María Rivera
24/07/2019 - 12:03 am
El discurso de la afrenta
No, al Presidente López Obrador no le gusta la crítica, está convencido en seguir ejerciendo una política de la afrenta, visceral, contra todo aquel que lo critique como si fuera un opositor y no quien encabeza el más alto poder en México.
Al Presidente López Obrador no le gusta la crítica, suele leerla, toda, en clave de ataque y descalificarla. La crítica no es cómoda y se requiere tolerancia para soportarla e inteligencia para aprovecharla. No se puede leer la crítica con las vísceras, rápidamente se obstruirá la vesícula con sus arenillas y piedras, nos pondremos amarillos. La bilis sirve a la digestión, sin ella no puede llevarse a cabo correctamente. Algo así es la crítica para el cuerpo político de un país. Cuando se obstruye ese conducto, comienzan los síntomas. La crítica tiene un rol fundamental en las sociedades democráticas, es una forma de luz, de enzima que ayuda a decodificar nuestro presente y nuestra historia. Morena y López Obrador llegaron al poder precisamente gracias a ella. No ha habido un diagnóstico más demoledor del estado del país que el que hizo el Presidente en los muchos años que fue opositor. Sin esa luz, la gente no hubiese votado, mayoritariamente, por él: elaboró un espejo donde la mayoría reconoció una realidad que aunque le era cotidiana, no se enunciaba públicamente; tuvo el arrojo y la persistente vocación de leer la verdad. Fue gracias a la crítica que logró abrir las puertas del Palacio Nacional y sacar de Los Pinos al poder. Durante décadas, sus adversarios, como él los llama, combatieron sus diagnósticos como si de veneno se tratara. No, los pobres nunca serán primero, ¿cómo se le ocurre? Nosotros vamos primero, siempre. Nosotros, que administramos el Gobierno y sus recursos, entre nosotros. Lo convirtieron en mesías y en un peligro para México y, en su batalla, no solo no lo derrotaron, lo fortalecieron: precipitaron en él una metamorfosis pragmática que lo llevaría al poder.
Con el paso de los años, el opositor ganó eso que hoy en día los funcionarios de su Gobierno, como si fuera un virus contagioso y no una conquista individual, usan como argumento: autoridad moral. La adquirió en sus días de opositor; si los demás políticos eran ladrones y corruptos, él no se había enriquecido, si los demás repetían el discurso de los poderosos, él denunciaba sus atropellos, tenía la autoridad moral del crítico que no negocia la verdad. Eso fue, esencialmente, López Obrador mientras fue un opositor: un crítico. Ahí donde el sistema veía logros, él veía fallas; ahí donde el sistema veía un desarrollo “natural”, él veía latrocinios. Su crítica de las instituciones en el proceso electoral del año 2006 fue atinada, su crítica de los poderes fácticos, también. Mucha gente lo acompañó esos años, pero no la suficiente para llevarlo a la Presidencia en las siguientes elecciones. Sus diagnósticos requirieron una confirmación posterior para que pudiera sentarse en la silla donde se imagina más a Benito Juárez, que a sus antecesores, Calderón o Peña Nieto, y llevar cabo una política pragmática, de tintes conservadores, lejana de la izquierda, más cercana a la derecha conservadora y sus intereses: facciosa, religiosa, militarista y contraria a los derechos humanos, intolerante a la crítica.
Y aquí llegamos al meollo del asunto: Andrés Manuel López Obrador fue el político opositor más atacado de la historia reciente del país. Durante por lo menos tres lustros, sistemáticamente se le atacó, denigró e intentó, por casi todos los medios, desaparecerlo del escenario político: por las buenas y por las malas. Se montó un cerco informativo a su alrededor, se le denigró públicamente, así como a sus seguidores que causaban mofas en quienes tenían el poder y los medios que no escatimaron en someterlos al escarnio, financiados por el Gobierno. En esos años a todo un espectro de opinión se le censuró, a medios críticos y a periodistas, por distintas vías, que hicieron periodismo a contrapelo del poder, heroicamente, resistiendo la hegemonía mediática. Su triunfo, pues, se debe a una forma de insurgencia social, un movimiento que aglutinó a los distintos agraviados por un sistema que llevó al país a la degradación.
La oposición no entiende esto, es incapaz de procesar su responsabilidad en lo que está ocurriendo actualmente en el país, creen que regresarán al poder por obra de marchas, creaciones de partidos, y campañas en Twitter, los mismos que millones expulsaron. No entienden que no entienden. No entendieron la crítica que llevó a su enemigo al poder hace un año: no la entienden hoy.
Pero no solamente la oposición fue y es sorda a la crítica, tiene problemas de entendimiento, hay que apuntar con la mayor preocupación. El Presidente López Obrador parece haber ensordecido también, haber olvidado al opositor López Obrador, o la posición que ocupó y la función, profunda y necesaria, de la crítica: lo que significa luchar contra las arbitrariedades del poder que, desde diciembre pasado, encabeza.
La transformación, necesaria, de opositor a funcionario parece no sentarle bien y haberse rebelado a gobernar para todos, no solamente para la entelequia que llama “pueblo” (que se irá estrechando cada vez más), como si no pudiera concebirse en su nueva función: la cabeza de un Estado plural y complejo, donde todos los ciudadanos tienen la misma legitimidad como mexicanos. Creo no exagerar al decir que, en realidad, se comporta como un opositor liderando a una facción que tiene “adversarios” a los cuales defenestrar, usando su poder. No le interesa escuchar, sino combatir. No dialoga, adoctrina. Se defiende desacreditando a sus críticos con información distorsionada o francas mentiras, cotidianamente, en sus conferencias mañaneras, creando un peligroso clima de odio y descalificación que vulnera y pone en riesgo la libertad de expresión, como ya ha empezado a suceder con algunos escritores y periodistas que han recibido amenazas por ser fifís, sepulcros blanqueados, la misma terminología que usa el Presidente en su tribuna todos los días.
Su relación con la prensa, los organismos autónomos, y las élites científicas, artísticas, etcétera, es preocupante; habla con elocuencia de que su verdadero problema es la crítica, no el privilegio. Tanto la prensa, como los organismos encargados de vigilar al Gobierno, como las élites, generan pensamiento crítico, requieren de independencia para cumplir con su función.
Antier, por ejemplo, atacó a la revista Proceso por “no portarse bien” y no “tomar partido” por su Gobierno y, veladamente, a este portal donde escribo, SinEmbargo, por una nota periodística sobre sus gastos personales (el carísimo campamento fifi al que asiste su hijo: una incongruencia, a todas luces, con su discurso), inventando que este medio recibió dinero de los gobiernos anteriores, especie que su director, Alejandro Páez, desmintió ese mismo día.
Es realmente indignante y vergonzoso que sea su Gobierno el que esté tratando de desacreditar a dos de los medios críticos que nacieron a contrapelo del mismo poder que él combatió. Estos ataques, por supuesto, crean condiciones adversas para el ejercicio de la crítica y el periodismo libre.
No, al Presidente López Obrador no le gusta la crítica, está convencido en seguir ejerciendo una política de la afrenta, visceral, contra todo aquel que lo critique como si fuera un opositor y no quien encabeza el más alto poder en México.
Las arenillas y las piedras en la vesícula se forman lentamente, antes de obstruirla, causan una enfermedad en el cuerpo. El Presidente tiene tiempo para aprovechar la crítica, por el bien de todos, como no lo hizo "la mafia en el poder”: ni los veo ni los oigo y haiga sido como haiga sido.
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