es lo mismo: dicen que los meses se precipitan a partir de los cuarenta. En mi caso sucedió a partir de los cuarenta y siete, y ha sido como deslizarse por una pendiente. La poesía ya no fija los instantes como antes, se desvanecen en el aire. La eternidad es un pensamiento que no formulan los cuerpos que envejecen, por más que anhelen la vida, se contentan con conservar la salud. Aunque, a veces, los viejos sean más jóvenes que los jóvenes. Esas cosas pasan. Recuerdo a un poeta argentino muy mayor, que conocí en un encuentro de poetas hace décadas; podría jurar que era más joven que yo, que tenía treinta, aunque rozaba los ochenta: subía y bajaba pirámides, jovial y risueño, como niño maravillado.
Ahora, las cosas parecen envejecer rápidamente, nuestras esperanzas, por ejemplo. Y es que últimamente pienso en cosas que ya son imposibles de ser pensadas. Pienso, por ejemplo, en el poeta Jesús Arellano y sus amigos de Metáfora, una revista literaria de los años cincuenta que se oponía a la hegemonía de Alfonso Reyes; pienso en los giros irónicos de la historia: que haya sido “la izquierda” la que lo puso como su santo patrono. Luego pienso, con sorna, que México está más surrealista que nunca: que los “conservadores” no sean quienes desde el gobierno editan una Cartilla Moral que busca imponer la moralidad de los años cincuenta, sino sus críticos; que los “conservadores” no sean quienes vulneran el estado laico, sino los periodistas; que a la censura ideológica se le llame “servicio al pueblo” y un buen número de sucesos extraños.
Luego, pienso que regresamos al siglo pasado, pero inmediatamente pienso que es imposible. Será por eso que luego pienso en mí misma y en que me gustaría tener 17 años, como en los ochentas. Luego, pienso en los jóvenes de hoy. Luego, en el cuerpo. Luego, en mis gatos, más precisamente mi gata que murió a los diecinueve años. Pienso en su muerte entre mis manos. Que es pensar en el cuerpo. La muerte tiene cuerpo o no es muerte. La muerte toma el cuerpo, lo exalta hasta el paroxismo y luego lo derrite, como una estatua de cera (mal cito a José Gorostiza) y entonces pienso en mi abuela, que también murió frente a mí y en como mi cuerpo no dejó de repetir, como un ritual autónomo, los estertores de su muerte, cada mes: la memoria del cuerpo antes que la memoria del pensamiento. No puedo no pensar, entonces, en mi amigo Luis Ignacio, que murió hace dieciséis años, y que, aunque le he escrito una buena cantidad de poemas, parece que cada vez quisiera decirle algo nuevo. Luego, pienso en la paz final que se parece a la vida, quiero decir, a la continuidad de la vida, sosegadamente. Tan brutalmente que el cuerpo parece vivo. El momento en el que, animalmente, movemos los cuerpos para comprobar que ya nada los anima, una forma más que de incredulidad, de inocencia; una inocencia hecha de puro instinto. Algo de ese toque tiene la literatura cuando ya no es más que voz, sonido, mano que canta, poesía. No somos otra cosa que animales absortos que, instintivamente, mueven con sus manos los cuerpos de los que se van, se fueron, comprueban que el cuerpo ya no obedece a su propia naturaleza, ya pertenecen a la tierra. La tierra precisa, inobjetable. La tierra donde se reintegran los cuerpos, a donde vuelven, en donde se quedan. Eso pensaba cuando enterraba a mi gata en el jardín, junto a la higuera: cuando me mude, no me podré ir del todo “cuando alguien se va, alguien se queda”, escribió Vallejo, en uno de sus poemas. “Uno está atado a la tierra”, es un lugar común, pero no por eso menos cierto ¿cómo se parte de ella? ¿cuánto dolor cargan los que, yéndose de su tierra, se quedan? Cruzan países, atraviesan nuestras calles, nuestras plazas, mientras el poder caza sus esperanzas y anhelos, más pesados que sus muertos que los esperan. Sí, nuestras raíces son invisibles pero verdaderas. Nuestros muertos, la conversación permanente que sostenemos con ellos.
Y es que cada quien elige con quien hablar; yo, en privado, hablo con mi abuela. A veces también hablo con Paz, con William Carlos Williams, con Rulfo, casi siempre con Neruda o con Vallejo; con José Gorostiza he sostenido largas charlas y con Gonzalo Rojas. Muchas veces les pregunto cómo hicieron para sobrevivir a la vida, no a la muerte, eso ya lo sé.
