Susan Crowley
19/07/2019 - 12:03 am
Un lifting a la Venus de Willendorf o los límites de FaceApp
En México tenemos el museo de geología en el que se pueden ver objetos con esta carga valiosa de miles de años. En contraste, a unas cuantas cuadras, el museo del Chopo siempre tiene alguna propuesta contemporánea albergada en un espacio modernista de principios del siglo XX. No hay que dejar de visitar los museos de nuestra ciudad, de alguna manera evocan esa síntesis necesaria que es el arte.
“Tiempos diferentes, no son el mismo tiempo”, dice el filósofo francés Henry Bergson para tratar de definir la compleja duración que comúnmente nombramos tiempo. Tiene razón. Como bien sabemos existe un tiempo de la historia, es medible y es cuantificable; es un conteo y desplazamiento constante, inexorable. Es el que nos alerta la hora de una cita o en cuánto tiempo hay que tomar el avión. Es el tiempo que nos causa neurosis porque nunca es suficiente. El del reloj que nos frustra cuando hay tráfico y no podemos llegar a un lugar. Es el que transcurre sin ofrecer prórroga alguna. Es el tiempo al que nos referimos cuando hablamos sobre datos específicos, sobre culturas que han dejado los suficientes vestigios para poder ser estudiadas. Es el tiempo que permite una cierta forma de conocimiento, solo una. Lo utilizamos para respaldar una teoría o una hipótesis, ¿hace cuánto tiempo se construyó esta maravilla?, ¿es posible que algo creado por el hombre tenga tanto tiempo de existir? o ¿una imagen tan perfecta como la Venus de Willendorf data de hace 30 mil años?, ¡es mucho tiempo! Y lo es porque se puede contar y medir con precisión.
Contrario a las teorías de evolución de las especies, a los cambios físicos del planeta, al conteo de las arrugas y las canas que nos brotan cada año, a pesar de la ansiedad que nos produce la idea de ser viejos (basta ver nuestro rostro senil gracias a la tan de moda FaceApp), cuando tratamos de definir el tiempo del arte, nuestra conciencia nos indicará de inmediato que se trata de otro tiempo. Es el infinito en el que habita la Venus de Willendorf y que le permite jamás envejecer. Ese otro tiempo es el estado propicio de la inspiración, de la expansión del pensamiento. Es un sitio lleno de enigmas; una forma distinta de habitar el mundo, es poco clara ya que pertenece al orden del misterio. Imposible de cuantificar (a menos que se quiera vender o comprar), el arte es cualidad pura que solo puede existir en este tiempo. Es el flujo interior de la conciencia representado; un tiempo individual que en cada uno de nosotros fluye de manera distinta. ¿Por qué nos duele recordar una escena de la infancia mientras que a otra persona que estuvo en la misma escena no le dice nada? Lo que sentimos es tan personal que no puede ser reproducido por alguien más.
El artista es de los pocos seres capaces de ponerse en la piel de cada uno de nosotros y desentrañar nuestras emociones y sensaciones. Por esa razón, en cuanto nos encontramos frente a una obra que tiene estos elementos nos sentimos inexplicablemente atrapados. No importa cuánto sepamos de ella, ni siquiera los datos precisos de cómo, cuándo o por quién fue elaborada. Entre ese objeto y nosotros se establece un estado único que rompe con toda referencia o conocimiento práctico. Al empatizar con esa obra nos dejamos invadir, contemplarla. Entramos a un “no-tiempo” conducidos por ella.
