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María Rivera

17/07/2019 - 12:03 am

Preguntas

Desde que Felipe Calderón declaró la guerra contra el narcotráfico en 2007, y tras poco más de una década de brutal violencia y más de doscientos mil muertos y decenas de miles de desaparecidos, México ha transitado por estados sociales que van, desde la negación de la naturaleza de los acontecimientos violentos, hasta su normalización […]

Los horrores sucedidos en esos años permanecen, en gran parte, impunes. Foto: Margarito Pérez Retana, Cuartoscuro.

Desde que Felipe Calderón declaró la guerra contra el narcotráfico en 2007, y tras poco más de una década de brutal violencia y más de doscientos mil muertos y decenas de miles de desaparecidos, México ha transitado por estados sociales que van, desde la negación de la naturaleza de los acontecimientos violentos, hasta su normalización en años recientes. Solo en dos ocasiones, una en el sexenio de Felipe Calderón y otra en el sexenio de Peña Nieto, la respuesta social ante los brutales acontecimientos detonó movimientos capaces de encarar al poder con sus exigencias de justicia, convirtiéndose en catalizadores de la rabia y la desesperanza. En ambas ocasiones se resquebrajó la narrativa gubernamental que enmascaraba los hechos violentos, subvirtiendo los discursos mediáticos impuestos desde Presidencia y determinando la actuación de los políticos, al menos en las formas, cuando se vieron obligados a lidiar con una realidad que sistemáticamente maquillaban a conveniencia.

La primera ocurrió en abril del año 2011, tras el asesinato del hijo del poeta Javier Sicilia, en Morelos, junto con seis personas más. El trágico suceso detonó la emergencia del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, conformado por víctimas de todo el país en busca de justicia. Su existencia desarticuló la narrativa oficial calderonista, promovida por los medios de comunicación, que sostenía que todos los muertos eran “criminales que se mataban entre ellos” y puso en el centro de la vida pública a las numerosas víctimas que, en todo el país, habían sido asesinadas o desaparecidas por grupos criminales en connivencia con agentes estatales.

Desde los migrantes que estaban siendo sistemáticamente secuestrados y asesinados, hasta albañiles, turistas, vendedores, migrantes mexicanos que recorrían los caminos de este país y en los que fueron desaparecidos, para terminar enterrados en brechas, disueltos en ácido o incinerados.

Los horrores sucedidos en esos años permanecen, en gran parte, impunes; son heridas abiertas en el cuerpo del país, debajo de las heridas recientes que mantienen a nuestro país en estado crítico desde entonces.

Este primer momento de irrupción social, al darle la voz a las víctimas, ponerlas en el corazón de los poderes, evidenciaron la verdadera naturaleza de la violencia y descomposición social que aquejaba al país: el contubernio entre autoridades y criminales donde ciudadanos de a pie eran sus víctimas, y/o la completa ausencia del Estado en regiones donde grupos criminales detentaban el poder. La emergencia del MPJD también enterró, temporalmente, las intenciones del Gobierno que, en alianza con los poderes fácticos, buscaba el control de la información, confinar la violencia, y con ella a sus víctimas, a la nota roja, despareciéndolas, de facto, del discurso público, a través del Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia, firmado apenas una semana antes del asesinato del hijo de Javier Sicilia, en marzo del 2011. La gravedad inesperada de los hechos volvió imposible censurar la cobertura mediática que, desde un par de años antes, era criticada por exponer la violencia criminal en primera plana siendo acusada de hacerle propaganda a los criminales. En el debate público, el Gobierno calderonista, desde el Presidente hasta sus voceros en los medios, escritores y columnistas, una y otra vez insistían en que la violencia dañaba la imagen del país, trataban de acentuar los logros en materia económica y conminaban a “hablar bien de México”, ocultando la tragedia que ocurría. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad logró conjurar la completa desaparición de los desaparecidos y puso sus voces en el corazón del país.

Sería poco tiempo después, ya en el sexenio de Peña Nieto, cuando el poder gubernamental lograría desplazar de la narrativa periodística la violencia homicida; por primera vez en años la violencia dejó de ocupar la nota central, creando la ilusión de que la violencia había descendido, colocando en el centro de la agenda otros temas… hasta el año 2014, cuando, en octubre, diversos agentes del Estado en complicidad con criminales desaparecieron a 43 estudiantes de Ayotzinapa, en Iguala. La tragedia, conocida por todos y una honda herida en este país, derrumbó, nuevamente, la narrativa oficial y detonó el segundo movimiento social que hasta el día de hoy pide justicia y verdad para las víctimas y que se convirtió en la marca, imborrable, del sexenio, tras inventar una “verdad histórica” que al cabo de los años demostró ser mentira.