Lo mismo intenté preguntarle a Alí Chumacero en una cantina, cuando todavía era inmortal y alto como un roble, a Carlos Montemayor no tuve que preguntárselo: hace muchos años, en una sesión del Centro Mexicano de Escritores, me lo respondió “usted lo que necesita” me dijo muy serio, “es enamorarse”. Con Fernando Pessoa, cuando lo conocí, estuvimos largas horas en el sillón, en un estado de completa intimidad silenciosa donde sus naves desplegaban las velas; nadie como él ha tocado la ausencia “mi alma es una lámpara que se apagó y aún está caliente”.
Durante muchos años viví sola con mi gata, y hablaba con ella, solía contarle muchas cosas, susurrárselas al oído. Hoy, le hablo en el jardín, espero que se transfigure en una flor de siempreviva, que contemplaré en silencio.
Muchas veces me han preguntado con quién hablo, cuando entran en la intimidad de mi casa. Siempre hablo con los gatos, cosas triviales. Si ya desayunaron, si no deben salir al jardín, alguno que otro reproche.
La poesía es una canción entonada en la soledad, para hablar con otros: que son siempre los que hablan por nosotros, la voz es de todos y de nadie.
El presidente, por ejemplo, escogió su panteón cívico hace mucho. Habla con Benito Juárez, estoy segura, pero sospecho que no lo escucha. Yo tengo la esperanza de escuchar correctamente a mis muertos, saberlos leer, discutir con ellos: ser la tierra donde se desintegran y se integran, se digieren “hay que tener los ojos heridos y las manos abiertas” ¿es un verso? No es bueno tener demasiadas preguntas cuando se escribe un poema. Yo tengo todo el tiempo muchas preguntas, encimadas, como un pastel mil hojas o un palimpsesto, ese el problema.
Pero vuelvo a al cuerpo, minutos, segundos ¿después, antes, durante? de la muerte, ese preciso momento que se parece a la vida, a la dulce vida donde se reconcilian el amor y el odio, el sueño ¿están dormidos y la vida los acaricia con su mano suave?
A veces no nos queda salvo describir un poema, prosarlo. Se sabe, a los poetas, nos acecha el silencio. Muchos han hecho de él su cómplice, el alma gemela de su voz. Porque los poemas son otra forma de las piedras, antes de morirse. Luego, el cuerpo se endurece como piedra, las piernas son piedras, el corazón es una piedra. El cuerpo, literalmente se petrifica ¿en qué consiste la literatura sino en ese movimiento agonizante? ¿No es un rastro solamente de lo que alguna vez tuvo vida? Una partitura que respira por ti, en ti, que aún no te conviertes. Sí, luego, o no sé si habrá sido antes, mire su ataúd abierto. Recuerdo que ya no se parecía a ella: se había vuelto de piedra. Mirarla como mirar a una estatua. La vida no es otra cosa que un ready made. Su cuerpo petrificado ¿cómo se lloran a las piedras? Como se llora cuando entran en el ojo, en el corazón, pero yo no lloré. Solo miré su cara, su piel, su pelo. Nada era ella, que solía tener un pelo tan hermoso. Cuando la vi en el ataúd, lo que más extrañé fue, ahora lo sé, su pelo, porque solía moverse, brillar bajo los rayos del sol, con una luz salvaje. Luego, al día siguiente, mi gata murió en mis brazos, cuando amanecía y los pájaros cantaban, antes de convertirse en piedra. No se puede llorar a las piedras, se llora lo que respira y se aprende a acompañarlo “vete querida, descansa, ya pasó”.
La vida es una entraña, un cuerpo que se desmiembra y crece. Cuánto dolor extraordinario se desgaja de nosotros ¿o somos nosotros los que caemos de sus brazos?
Alguna vez escuché a José Emilio Pacheco hablar sobre la muerte. Era una noche de mi juventud, muy lejos de las piedras. No podría reproducir lo que dijo, lo he olvidado por completo, pero recuerdo, vívidamente, que me pareció mejor que todos sus poemas ¿qué habrá dicho?, a veces me pregunto. También si lo que dijo era tan extraordinario. Para mí es como la noche, oscura, en la que se asoman de pronto las estrellas: un poema sin poema, visto “con los ojos heridos y las manos abiertas”.
Ahora recuerdo, una noche en Creel, del siglo pasado, en la que bailábamos. Fue hace casi treinta años, el país todavía no se bañaba en sangre y tu pelo danzaba con el viento, querida. Así te voy a recordar siempre, me pondré a charlar contigo de las últimas noticias.
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