Acabo de visitar el Museo Pompidou de París. En él experimenté uno de esos momentos singulares en los que el tiempo adquiere otra cualidad. Se trata de la exhibición Préhistoire, une énigme moderne (Prehistoria, un enigma moderno). Un recorrido por los diferentes iconos de la prehistoria en diálogo con obras de artistas modernos y contemporáneos. Gracias a la ambientación, al audio y a la forma en la que se estableció el relato, es toda una experiencia. Las piezas seleccionadas crean una danza poética, silenciosa, llena de momentos en los que el asombro y la belleza se conjugan sin forzar ningún elemento. Nada de lo que vemos es de reciente creación, pero hay piezas que rebasan los 20 mil años. Podemos encontrar al Mamut de la Madeleine o a la bellísima Venus de Lespugue en dialogo con Paul Klee, Alberto Giaccometti o Jean Dubuffet. Tres de los artistas más influyentes en la nueva manera de pensar el arte a principios del siglo XX. El uso de los materiales y la espontaneidad del gesto de los tres, asemeja a los rituales ancestrales más que al proceso intelectual al que estaba acostumbrada la pintura. Es también el caso de una de las más bellas obras de la exposición, Antropometrías de Yves Klein, la danza y el choque de los cuerpos en azul contra el lienzo, revelan una forma tan primitiva como contemporánea. Las imágenes de Brassaï retratan, lo mismo un grafiti de principios del siglo XX, que huellas ancestrales. Enamorado de París, el fotógrafo húngaro plasmó ciertos momentos en los que las calles, los barrios pobres y los sitios olvidados son marcados por la impronta del ser humano. En la exhibición miran de frente a un paisaje de Tacita Dean, nubes clasificadas por su forma y temperatura. Atemporales, las obras de Brasaï y de Dean nos recuerdan que lo efímero es tan valioso como lo que suponemos permanente. Otra manera de entender el tiempo. La agresiva, compulsiva, además de misógina obra de Picasso palidece delante de la exultante belleza de la escultura de Louise Bourgeois. Lo femenino eterno, imposible de comprender, inaprehensible, reconquista su sitio, es la representación múltiple de falos atrapados en una caverna, lo femenino devorando suavemente a lo viril. Sin denuncia y ajena a cualquier movimiento condenatorio, la sublime artista pone en orden y éxtasis a la humanidad. En otra sala llena de pequeños pedestales una pieza de Jean Arp. Sutil, delicada, sinuosa. A su lado las pequeñas esculturas de Joseph Beuys elaboradas en grasa animal, amuletos y salvaguardas del ser humano contemporáneo que teme y adora a sus ancestros. Lo mismo encontramos fragmentos de las viejas películas mudas de Buster Keaton, con su peluca de hombre de las cavernas seduciendo a la bellísima actriz con coquetos bucles de los años veinte. Toda una dislocación, que nos hace reír al encontrar esas incongruencias que siempre han acompañado a quien quiere contar la historia. Depende como se viva el momento, el cavernícola será representado ya sea como Pedro Picapiedra, Ringo Star, Buster Keaton o, en el cine nacional, Tintán.
Uno de los momentos más significativos de la exposición y desde luego de la historia del arte se dio en los años sesenta, cuando un grupo de artistas americanos e ingleses influidos por las enseñanzas de Beuys y por el movimiento Povera italiano, decidieron abandonar los estudios e insubordinarse a la supremacía de las galerías iniciando un trabajo con la tierra. Se conoció como Land Art y en esta exhibición se puede apreciar. Un círculo de piedras ensambladas en forma de dolmen que nos evocan las formaciones primitivas druidas y celtas. Un lenguaje poético y austero que rompe con cualquier pretensión comercial. La filmación del legendario Spyral de Robert Smithson; un earthwork, que consiste en una construcción no utilitaria, efímera, realizada en el Gran Lago salado de Utha. Contribuye a la leyenda que, mientras filmaba el área, la avioneta de Smithson se desplomó y este perdió la vida. Un poco más allá, un fósil del hombre de Cromañón parece observarlo todo estableciendo el primer enigma, mientras las obras de Miró bailan en el espacio, como si se salieran de su propio marco. Liberador de los dogmas de la abstracción de Kandinsky, Miró nos hace entrar y salir de su obra con una libertad absoluta, fascinante. Sin dejar de ser individual y poderoso, establece un juego necesario para la historia del arte. Entre más libre es la expresión, más afianza su poder y crea su propio tiempo.
En México tenemos el museo de geología en el que se pueden ver objetos con esta carga valiosa de miles de años. En contraste, a unas cuantas cuadras, el museo del Chopo siempre tiene alguna propuesta contemporánea albergada en un espacio modernista de principios del siglo XX. No hay que dejar de visitar los museos de nuestra ciudad, de alguna manera evocan esa síntesis necesaria que es el arte.
Los enigmas sirven para abrir nuevos caminos al conocimiento. No hay nada más seductor que una incógnita, de inmediato echa a andar el pensamiento, excita el músculo de la inteligencia como diría Buñuel. La belleza en el arte nunca es fácil ni evidente, está llena de intersticios inexplicables. No hay atajos para llegar a la fascinación, tiene su propio tiempo si es que lo hay y eso es lo que nos arroba el alma. El gozo que nos produce una obra de arte es complejo porque siempre contiene algo de misterio. El misterio es el no-tiempo, el estado en el que surgen los equívocos, las medias palabras, la poesía; es el sitio en el que se diluye la estupidez humana y la necesidad de contabilizarlo todo para invocar una realidad distinta. Como lo indica Bergson, son tiempos diferentes que no son el mismo tiempo.
@Suscrowley.com
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