Con la llegada del nuevo Gobierno, el año pasado, también llegó la esperanza para millones de mexicanos que votaron por López Obrador para frenar la violencia y pacificar al país. No lo sé de cierto, pero sería interesante tener datos concretos de si la expectativa de detener la violencia motivó, principalmente o en qué medida el voto por Morena, en la más abultada votación que haya recibido un candidato a la Presidencia desde la llamada “transición a la democracia”.

Digo que sería interesante porque podría ser que el tercer movimiento social contra la violencia que padece el país haya sido de naturaleza electoral y que su destino se vea desdibujado. Y es que aquí llegamos al tema que he tratado de exponer en esta columna y que habría que empezar a preguntarnos seriamente, tras siete meses en el poder de López Obrador. Las preguntas aún no tienen respuesta, pero es importante hacerlas ante algunos rasgos que comienzan a repetirse en la narrativa de la violencia, preocupantemente, y casi de manera idéntica a lo que sucedió en el Gobierno calderonista, más preocupado por “cuidar la imagen del país” que por proteger a ciudadanos, conocer la verdad y proveer justicia a las víctimas: las mismas tentaciones, pero aumentadas, de control de la información “dañina” para la imagen del país, sorprendentemente sostenidas por el Gobierno lospezobradorista, expresadas por el Canciller Marcelo Ebrard hace unos días con respecto a series de televisión relacionadas con el narcotráfico y su ¿intención, plan? de censurar los contenidos culturales: “es posible y necesario cambiar la narrativa de estas producciones para evitar hacer apología del crimen organizado”.

Si Calderón pedía hablar bien de México, el actual Gobierno considera que “una de las principales metas de la Secretaría de Relaciones Exteriores es defender el prestigio y los intereses de México”. El “prestigio” de México, naturalmente, es dañado por la violenta realidad, no por los productos culturales, habría que decirle al Canciller, y preguntarle, ¿significa esto que el Gobierno pretende censurar los productos culturales para que sigan una “línea oficial” que proyecte al extranjero una imagen conveniente?, ¿y esa censura aplica solo para los productos culturales de alcance internacional o se contempla desde la producción cultural interna?, ¿la Secretaría de Cultura está inmiscuida en el plan de la Secretaría de Relaciones Exteriores o solo el novedoso Consejo de Diplomacia Turística?, ¿en ese Consejo, un órgano colegiado, quiénes decidirán la imagen “adecuada” del país y qué productos culturales y artísticos se promoverán y cuáles no?

Al lado de estas preguntas hay otras que se vuelven también urgentes de hacer sobre el tema de la lucha contra el narcotráfico ya que estamos hablando del tema ¿qué significa haber acabado con “la guerra”?, ¿significa que no se combatirá más a los criminales que se dedican a ese negocio y se permitirá digamos, de facto?, ¿eso significa que la estructura y las atrocidades que se cometen continuará sin ser combatida?, ¿eso significa que otros negocios ilícitos sí serán combatidos?

Parecen preguntas obvias, pero en realidad no está claro en qué consiste la estrategia contra la inseguridad y qué exactamente significa, para el nuevo Gobierno, “la inseguridad”, cómo la conceptualiza y si considera que los grupos criminales sencillamente dejarán de actuar por las políticas y apoyos sociales, la distribución de la Cartilla Moral de Reyes.

Por lo pronto, lo que sabemos es que se creó un cuerpo militar (aunque debiera ser civil) para combatirla y que los militares están facultados para estar en las calles, legalmente, debido a las reformas legislativas, por unos años. Por otro lado, sabemos que, como en gobiernos anteriores, el discurso oficial busca no darle una prioridad en su agenda y, gracias a las declaraciones del Canciller Ebrard, que se busca controlar los productos culturales que puedan dañar la imagen del país, tal como se hizo en gobiernos anteriores. Aún es temprano para saber si estamos ante una reedición de sexenios que abominamos, donde se ocultaba la información precisa de la violencia, es decir, las violentas injusticias cometidas sobre víctimas, al tiempo que se intentaba crear una imagen propagandística del país. Lo que sí es seguro es que estas preguntas, fatal o venturosamente, las responderá la historia y la capacidad de resistencia de los movimientos sociales que desde hace más de una década luchan a favor de la verdad y la justicia en medio de la tragedia nacional, heroicamente, sexenio tras sexenio.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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